Entre las cuestiones de nuestro tiempo que más invitan a la reflexión, se ha de señalar, sin duda, la ausencia de Dios en la mente y vida del hombre postmoderno en la sociedad de consumo. Por primera vez en la historia, una sociedad, la nuestra, vive sin apenas referencia alguna a Dios en lo que podemos calificar como un ateísmo práctico. El término es acertado, porque una inmensa mayoría de gente cree en la existencia de Dios, sea por educación recibida, sea por propia reflexión, pero esta débil creencia apenas tiene trascendencia en sus vidas: creen en Dios, pero viven como si Dios no existiera. A pesar de que grandes masas de gentes, en el siglo veinte, han vivido bajo regímenes totalitarios que han impuesto un ateísmo feroz y militante, todavía es mayoritaria la proporción de creyentes en Dios en nuestro mundo. Pero se trata, en la mayoría de los casos, de una creencia abstracta, de pura idea, que no se traduce en una vivencia religiosa que vaya de acuerdo con esta creencia.
En el calificativo de ateos prácticos se ha de incluir a los que admiten un ser supremo sin pertenecer a ninguna confesión religiosa, por una parte, y a los bautizados que se consideran cristianos, pero que no son practicantes, por la otra. (Mención especial merecen los musulmanes, que muy mayoritariamente ajustan su vida práctica a sus creencias por la característica especial de tal religión, y que consideraremos más adelante). Lo más triste y llamativo, sin embargo, es el ateísmo práctico en el mundo cristiano -católico y protestante- en nuestra sociedad occidental. Un dato histórico: desde finales del siglo diecinueve, las revoluciones sociales y políticas del liberalismo y del comunismo han significado una descristianización progresiva de nuestra sociedad. Datos de encuesta: en el siglo diecinueve, eran practicantes cristianos el ochenta por ciento de la gente bautizada; hoy, no llegan al quince por ciento. El creyente que no practica lo que cree es el que predomina en nuestra sociedad y que no tiene problema alguno en vivir tranquilamente bajo esta contradicción. La falta de formación cristiana, por una parte, y una serie de pre-juicios, por la otra, explican esta gran anomalía que no es sentida como tal. Consideran la práctica religiosa como una simple costumbre, sin mayor transcendencia, algo tan relativo como tener otra clase de aficiones; no tienen una noción medianamente clara de lo que es la fe cristiana y sus importantes consecuencias para la vida personal del creyente. Por otra parte, la imagen que se tiene del creyente católico practicante, por muy diversas causas, no les resulta atractiva; es un lugar común de la crítica anticatólica considerar a las personas practicantes como hipócritas, poco consecuentes con su fe y, en definitiva, tan malos como los demás. Y llegan a esta conclusión: soy buena persona, y esto es suficiente para que Dios, si existe, me reciba en el más allá.
La ciudad secular.
El contexto social y cultural determina, en buena parte, el pensamiento y comportamiento de los individuos, y así sucede en el tema religioso. La secularización o ausencia de referencia a Dios en las manifestaciones de la vida pública es un proceso en aumento a lo largo del siglo veinte, y alcanza su máxima expresión en nuestro tiempo. A través de unos medios de comunicación omnipresentes y omnipotentes, el pensar el sentir de la gente se nutren diariamente de infinidad de mensajes de toda índole, a excepción de los religiosos, que son excluidos sistemáticamente. Y ello, claro está, tiene consecuencias ineludibles en el comportamiento de las personas, pues somos hijos de la sociedad en que vivimos. El ateísmo militante fue una doctrina en los regímenes comunistas, cuya concepción del hombre y de la vida es incompatible con la religión; el ateísmo práctico en nuestras democracias no es una doctrina, sino un modo de vida secularizada que se ha implantado en la sociedad de consumo.
Aparte del influjo de los medios de comunicación, la secularización de la vida moderna tiene su origen en que ni la familia, ni la escuela, ni la Iglesia, las tres instituciones fundamentales en la educación de las personas, pueden trasmitir la fe religiosa en los niños y adolescentes. ¿Cómo esperar que la familia cumpla su misión insustituible en la formación cristiana de los hijos, si los mismos padres no viven su fe cristiana, y un altísimo porcentaje de matrimonios están rotos o desestructurados…? La escuela, por otra parte, remodelada por ideologías políticas radicalmente laicistas, ya no es, como antaño, trasmisora de conocimientos cristianos, y la mayoría de los niños viven y crecen con un desconocimiento de la fe parecido al del paganismo. Y la deficiencia de estas dos instituciones no la puede remediar la Iglesia, simplemente porque la mayoría de la gente, sobre todo en los jóvenes, pasan años sin pisar un templo y viven totalmente al margen de la fe.
La vida secularizada de nuestra sociedad viene potenciada por una actitud ante la vida profundamente arraigada en el hombre moderno y que es incompatible con la fe religiosa: la desvinculación interior de tradiciones y de normas, por una parte, y el subjetivismo moral en el comportamiento, por la otra. La funesta idea de que es bueno romper con lo establecido y ser progresista, propagada por ciertas ideologías políticas, ha llevado a una gran masa de gente a desvincularse de toda tradición, incluida la cristiana, con la pérdida del sentido religioso que ello supone. La religión, como su nombre indica, es “religare”, ligar nuestra vida a Dios, someterse a su ley, una actitud totalmente ajena a quien quiere ejercer su libertad sin ninguna clase de condicionamientos. Y ese concepto de libertad ha llevado al hombre de nuestra sociedad al subjetivismo moral, que no admite más normas o principios que los que cada uno se imponga. Dios ya no es el legislador y el sancionador, sino la propia conciencia.
Creyentes, pero no practicantes.
Según las estadísticas, la mayoría de la gente en nuestro país se considera católica, pero no practicante, entendiendo por tal la no asistencia a los actos religiosos que semanalmente tienen lugar en los templos. Por más normalizado que parezca este hecho social, no deja de ser una anomalía y una gran contradicción que tiene su lógica consecuencia en la vida de las personas. El contraste con el Islam es vergonzoso para nosotros los católicos: mientras que en los países musulmanes todo el mundo acude a las mezquitas los viernes y se convoca a la oración públicamente cinco veces a lo largo del día, en los países católicos las iglesias están casi vacías, y mucha gente tiene de católica solamente el nombre. Pero no les preocupa en lo más mínimo esta contradicción, sin darse cuenta de que están en una especie de círculo vicioso: no acuden al templo porque no sienten la necesidad de rezar, y esta falta de práctica religiosa refuerza todavía más su indiferencia hacia la vida de fe que dicen profesar. La ausencia de práctica religiosa tiene muchísima más importancia de lo que se cree, porque es la causa principal del ateísmo práctico en que viven la mayoría de los católicos. Cuando se pasan los años sin tener contacto con Dios, la fe se va debilitando y se llega a una situación en la que sólo subsiste una creencia que no influye casi nada en nuestra vida. Es imposible que una persona pierda la fe católica si asiste con regularidad a misa; pero es casi inevitable que ésta se pierda o se debilite en extremo en las personas que no pisan la iglesia. Porque en las celebraciones litúrgicas dominicales se ora en común con la conciencia de que formamos iglesia, se escucha la palabra de Dios que alimenta y profundiza la fe, se recibe semanalmente una catequesis que nos va formando como cristianos. Y esto únicamente se adquiere en la asistencia regular a la iglesia. No puede esperarse, por tanto, que los católicos no practicantes sean coherentes con una fe que está prendida con alfileres. Es innegable la relación directa entre la extensión del ateísmo práctico y el descenso de las prácticas religiosas, que en los últimos cincuenta años ha llegado en algunos países católicos a menos del quince por ciento. El materialismo consumista es la causa fundamental de esta grave situación, es cierto; pero también ha contribuido a ello la dejación de la propia Iglesia en la correcta enseñanza de la doctrina cristiana. Si analizamos el contenido de la predicación católica en los últimos cincuenta años, comprobamos que casi toda ella está orientada a las exigencias éticas del cristianismo, sobre todo las de carácter caritativo, con un olvido sistemático de las exigencias religiosas. El primer mandamiento de nuestra fe -“Amarás al Señor, tu Dios, con todas tus fuerzas”- ha desaparecido prácticamente de la predicación católica. Hemos olvidado que el cristianismo, antes que una ética, es una religión, y que el tener una relación filial con Dios, nuestro Padre, es la exigencia fundamental de un bautizado.
Sin necesidad de un Dios que nos salva.
El hecho de que una gran masa de gente en nuestra sociedad viva de espaldas a Dios manifiesta una situación existencial muy preocupante: no le sienten necesario en sus vidas. Este hecho social es uno de los rasgos característicos de la modernidad, en contraste con el comportamiento humano a lo largo de la historia. La antropología considera el sentimiento religioso como una parte constitutiva de la naturaleza del hombre; de hecho, todas las culturas antiguas, comenzando por el hombre de Neardenthal que enterraba sus muertos creyendo en el más allá, se estructuran en torno a la religión. El ateísmo práctico es un fenómeno social que se inicia en el siglo veinte, y fuera de muy raras minorías, la gran mayoría de la gente ejercía sus prácticas religiosas como algo natural en sus vidas, justamente lo contrario de lo que sucede en nuestro tiempo. A la vista de este ateísmo práctico, tan masivo, ¿se puede seguir definiendo al hombre como un ser naturalmente religioso?. Dígase lo que se diga, la religión es algo tan natural en el hombre como el trabajo, la sociabilidad, el amor o el arte. El hecho de que el ateísmo práctico haya prendido tan fácilmente en el alma del hombre contemporáneo es debido a la situación alienante en que vive, sobre todo el estrés en el trabajo y la masificación de las costumbres. Dios aparece en el horizonte del hombre cuando éste tiene inquietudes profundas, busca el sentido último de la vida, y cree en valores eternos, como el bien moral, el amor o la justicia. Pero este horizonte desaparece cuando el alma de las personas se ve totalmente absorbida y agobiada por el ritmo de las preocupaciones y trabajos de nuestra sociedad materialista, en la que sólo se valora el tener, no el ser. Por otra parte, la masificación en nuestra sociedad ha impuesto en los individuos un mundo de pensamientos y sentimientos totalmente superficiales y frívolos, en el que no hay cabida para pensamientos trascendentes, como es el de Dios.
La descristianización de nuestra sociedad tiene también otra causa, y que no es otra que la pérdida del sentido del pecado en el hombre contemporáneo. El cristianismo es fundamentalmente una religión de salvación, esto es, un mensaje que se dirige al hombre pecador para redimirle de su mal moral y darle la vida eterna. Pero esto supone que el hombre tome conciencia de su pecado y de la miseria en que se encuentra para abrir su alma a Jesucristo, el Salvador del hombre; sin esa conciencia de necesidad de salvación, es imposible vivir la fe cristiana. El hombre de nuestro tiempo, sin embargo, no admite más pecado que el pecado social o el hacer daño al prójimo, y desde luego, se siente muy a gusto con una forma de vida que se rige, no por los principios de la moral natural, sino por “su” propia moral subjetiva. El hecho de que, en las encuestas, haya una mayoría de gente que se consideran “felices”, es muy significativo: quiere esto decir que no necesitan a Dios para salvar sus vidas.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.