El espionaje no solo se da entre adversarios; también es habitual entre teóricos amigos y socios, pues ser un aliado, por ejemplo, en el ámbito militar no significa que no se sea un acusado rival económico. A diario se constata que, aunque pueda haber naciones amigas —al menos temporalmente—, no hay servicios de inteligencia amigos, a lo que habría que añadir los agentes dobles y triples —durante la Segunda Guerra Mundial, algunos franceses ilustres, miembros ejemplares de la resistencia, eran en realidad agentes de la Gestapo o de los servicios de inteligencia italianos—.
Esta situación se ha magnificado hoy en día con la generalización del uso del ciberespacio, que ofrece la posibilidad de una mayor cobertura y camuflaje a la hora de realizar acciones de espionaje u operaciones de información y psicológicas, entre las que se encuentran las campañas de influencia política y de desinformación. En esta segunda parte del artículo se abordarán casos de espionaje de varios países, apenas la punta del iceberg, lo que debe llevar a la constatación de que estas acciones son una práctica habitual por parte de los servicios secretos de buena parte de las naciones, especialmente las más poderosas y avanzadas tecnológicamente.
Los casos de espionaje protagonizados por Francia
A través de Wikileaks, se ha podido saber que la embajada de EE. UU. en Berlín consideraba en 2009 a Francia como el país que más espiaba la tecnología de sus aliados, en especial la de Alemania. Pero las principales revelaciones sobre la actuación de los servicios de inteligencia galos se producen el 2 de junio de 2016. Ese día, durante una conferencia informal ante estudiantes de la escuela superior de ingeniería CentraleSupélec, en la que él mismo se había graduado 40 años antes, Bernard Barbier, quien entre 2006 y 2013 había sido jefe del departamento de inteligencia de señales de la Dirección General de Seguridad Exterior (DGSE), el servicio de inteligencia exterior galo, hizo una serie de declaraciones que dejaron asombrado a su auditorio.
Lo que Barbier no sabía era que sus palabras estaban siendo grabadas y que pocos días después estarían accesibles en YouTube. Si bien al principio pasaron desapercibidas, un periodista de Le Monde dio con la grabación por casualidad y comenzó a difundir su trascripción. Entre sus muchas indiscreciones, algunas de las más relevantes fueron realmente llamativas, mientras que otras venían a confirmar rumores anteriores o revelaciones de WikiLeaks y Snowden. Según Barbier, la DGSE había espiado a numerosos países, incluidos algunos de sus aliados teóricamente más sólidos.
Así, los actos de espionaje o los ciberataques no habían ido dirigidos solo contra China e Irán en 2013 con la finalidad de afectar a sus instalaciones nucleares, sino también en 2009 contra Argelia, Canadá, Costa de Marfil, España, Grecia y Noruega, entre otros países. Nadie mejor que Barbier para conocer estos datos. Durante sus años al frente del departamento técnico había transformado completamente la DGSE en un aparato con capacidades masivas de vigilancia electrónica —contaba con un tercio de integrantes del servicio de inteligencia exterior francés—.
En la misma conferencia, también comentó que EE. UU. había intervenido los teléfonos del personal del palacio del Elíseo desde su embajada, situada a pocos cientos de metros de la sede presidencial francesa. Asimismo, confirmó que en 2012 la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (conocida como NSA) había infectado los ordenadores del palacio presidencial del Elíseo a través de las cuentas de Facebook de los empleados.
El programa malicioso había sido el mismo utilizado para atacar a la Comisión Europea en 2010, según desvelaría Edward Snowden. En realidad, esto no hacía más que respaldar las filtraciones realizadas de WikiLeaks en el verano de 2015 relativas a la interceptación masiva por parte de la NSA durante seis años de los teléfonos móviles de tres presidentes franceses —Chirac, Sarkozy y Hollande—, entre otros jefes de Estado y de Gobierno europeos, además de numerosos ministros y altos cargos.
Alemania también se sumerge en el espionaje
A principios de 2015, saltaba la noticia de que el Servicio Federal de Inteligencia alemán o BND había ayudado a la NSA a espiar a las instituciones y empresas europeas, incluso algunas alemanas. Unos meses más tarde, el semanario Der Spiegel publicó que el BND había espiado a países aliados y amigos, no solo de otros países europeos, sino también de EE. UU. y hasta el Vaticano. Tampoco había dejado pasar la oportunidad de hacerlo con ONG como el Comité Internacional de la Cruz Roja en Ginebra, Care y Oxfam.
Queda perfectamente reflejado el permanente doble juego —cuando no triple— de los servicios de inteligencia en el hecho de que uno de los países espiados era EE. UU. —concretamente, sus Departamentos de Interior y de Estado, al igual que las sedes diplomáticas estadounidenses de Bruselas y de Naciones Unidas en Nueva York—, a cuyos servicios secretos precisamente habían estado ayudando para espiar Europa.
En Europa, el BND supuestamente espió a los ministros de Interior de varios países de la Unión Europea, como Austria, Croacia, Dinamarca y Polonia. También fueron intervenidos los correos electrónicos, faxes y teléfonos de numerosas embajadas y consulados: Austria, España, Francia, Grecia, Italia, Portugal, Reino Unido, Suecia, Suiza, Vaticano y, fuera de Europa, EE. UU. Por último, también sufrieron este espionaje masivo las comunicaciones de periodistas extranjeros al menos desde 1999, incluidas la agencia de noticias Reuters, el periódico New York Times o la cadena de televisión BBC.
Reino Unido sienta cátedra
Según una ley aprobada en 1994 por los conservadores británicos, el interés del Estado se encuentra en un nivel superior al de la cortesía diplomática, por lo que en Reino Unido es legal espiar a los diplomáticos extranjeros. A finales de 2016 sus principales periódicos publicaron numerosos casos de espionaje llevados a cabo por el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico (GCHQ por sus siglas en inglés) entre 2008 y 2011. Además del GCHQ, integrado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, Reino Unido cuenta con el Servicio Secreto de Inteligencia, más conocido como MI6, responsable de la inteligencia exterior, y el Servicio de Seguridad o MI5, responsable de la inteligencia interior.
Durante la cumbre del G20 celebrada en 2009 en Londres, el GCHQ espió al francés Pascal Lamy, presidente de la Organización Mundial del Comercio desde 2004 y miembro del Partido Socialista francés. En ese momento Lamy estaba llevando a cabo una campaña para convencer a los demás países del grupo de no implementar medidas proteccionistas. También espió a organismos gubernamentales franceses, como los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Interior, al igual que la Dirección de Desarrollo —incluid la secretaría de Estado de Comercio Exterior— y el personal de muchas embajadas de otros países ubicadas en París.
El GCHQ también mantuvo en su radar al español Joaquín Almunia, comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios de 2004 a 2010 y posteriormente vicepresidente de la Comisión Europea y comisario europeo de Competencia entre 2010 y 2014. La lista se amplía, entre otras muchas organizaciones internacionales espiadas en los últimos diez años, al Programa para el Desarrollo de Naciones Unidas y a la Unión Africana.
Tampoco escaparon a la estrecha vigilancia electrónica los diplomáticos israelíes, tanto los destinados en Jerusalén como los destacados en el extranjero, especialmente en África. Los intereses de Israel se convirtieron en un importante objetivo, desde sus pujantes industrias en los sectores de la defensa y la alta tecnología hasta los centros de formación científica y la Agencia de Cooperación Internacional y Desarrollo. Der Spiegel también denunciaría en 2013 que el GCHQ había estado espiando en 2009 los correos electrónicos de los entonces primera ministra y ministro de Defensa alemanes. Los intereses del Reino Unido se centraban en las cuestiones económicas y los negocios: intentaban conocer de antemano los intereses, planes e inversiones de otros países.
Para poner en marcha estas operaciones masivas de vigilancia, el GCHQ cuenta con programas de vigilancia electrónica como Tempora, que permite almacenar enormes cantidades de información. Solo en 2012 vigiló diariamente unos 600 millones de contactos telefónicos mediante el empleo de superordenadores con capacidad para procesar 192 veces al día el equivalente a los 40 millones de palabras que forman la Enciclopedia Británica.
Para ampliar: El imperio de la vigilancia, Ignacio Ramonet, 2016
El espionaje británico en África
Entre 2009 y 2010, el GCHQ interceptó las comunicaciones de los principales líderes políticos y económicos de una veintena de países africanos —algunos de ellos excolonias y considerados aliados tradicionales—, a veces en beneficio de EE. UU., el país con el que Reino Unido está hermanado. El listado de comunicaciones intervenidas vía satélite incluía jefes de Estado, primeros ministros, militares, directivos de servicios de inteligencia, diplomáticos —tanto de otros países destacados en países africanos como de estos países destinados en el extranjero—, prominentes empresarios y destacados hombres de negocios y banqueros, además de sus principales asesores y personal de confianza. En ciertos casos, se llegó poner bajo vigilancia a toda la sede presidencial o gubernamental.
Francia sufrió especialmente este espionaje; los diplomáticos franceses se convirtieron en objetivos prioritarios. Uno de los aspectos en los que se centró el espionaje fue la energía nuclear, campo en el que París es líder mundial a través de su empresa Areva. Los británicos estaban interesados en los acuerdos de explotación de minas de uranio en Níger y República Democrática del Congo. Tampoco escaparon del escrutinio de los espías otras empresas estratégicas francesas, como el consorcio de defensa Thales y la petrolera Total, e incluso ONG como Médicos del Mundo, cuyos correos electrónicos fueron interceptados.
Israel se sube al carro del espionaje
El Mosad, el servicio de inteligencia exterior israelí, también intentó espiar a la inteligencia interior y la policía francesas. Hasta dónde pueden llegar los límites de la diplomacia y cómo se confunde con el espionaje y la pura manipulación política queda evidenciado en el caso Shai Masot. A mediados de enero de 2017 apareció en los medios británicos la noticia de que este empleado de la embajada israelí en Londres —y también del Ministerio de Asuntos Estratégicos de Israel— había sido descubierto por un periodista de Al Jazeera de incógnito, que le grabó cuando aparentemente intentaba acabar con la carrera de un alto cargo del Gobierno británico destacado por su postura propalestina y crítica con los asentamientos israelíes. Además, el israelí también parecía estar implicado en una trama más amplia para influir en la escena política británica a favor de Israel.
En principio, la acción diplomática no debería entrometerse en los asuntos internos de otros Estados, pero la realidad se ha empeñado en llevar la contraria en abundantes casos. Lo habitual es que en las embajadas exista personal bajo cobertura diplomática que en realidad pertenece a los servicios de inteligencia del país, los cuales no siempre se limitan a recopilar información, pues a veces también llevan a cabo otro tipo de acciones —desde las de contenido económico hasta las de contenido político— más perjudiciales para los intereses del país en el que actúan. En este sentido, no ha sido infrecuente financiar a organizaciones o personas de la oposición en la confianza de que, llegados al poder, serían más favorables para los fines del país. De hecho, ha sido relativamente común que los servicios de inteligencia de un país, bajo cobertura diplomática, intentaran interferir en los procesos electorales de otros Estados con los medios a su alcance en cada momento, desde los tradicionales a los cibernéticos. Esas personas manipuladas pueden ser también del mundo de la comunicación, por su capacidad para influir en la opinión pública.
Antes de la Primera Guerra Mundial, los embajadores franceses en Moscú y Londres fueron actores principales en la conformación de la política exterior rusa y británica. Otro ejemplo que viene al caso es del embajador soviético Ivan Maisky, de gran influencia durante los años 30 y 40 en la vida política y social británica, quien nunca cejó en su empeño por influir en políticos, periodistas y, muy particularmente, en fomentar la oposición a las políticas apaciguadoras del primer ministro Neville Chamberlain. Por ello, la novedad del caso Masot quizá no sea la intención, sino el hecho de que haya sido descubierto, bien por su torpeza, por la habilidad del periodista o por la conjunción de ambas cosas.
Para ampliar: “Shai Masot Has Serious Implications for Diplomacy”, Shaun Riordan, 2017
El espionaje en el siglo XXI
Hoy en día, adjudicar una acción de ciberespionaje, influencia política o desinformación es una labor extremadamente compleja que trae de cabeza a los mayores expertos. Para empezar, son tareas que son llevadas a cabo, con mayor o menor intensidad y acierto, por la práctica totalidad de los servicios de inteligencia, lo que ya de por sí dificulta la identificación de la autoría. Si a ello se une una tecnología que avanza de modo exponencial y que permite camuflar sus acciones a quien dispone de ella en abundancia, resolver el rompecabezas se convierte en una verdadera gesta.
Por eso, se aconseja desconfiar de aquellos que, tan pronto como surge —de forma totalmente intencionada, en la mayoría de los casos— la sospecha de que algún país u organización puede estar detrás de ciertas acciones, no dudan en afirmar con determinación que conocen todas las repuestas. Si el mundo del espionaje siempre ha sido el territorio por excelencia de la mentira, el engaño, la artimaña, la astucia y la traición, hoy lo es más que nunca gracias a la suma facilidad que ofrece la tecnología.
Pedro Baños Bajo es analista, conferenciante y escritor.
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