En esta última década, el periodismo ha puesto en circulación una palabra para calificar aquellas ideas que son aceptadas o rechazadas por el sentir político y social automáticamente, sin necesidad de reflexión o valoración racional alguna: lo “políticamente correcto” o lo “políticamente incorrecto”. Decir que tal o cual opinión no es políticamente correcta equivale a decir que suscita escándalo y rechazo en el pensamiento mayoritario e impositivo de nuestra sociedad. Es un calificativo muy acertado, ciertamente, porque hoy la política tiende a invadirlo todo, inclusive el ámbito íntimo y autónomo del pensamiento de las personas. Y ello puede ser letal para el ejercicio de la verdadera democracia. Cuando una determinada idea resulta “correcta” o “incorrecta”, quiere ello decir que, de hecho, se ha impuesto en la sociedad una ideología totalitaria, a pesar de que se proclame el principio sagrado del pluralismo, y que, también de hecho, la libertad de pensamiento se encuentra restringida en su ejercicio, por más que se diga continuamente lo contrario.
Pero, ¿qué ideas son consideradas políticamente correctas o incorrectas en nuestra sociedad? No hace falta ser muy perspicaz para identificar cuáles son unas y cuáles son otras: políticamente correctas son todas las ideas “progresistas”, sea cual sea su contenido, porque obtienen muy fácilmente un respaldo político y social por parte de la mayoría; son políticamente incorrectas, por el contrario, todas las ideas tildadas de “conservadoras”, porque desencadenan rechazo y acusación por parte de esa misma opinión mayoritaria, que es manipulada, no sólo por determinada clase política, sino por los medios de comunicación más influyentes. Y esto último es lo realmente determinante. En su escaparate diario de osadías que traspasan todo límite, los medios han conseguido extender una ideología nihilista a través del más poderoso medio de propaganda: presentar la destrucción moral como un progreso social y político. No existe demagogia más eficaz que ésta.
Es triste comprobar que la demagogia es tanto más eficaz cuanto más simples y estúpidos son sus mensajes, pero así sucede en la realidad. A los que buscan el poder no les interesa la verdad de las cosas, sino el número de adhesiones a su causa política y social, y por eso no utilizan argumentos dirigidos a la razón, sino que acuden al eslogan simplificador para desprestigiar las ideas contrarias mediante determinados calificativos. Porque estamos viviendo, precisamente, el fenómeno cultural inquietante de que los valores tradicionales no son objeto de un verdadero debate de ideas, sino del insulto intimidatorio. ¿Dónde están la reflexión y los argumentos en temas fundamentales para la sociedad? Los que llevan el estandarte de lo políticamente correcto no los necesitan, porque tienen medios mucho más eficaces, como son acusar de “antidemocráticos”, “reaccionarios”, “oscurantistas”, “cavernícolas” “inquisitoria-les”, “fascistas”, etc. etc., a los que no piensan como ellos.
Excusado es decir que las ideas y comportamientos considerados políticamente correctos dominan hoy el escenario político y cultural de una manera dogmática y agresiva, mientras que lo considerado políticamente incorrecto encuentra grandes dificultades para hacerse oír y entender en un ambiente adverso. El maniqueísmo simplificador —en la izquierda, la luz, y en la derecha, la oscuridad— está arruinando las inteligencias al suplantar la razón por el mito y la reflexión por el inveterado prejuicio. Y se entiende que en esta hegemonía cultural izquierdista los que intentan pensar por su cuenta se sientan marginados y acomplejados. En los últimos años, sin embargo, están surgiendo muchos “contestatarios” de las ideas políticamente correctas, y puede ser este un fenómeno verdaderamente histórico por el cambio de signo político y cultural: los que se rebelan ya no son los de siempre, sino los otros, cuyo pensamiento está sufriendo oprobio y marginación.
Hecha esta reflexión como preámbulo, es importante señalar aquellas ideas y opiniones que en nuestra sociedad se consideran “políticamente incorrectas”, para que, en la enorme confusión que hoy existe en temas capitales, cada uno sepa a qué atenerse:
Es políticamente incorrecto anteponer la verdad al error, el bien al mal, o la justicia a la injusticia, cuando está en juego la libertad subjetiva del individuo, esto es, las opiniones que cada uno tenga, por los motivos que sean, respecto a determinados principios o comportamientos. La opinión de cualquier individuo es intocable y merecedora de sagrado respeto, aunque sea disparatada, y esto equivale a decir que la verdad y el bien objetivos no existen, sobre todo cuando llevarlos a la práctica suponen un sacrificio de las conveniencias y sentimientos individuales. Aquellas instituciones o personas, por tanto, que defiendan los principios de la verdad y del bien objetivos frente a lo que pueda pensar cada persona, son consideradas poco menos que reos de lesa humanidad, porque ello significa una imposición dogmática a la libertad de pensamiento. Es la derrota del pensamiento racional y objetivo; si no se puede hablar de la verdad y del bien objetivos, sino de “mi” verdad y de “mi” bien, estamos en el reino del relativismo universal, en el que cualquier comportamiento inmoral tiene el mismo valor que el comportamiento honesto).
Es políticamente incorrecto defender o propagar principios que no vengan avalados por el sentir de la mayoría, único baremo que determina el valor de las cosas; los debates sobre si algo es bueno malo, justo o injusto, se deciden por el número de partidarios que una opinión tenga, independientemente de las razones que la sostengan, y por eso se acude continuamente a las encuestas sociales, el gran argumento para dirimir las cuestiones. Según este criterio, cuestiones de pura inmoralidad, tales como el aborto o la eutanasia, no son temas de la recta razón que condena las acciones criminales, sino asuntos de mera encuesta social, como las cuestiones políticas: si la mayoría o un número considerable de gente es partidaria de que el aborto o la eutanasia sean un derecho , el legislador debe permitirlo, y tales acciones, por el mero hecho de ser legales, dejan de ser crímenes (Es decir, los imperativos de la razón deben ceder a la fuerza del número, lo que es totalmente absurdo, ya que, en coherencia con este principio, cualquier inmoralidad —robo, asesinato, violación, etc.- podría llegar a ser lícita si así lo decidiera la mayoría).
Es políticamente incorrecto defender principios que no pasen por el filtro de la libertad democrática, el nuevo absoluto que está por encima de todas las cosas, humanas o divinas. La democracia es este nuevo absoluto que ha sustituido a Dios en los mentores de la sociedad postmoderna: todo llega a ser bueno si es democrático, y todo es malo si se considera una imposición autoritaria. Esta palabra es pronunciada miles de veces cada hora por los políticos y los que no son políticos, y ha pasado a ser el estribillo inevitable en cualquier debate o discusión. Santo y seña de los grandes momentos de la vida colectiva, es el gran criterio que decide el valor de las cosas y la sentencia inapelable en toda clase de condenas. (Resulta paradójico que la democracia se haya convertido en una especie de deidad secular sobre cuyo altar se sacrifica todo, incluso la propia vida; morir por Dios es incomprensible fanatismo, pero morir por la democracia es heroísmo supremo, digno de toda alabanza).
Es políticamente incorrecto denunciar los grandes abusos de la libertad de expresión, que en muchos medios no conoce límites. Se manipula la información según las conveniencias políticas partidistas, pero todo el mundo ha de asumir y entrar en ese juego; se atenta sistemáticamente a la verdad con exageraciones demagógicas, pero hablan de honestidad en el servicio público; se difama y se calumnia a las personas, pero se consideran en el derecho absoluto de decir lo que quieran; se llenan los espacios de basura moral, pero dicen reflejar la realidad tal cual es y sin hipocresías. En nuestra sociedad, el periodismo no sólo es el cuarto poder, sino que quiere convertirse en el poder supremo que todos deben reconocer y dejar hacer sin ninguna clase de restricciones (Estamos alarmados, con razón, del terrible deterioro moral que está sufriendo nuestra sociedad, pero pocos señalan como responsables a los que hacen de la libertad de expresión vía libre para propagar el mal).
Es políticamente incorrecto oponerse a la libertad sexual, un comportamiento cada vez más extendido en nuestra sociedad hedonista. La sexualidad ya no es juzgada con un criterio moral, sino que se considera sana y natural como el comer, y salvo en los casos de daño a las personas, no tiene por qué estar sometida a ninguna norma moral o religiosa. Nuestra sociedad se ha convertido en un gran escenario erótico, en el que cada cual, sin ninguna clase de pudor, puede satisfacer públicamente sus pasiones. Si antes producían escándalo y condena ciertos comportamientos eróticos, lo que hoy produce escándalo y condena es que alguien se escandalice ante este espectáculo (¿Por qué no se dice que la libertad sexual ha traído una enorme extensión del vicio y que nos está llevando a la destrucción del amor? La estabilidad y fidelidad en la pareja, “lo estamos viendo”, resulta imposible si la sexualidad no está sometida a principios morales).
Es políticamente incorrecto hablar de deberes, una palabra que suena mal a los oídos de la gente, ya que va asociada a la idea de sacrificio autoimpuesto. Tan poca acogida tiene la idea del deber en nuestra sociedad, que su uso se restringe al ámbito de los que ejercen algún cargo o responsabilidad de cara a los demás —padres, funcionarios, empresarios, etc.-, sin ninguna otra aplicación a las demás personas. Nadie quiere oír hablar de sus deberes, pero todo el mundo habla de sus derechos, que cada día aumentan a medida que aumentan las exigencias insaciables. La personalidad del hombre moderno se desarrolla, así, en la protesta, la acusación y la reivindicación constantes. (Cuando en una sociedad se da este desequilibrio, es signo seguro de que los comportamientos están viciados por el egoísmo, pues los pretendidos derechos de los más, que siempre están exigiendo, suponen los deberes de los menos, que siempre se están sacrificando).
Es políticamente incorrecto defender la familia, la patria y la propia historia, pues, al parecer, estos sentimientos son sospechosos de albergar ideologías reaccionarias y potencialmente peligrosas: así es el pensamiento progresista en España. Para este pensamiento, defender la familia es conservadurismo social y político; amar la propia patria es signo manifiesto de ideología fascista; asumir y apreciar la propia historia es una muestra de espíritu reaccionario. En la España actual, los sentimientos naturales del ser humano y que forman el constitutivo fundamental de todos los pueblos se han convertido absurdamente en sentimientos de partidismo político, algo que debería causar estupefacción, porque no existe en el mundo un caso parecido. (Y de nuevo la gran paradoja: ¿cómo se entiende que los progresistas miren con antipatía a los españoles que se manifiestan patriotas, por una parte, y sean tan comprensivos de los nacionalismos radicales en otras regiones de España, por la otra?).
Es políticamente incorrecto no manifestarse fervoroso partidario del feminismo, del ecologismo y de la lucha por el tercer mundo, tres frentes en los que militan los beligerantes de la izquierda, con frecuentes pronunciamientos. Nadie se opone, por supuesto, a que las mujeres tengan los mismos derechos que los hombres, ni que se proteja la naturaleza, ni que los países pobres reciban toda ayuda posible de los países ricos; pero será objeto de denuestos si afirma que las mujeres tienen cualidades diferenciadas de los hombres y que no se debe virilizar su naturaleza, si se opone a las extravagancias de los que quieren acabar con la industria y volver al estado salvaje, y si manifiesta reservas a la tesis de que todo país rico y de raza blanca, por definición, es opresor y explotador de los países pobres. (Las exageraciones apasionadas siempre están en todos los discursos de estos movimientos, y cuando se cae en el radicalismo, las causas justas se convierten en demagogia).
Y es políticamente incorrecto, finalmente, manifestarse públicamente como creyente católico, y ello a pesar de que la gran mayoría de españoles dicen profesar esta fe. El anticlericalismo es uno de los signos distintivos de nuestro país, y cualquier manifestación católica suscita de inmediato malas interpretaciones en quienes dominan la opinión pública. Las acusaciones contra la Iglesia ya son rancias, de puro archisabidas: institución inquisitorial, porque defiende la integridad de la fe ante sus propios fieles; enemiga de la modernidad, porque no se une al carro de las ideas progresistas; dogmatismo impositivo, porque defiende los principios inmutables de la ética natural en contra del relativismo y subjetivismo. ¿Cuándo se entenderá que lo único que hace la Iglesia es ser fiel a la doctrina de Cristo, de la que es depositaria? ¿Y cuándo se reconocerá su enorme labor en pro del hombre, defendiendo la dignidad de la persona y estando presente en todas las causas humanitarias?
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.