Los profundos cambios que está experimentando nuestra sociedad se extienden a todos los ámbitos, y uno de ellos es el de la infancia. Los niños de hoy son, por supuesto, muy distintos a los de antes porque el contexto social y cultural es también muy distinto; pero de lo que no nos damos cuenta es de algo mucho más grave: en nuestra sociedad, el concepto y realidad de la infancia está desapareciendo. Por más que su edad nos diga lo contrario, los niños de nuestra sociedad ya no son niños, porque su forma de comportarse no se corresponde al estereotipo de la infancia que siempre hemos conocido. Lo propio de la infancia, su principal signo de identidad, es la inocencia, y es esto precisamente lo que está desapareciendo del alma de nuestros niños. El sociólogo americano N. Postman fue el primero en dar la alarma de lo que estaba ocurriendo en la sociedad americana en las últimas décadas, y su análisis se consideró exagerado; hoy es una realidad evidente en casi todas las sociedades.
¿A qué llamamos infancia, y por qué esta edad tan hermosa de la vida la estamos aniquilando?. Un niño es una clase especial del ser humano que requiere unos cuidados especiales, que debe recibir una educación determinada y ser protegido del resto del mundo, no por prejuicio cultural alguno, sino porque así lo exige el ritmo natural de las cosas; durante esta etapa, el niño aprende lentamente los secretos de la vida del adulto, y esta orientación educativa resulta esencial para el normal desarrollo de la persona. Pero el especial cuidado que necesita el niño ya no es posible en una sociedad abierta por los cuatro costados, y los adultos no pueden protegerlo como antes ocurría, sino que está expuesto a toda clase de influencias externas. La vida moderna nos ha cambiado a todos, pero es en los niños donde este influjo es tan fuerte, que se puede hablar de un nuevo tipo de infancia, cuya personalidad tiene poco que ver con la idea tradicional que sobre ella se tiene. La niñez está desapareciendo justamente en una época en la que la preocupación por los niños ha aumentado considerablemente, tanto en las disposiciones legales de protección de la infancia, como en la actitud de los padres hacia los hijos; las leyes son cada vez más duras para evitar cualquier cosa que haga daño al menor, y contrariamente a lo que se suele decir, los padres de hoy se preocupan por sus hijos y los cuidan mucho más que los de antaño, siendo su defecto, más bien, caer en exageraciones y condescendencias que son negativas para su buena educación. Es muy cierto que los responsables directos tienen siempre alguna clase de culpabilidad, pero no se les puede imputar este gravísimo cambio; si la infancia está hoy en trance de desaparecer, no es por falta de una pedagogía adecuada, sino por causas sociológicas y culturales de las que resulta imposible sustraerse y que están transformando profundamente la vida de las personas, incluida la niñez.
Perder la inocencia por el conocimiento
En el aspecto generacional, la diferencia esencial entre el adulto y el niño está en el conocimiento. El adulto tiene unos conocimientos de la vida y sus tragedias, de la violencia y del mal, del sexo y sus problemas, que el niño no tiene. Se considera inadecuado y perverso que el niño conozca ciertas cosas que conoce el adulto, no porque así lo establezca la tradición cultural y moral de las sociedades, sino por la propia naturaleza del alma del niño, demasiado sensible e indefensa ante las realidades duras de la vida. Hasta hace poco, no se hablaba de ciertos temas si había niños delante, o se hablaba con circunloquios o mentiras piadosas, a sabiendas de que el alma del niño es algo sumamente delicado, y que hay que preservarla del conocimiento directo del mal hasta tanto no tenga la capacidad de asimilación del adulto. Como es bien sabido, algunos traumas graves de las personas se engendraron en su niñez, justamente por conocer cosas que no debían conocer en esa delicada edad.
Pero todo esto se ha venido abajo a través de los medios de comunicación modernos; por primera vez en la historia y rompiendo una tradición unánime, los niños participan al mismo nivel que los adultos de toda clase de información y de toda clase de conocimientos. Y la consecuencia es ésta: al tener libre acceso a la fruta prohibida de la información de los adultos, los niños han sido expulsados del jardín de la infancia, y es sumamente difícil que puedan retornar a él, porque la actitud de los adultos también ha cambiado. Ya no hay cuentos de hadas donde la realidad se transforma en bellos sueños, ni princesas dormidas y príncipes azules donde el amor era puro, ni historias en el país lejano de las maravillas donde el mal era oscuro como la noche y el bien luminoso como el día. Ahora los niños saben que la realidad es dura y cruel; que el amor se identifica con el sexo en su aspecto más frívolo y sucio; y que lo que interesa en la vida no es hacer el bien, sino triunfar y tener dinero.
La inocencia propia del niño se manifiesta en su candor e ingenuidad al desconocer cosas que conocen los adultos. Los secretos, esto es, las cosas que todavía no es tiempo de saber, han sido siempre lo propio de la infancia; sin secretos, la inocencia desaparece; y sin inocencia, desaparece la niñez. Pero esto, triste es decirlo, ya pertenece al pasado. Hoy apenas hay cosas que no conozcan los niños – ya no son tan “inocentes” como antes – y les quedan pocos secretos que descubrir; los tabús, cuya función es la de establecer diferencias entre grupos que componen una sociedad, han desaparecido, y todos tienen acceso al mismo tipo de conocimiento. Por otra parte, los adultos han perdido el sentimiento del pudor en sus actos y en sus palabras; si antes se temía hacer cierta clase de comentarios o utilizar ciertas expresiones cuando se estaba en presencia de un niño, hoy ya no existe tal reparo, y es bastante normal que los mismos niños hablen también groseramente, imitando a los adultos.
¿Quién ha matado a la infancia?
La respuesta a tan grave pregunta no se encuentra en instituciones o personas determinadas, sino en la misma estructura cultural que se ha instalado en la sociedad moderna, y que no es otra que los medios de comunicación audiovisuales. Por su trascendencia social y cultural es, sin duda, la mayor revolución para el bien y para el mal de la historia. El mundo se ha convertido en una aldea global, en la que todos se informan de todo, pueden ver todo, y participar de todo, sin límite ni control alguno, y ya no existe ni puede existir un mundo propio de adultos y un mundo distinto de niños, como ocurría antaño. Y ello ha traído como consecuencia inevitable un cambio profundísimo en las ideas y costumbres morales de todos, incluidos los niños. Hace unas décadas, resultaba imposible imaginarnos una infancia prendida en el vicio de la violencia y del sexo, simplemente porque no era su mundo; hoy viven ese mundo virtual en sus propios hogares a través de la televisión.
A la infancia la han matado los propios medios que el hombre ha inventado para su propio progreso. Antes, los padres podían preservar a sus hijos de ciertos ambientes insanos haciéndolos estar en casa, lugar que los protegía de los malos ejemplos; hoy, con la televisión, el enemigo está en la propia casa haciendo su maligna labor cada día y en vía libre. La televisión hace público lo que antes era privado sin restricciones de ningún tipo: no hay restricciones físicas, porque la televisión está en el salón de cada casa y, por tanto, el niño no se encuentra con grandes dificultades para acceder a ella; no hay restricciones económicas, porque apretar el botón del aparato no cuesta dinero y todo el mundo puede ver y oír lo que le plazca sin gasto alguno; y no hay restricciones en el conocimiento, porque las imágenes lo dejan todo muy claro, tan claro que no queda nada, incluso lo más escabroso e íntimo, que no salga a la luz pública, tanto para los adultos como para los niños.
Los niños despiertan siempre en los adultos una ternura especial por la hermosura y candor de su alma, pero esa hermosura dura hoy poco tiempo, porque a partir de los seis años, la televisión introduce en ellos conocimientos que van matando poco a poco su inocencia. Nos imaginamos al niño inocente en cuestiones de sexo, ¿pero cómo puede subsistir esa inocencia si está viendo continuamente en la pantalla imágines de erotismo pornográfico, actitudes y palabras soeces, y hasta escenas de violación que perturban a los mismos adultos?. Queremos preservar al niño de la crueldad que existe en el mundo de los adultos, ¿pero cómo esperar que su alma se vea libre de este mal, si la mayor parte de sus distracciones en la televisión, comenzando por los juegos, tienen un contenido de violencia?. Intentamos que el niño esté al margen de los duros problemas de los adultos, ¿pero cómo conseguirlo si la pantalla pone siempre en primer plano el aspecto más negro de la vida?.
Adultos en miniatura
La destrucción de las pautas y ritmos naturales en el desarrollo y crecimiento de la persona, nos ha llevado al resultado de que los niños de hoy ya no son niños, sino adultos en miniatura. Su desarrollo biológico es el propio de su edad, pero su psicología es muy parecida a la del adulto, con el agravante de que imitan lo más negativo y superficial de los mayores. Adulto en miniatura es la niña vestida con ropas sugerentes y maquillaje anunciando una marca de gel en televisión; es el deportista, niño o niña, que se pasa las horas practicando gimnasia o nadando para ganar todas las competiciones; es el niño o niña con pretensiones de artista que interpreta en el cine con tanta o mayor sabiduría que la del adulto. Han desaparecido los juegos y los vestidos diseñados especialmente para los niños; hoy sus juegos son los mismos que los de los adultos con competiciones duras en la pantalla electrónica, y se visten con tejanos y zapatos deportivos, igual que un adulto de veinte años.
No hay que extrañarse de que los niños se introduzcan cada vez en mayor número en el mundo del vicio y del crimen, la más grave consecuencia de la desaparición de la infancia, Hace cuarenta años era inconcebible que un niño cometiera asesinatos y violaciones, o consumiera alcohol y droga; hoy es relativamente frecuente en ciertos ambientes urbanos. Y la causa está, una vez más, en los medios audiovisuales. El niño necesita descubrir los misterios y dramas de la vida adulta muy lentamente y de un modo psicológicamente aceptable; si este ritmo natural se destruye, se convierte en un adulto inmaduro y débil, apto para cualquier desastre moral. Es peligroso que un niño esté acostumbrado a ver en la televisión cómo los hombres se matan con suma facilidad; es peligroso que intuya que lo que ve en la pantalla también ocurre en el mundo real; y es peligroso que descubra que sus padres y profesores no son perfectos, y que no los sienta como referencia y ejemplo para su comportamiento. Cuando vemos que la infancia está desapareciendo, nos viene la gran tristeza y preocupación de las tragedias colectivas para las que no existe remedio. La desaparición de la infancia en nuestra sociedad significará que ésta será mucho menos humana. Los años de la infancia, con su mundo de candor e inocencia, es el tiempo más hermoso de la biografía humana, y todos necesitamos ver el mundo de los niños como la pureza de un cielo azul en medio de la oscuridad de la vida. Pero ya no hay paraísos donde podamos ver y gozar de la inocencia, porque hemos derribado todas las barreras, incluida la de la niñez, para inundar el mundo de fealdad y de malicia. El hermoso mundo de la infancia sólo puede ser protegido a través de la familia y de la escuela; estas dos instituciones, sin embargo, poco pueden hacer ante el poder de los medios audiovisuales, una red de la que nadie puede liberarse: la infancia está desapareciendo, y con ella, los más hermosos valores de la vida.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.