Algunos acontecimientos del 2017 y en concreto la reciente noticia sobre como Corea del Norte arranca este 2018 con su amenaza de guerra nuclear, tienen la fuerza de llevar aparejadas algunas consecuencias positivas. Señalo sólo dos, íntimamente relacionadas. Por una parte, muchísima gente de buena voluntad, ¡millones de personas!, se han sentido interpeladas en lo más íntimo de su ser y se preguntan qué pueden hacer, cada una, para poner fin a una situación que por desgracia está descubriendo su rostro más sombrío…
Por otra parte, y más tal vez conforme pasa el tiempo, para un buen número de estos individuos y para bastantes otros resulta cada vez más patente que los “recursos institucionales”, política, organismos públicos de alcance nacional e internacional, etc, se van demostrando insuficientes para remediar una debacle que exige, por el contrario, antes que nada y de modo cada vez más urgente e imperativo, una auténtica conversión de los corazones: “de cada uno de todos”, como gustaba decir al profesor Carlos Cardona.
¿Por dónde empezar? Por la propia familia. ¿Cómo?
“Sabemos que todos los problemas educativos son siempre, en última instancia, cuestión de falta de buen amor; y con ellos resulta relativamente claro el modo en que hemos de procurar comportarnos para enderezar las situaciones menos favorables que pudieran surgir en el hogar”. (Tomás Melendo, artículo Mayo 2003). Por lo tanto, siempre hemos de mirar, antes que nada, hacia nosotros mismos, hacia cada uno, para mejorar nuestra actitud y nuestras disposiciones... Y el calibre de nuestro querer: la resolución de cualquier dificultad que afecte a una familia encuentra normalmente su punto de partida y su motor insustituible en un cambio estrictamente personal –¡mío¡– que produzca como consecuencia una elevación en la categoría del amor recíproco… antes que nada entre los cónyuges . Pues de la buena sintonía en la vida matrimonial depende el adelantamiento de todos y cada uno de los componentes de la familia.
Recordemos, entonces, que la esencia del matrimonio es el amor; y “que el momento resolutivo de todo amor es la entrega; entrega que se configura de una manera muy peculiar e intensa entre los esposos, pues lo que ambos se dan y reciben es su misma persona íntegra, sin residuos: cada uno se ofrenda a si mismo sin condiciones a la persona amada, al tiempo que acoge también sin reservas.” (Tomás Melendo)
De esta suerte, la clave del éxito de la convivencia matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras de nos atan al propio “yo” – nuestros caprichos, nuestros criterios, nuestro afán de imponernos y llevar razón…, de modo que se torne viable una entrega cada vez más intensa a nuestro cónyuge (que podamos darnos de veras); y, a la par, en ir desprendiéndose y vaciándose de uno mismo para dejar espacio en nuestro interior al ser querido (para poderlo acoger sin restricciones)
¿Cómo hacerlo? Luchando por mejorar nuestra conducta y aprendiendo a perdonar y a pedir perdón.
Prestemos atención a tres advertencias sensatas de Ugo Borguello:
“Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra“
“Resulta decisivo una voluntad radical de entrega de sí al otro. A menudo los cónyuges juzgan y “miden“ el amor del otro, el don del otro, perdiendo de esta manera el don de sí incondicionado. El don de sí solo puede exigirse a uno mismo. El del cónyuge no se logrará exigiéndoselo, sino creando un clima de donación“. Como repetía San Juan de la Cruz, “donde no hay amor, pon amor y encontraras amor “: el amor llama al amor.
“Es inútil y contraproducente pretender en nuestro interior“ o manifestar verbalmente “que el otro o la otra cambien del modo en que yo lo digo y porque yo se lo digo. Cabe favorecer y ayudar la mejora, pero no “pretenderla” ni, mucho menos, exigirla. “Lo que tenga que ocurrir ha de valorarlo el otro o la otra; no es suficiente con amar y tener cariño, es preciso que el otro se sienta amado y estimado. Puede afirmarse sin miedo a errar que muchas familias fracasan porque, movido a menudo por un orgullo semiconsciente, cada cual está convencido de que es el otro quien debe cambiar o por lo menos el que debe hacerlo en primer término”.
De lo que se infiere un principio muy claro, que el propio Borghello enuncia así: “si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo“. Y explica: “Siempre existe algo en el tono de la voz, en el modo de recriminar, en el de presentar el problema…, en que yo puedo mejorar. Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie”
Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar: es reconocen los propios errores pasados, se hace notar que de un tiempo a esta parte ha habido un avance y, a renglón seguido, se pide al cónyuge una pequeña transformación que facilite el amarlo con sus defectos. Una vez hecho esto, si el otro está de acuerdo, lo más importante ya ha sido realizado. Sin duda, sería exagerado pretender que desde ese momento no caiga más en el defecto admitido; basta que luche.
Lo importante, con el arte del dialogo es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja. Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible“… y en ocasiones asombrosa.
En resumen; el mayor reto y la condición esquivable de la felicidad de una familia está en convencerse de que la clave para superar el 99% de los problemas que surgen en el hogar consiste en empeñarse personalmente –¡cada uno!– en aquilatar la categoría del propio amor… olvidándose de si y poniendo en sordina los propios “derechos”. Y esto, tanto por lo que atañe al matrimonio como a las relaciones con los hijos y a las de los hermanos entre si. Luchando por modificar nuestra conducta, haciendo más tersa y eficaz nuestra entrega, se enriquecerá antes que nada la vida conyugal y, potenciada por ella, la del conjunto de la familia… y, a la larga, la de la entera Humanidad.
En el contexto de los retos que se plantean a la familia, casi en los inicios de su pontificado, en 1979, San Juan Pablo II asentó este principio esclarecedor e incuestionable: “Cual es la familia, tan es la nación, porque tal es el hombre”. Hoy el alcance de esta proposición se ha engrandecido. En efecto, de lo que cada uno hagamos en el seno del propio hogar depende no ya la buena salud de nuestra familia y de nuestros respectivos países, sino, en virtud de los profundos cambios acaecidos en los últimos decenios –la famosa globalización–, el bienestar de la Humanidad en su conjunto.
Por eso, hemos de estar persuadidos de que ennoblecer la calidad del propio amor, antes que nada en el interior de cada matrimonio, posee una importancia inigualable y goza a la larga de una eficacia insospechada para el perfeccionamiento de las relaciones entre todos los hombres.
En tal sentido, resultan casi proféticas, y tremendamente operativas, las convicciones que San J.P. II manifestaba en el ultimo Jubileo de las familias, el 15 de octubre del año 2000: “Al ser humano –comenzó diciendo– no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y, añadió de inmediato con el vigor y la penetración acostumbrados y como para explicar el sentido más hondo de sus palabras: “Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida”.
Todo ello depende –es la inequívoca afirmación de JP II– del acrisolamiento del amor conyugal: “un hombre y una mujer “, como él mismo subraya; de lo que hagan con su cariño cada uno de los esposos. Pero, por desgracia, el matrimonio no goza en nuestro tiempo de la buena salud que sería de desear. Considero por eso que nuestra principal misión en estos inicios del año nuevo consiste en hacer eco a la conocida exhortación Familiaris consortio: “Familia ¡sé lo que eres!; hacerle eco y traducirla en esta otra más concreta y exigente, dirigida de manera imperiosa a cada cónyuge: ¡sé tú el que eres¡ y consigue, mediante una mejora de tu amor personal, hacer de tu matrimonio lo que por naturaleza está llamado a ser.”
Es la forma más rápida y eficaz, y la más asequible, de contribuir a la felicidad de todos los hombres.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora