El movimiento cristero
El avance del liberalismo, arrollador y depredador, tuvo en México una de sus máximas expresiones en el primer cuarto del siglo XX.
Durante la Revolución Mexicana fue creciente el discurso antirreligioso de los liberales. En ese sentido, entre 1914 y 1917 protagonizaron purgas sangrientas y políticas intolerantes expresadas en el cierre forzoso de colegios católicos, el asalto a templos y la quema de santos en plazas públicas, prohibiéndose las órdenes monásticas e implantando un laicismo radical.
Además, la política del gobierno perseguía la proletarización del pueblo, a cuya labor se dedicó de forma particular la Constitución de 1917.
Ante esa situación, el pueblo mexicano dio a luz un movimiento cívico en defensa de los principios católicos… y de su misma libertad, nacido de abajo arriba, en el que existían varias tendencias: la Unión de Católicos, la Asociación Católica de Juventud Mexicana (A.C.J.M.), o la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, se desarrollaron en la capital, y otra de grupos reducidos y militarmente activos, que se desarrolló en lugares como Colima, Guanajuato, Puebla, Querétaro, Jalisco o Michoacán, y cuyos miembros dejaron su casa y familia para defender su fe al grito de ¡Viva Cristo Rey!
Los liberales, como contrapartida, tenían otro grito que les señalaba: "¡Viva Satán!", algo que escupía en sus arengas el coronel "Mano Negra", verdugo de Colula, que cuando finalmente fue fusilado murió gritando: ¡Viva el Diablo!
El conflicto fue tomando fuerza hasta que con el presidente Elías Calles (1924-1928), el acoso a que fue conducida tanto la Iglesia como los pequeños propietarios, condenados a la proletarización, condujo a un levantamiento popular que se plasmó en una abierta guerra civil que enfrentó al gobierno con el movimiento campesino, que se componía de indios, peones y trabajadores de todo tipo, y que se vio apoyado por algunos miembros del clero, todos contrarios a la reforma agraria de Calles.
Pero no fue todo el clero, siendo que de los 3500 sacerdotes existentes en ese momento, sólo cuarenta respaldaron abiertamente el alzamiento, cinco de los cuales llegaron a tomar las armas; y sesenta y cinco más desobedecieron la orden gubernamental de enclaustrarse en la capital, pero no mostraron decidido apoyo al movimiento. Por contra, un centenar de sacerdotes ejercieron actividades manifiestamente anticristeras.
Los grandes propietarios y el alto clero siguieron la misma línea: La indefinición, siendo que la tercera parte de los 38 obispos con jurisdicción, llegaron a negar a los católicos el derecho a la sublevación, y hubo obispos que amenazaron a los cristeros con la excomunión. Sólo seis respaldaron a los sublevados: tres de forma discreta y tres alentando a los combatientes: José Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla; José María González y Valencia, obispo de Durango; y Leopoldo Lara y Torres, obispo de Tacámbaro; a los que algunos añaden también el nombre de Miguel de la Mora, obispo de San Luis.
Y con esa composición social, los militares representaban una minoría que se circunscribía al aporte de no más de cuarenta oficiales, la quinta parte de toda la oficialidad del ejército cristero. Algunos generales, purgados por los tratados de Teoloyucan, también ofrecieron sus servicios al movimiento cristero, cuyo nombre no está claro si fue elegido por ellos mismos o impuesto por el enemigo. En cualquiera de los casos fue un acierto.
El general Enrique Gorosieta Velarde tomó el mando militar de los sublevados.
Así, la fuerza militar que se enfrentó a la tiranía era manifiestamente popular, y la retaguardia no era otra que, en gran parte del territorio, la totalidad de la población, lo que ocasionaría que el gobierno no distinguiese entre civiles y cristeros, dando lugar a una represión que no conoció límites.
Tan es así, que, aún faltos de estructura militar capaz de asegurar el territorio (algo que finalmente conduciría a la derrota), los cristeros entraban y salían sin dificultad, y hasta se refugiaban cuando la presión era demasiado fuerte en el campo, en ciudades como Guadalajara, Durango, León, Querétaro, Oaxaca, Saltillo, Guanajuato... y hasta en ciudad de México.
La conflictividad, que era creciente antes de 1924, desembocó en guerra abierta el año 1926 cuando el 14 de junio fue proclamada la Ley Calles, que amordazaba a los católicos, no reconocía personalidad jurídica a la Iglesia, a la que se le negaba la posibilidad de poseer bienes… y que acabó con el cierre de los templos, la prohibición del culto privado y la detención de sacerdotes.
Esta situación provocó alzamientos espontáneos inconexos que se multiplicaron por todo el territorio, siendo que a principio de 1927, la insurrección estaba consolidada, momento en el que el gobierno dio muestras de severa inestabilidad como consecuencia de las acciones que se habían extendido por Jalisco, Michoacán, Colima, Zacatecas, Aguascalientes, Nayarit y Guanajuato.
Y esos éxitos resultaban posibles, a pesar de la falta de organización, gracias al apoyo de funcionarios, autoridades municipales y militares en activo que protegían y aprovisionaban la insurgencia, cada uno desde su puesto oficial. Los militares llegaron a establecer puntos de abastecimiento de armamento y munición sustraídos al propio gobierno.
La persecución religiosa llevada a cabo por el gobierno contrastaba con la actividad cristera, que tenía como centro la religiosidad y la celebración de los sacramentos. Todos los días escuchaban la Santa Misa y rezaban el rosario.
Si los libertadores recibían los sacramentos y la absolución antes de iniciar un combate, el gobierno seguía una política trazada en las logias masónicas. Tan es así que el presidente Emilio Portes Gil, expresaba:
La lucha es eterna: la lucha se inició hace veinte siglos... En México, el Estado y la masonería en los últimos años han sido una misma cosa: dos entidades que marchan aparejadas, porque los hombres que en los últimos años han estado en el poder han sabido siempre solidarizarse con los principios revolucionarios de la masonería.
Algo que posteriormente quedaría constatado por el periodista italiano Marco Appelius, que había sido invitado por el presidente Plutarco Elías Calles, y que no dudó en calificar el país como "un feudo de la Segunda Internacional social masónica".
No podía ser de otra manera siendo que el presidente Calles estaba respaldado por los Estados Unidos, que a su vez vetaba el aporte de armas al ejército cristero al tiempo que potenciaba la expansión del protestantismo en México. La Casa Morgan tampoco andaba lejos en la componenda.
En el terreno militar, el gobierno se conformaba con mantener bajo su control las grandes ciudades y el ferrocarril… y con quemar los campos y matar el ganado que pudiese servir de suministro a los sublevados, así como fusilar a todo el que no se manifestase adepto al gobierno.
Militarmente, mediado el año 1928, el triunfo era cristero, pero su incapacidad organizativa para controlar las ciudades sería el estigma que comportaría el triunfo del enemigo, convenientemente asesorado por aquellos de quienes eran marionetas: los Estados Unidos, que supieron manejar el asunto a su conveniencia tratando con la jerarquía eclesiástica que, más fiel a la servidumbre que a la fe supuestamente compartida con los cristeros, facilitó lo que a todas luces parecía imposible: la derrota del movimiento cristero, vejado, para mayor escarnio, con el exilio de los únicos prelados fieles al evangelio: José María González y Valencia, arzobispo de Durango, José de Jesús Manríquez y Zárate, obispo de Huejutla, Hidalgo y Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara.
La vergüenza del trapicheo, del que fue principal responsable el arzobispo de Morelia, Leopoldo Ruiz y Flores, concedía amnistía a quienes rindieran las armas y anulaba la prohibición del culto.
La tramitación del engaño duró todo un año, siendo que el 21 de junio de 1929 se dio por finalizada la Guerra Cristera, no sin antes haber asesinado al general Gorostieta, principal obstáculo para llevar a efecto la componenda. Tres años en los que el gobierno asesinó a noventa sacerdotes; tres años en los que sucumbieron en torno al cuarto de millón de personas, entre las que cabe destacar a José Sánchez del Río, niño de 14 años asesinado por el gobierno liberal como castigo por el delito de declararse cristero.
Un triunfo manifiesto de la masonería que, con Leopoldo Ruiz Flores celebraron los otros artífices principales del contubernio: El embajador estadounidense en México, Dwight W. Morrow, el presidente Portes Gil y el obispo de Tabasco Pascual Díaz.
Y como es de suponer, entregadas las armas, los pocos “beneficios” concedidos a quienes en el campo de batalla habían sido los vencedores, se vieron anulados posteriormente, siendo que los dirigentes cristeros, a quienes se había prometido amnistía, fueron paulatinamente asesinados por agentes gubernamentales, llevando la situación a un punto que en nada difería a la sufrida tres años antes.
Como es de suponer, las tumbas de los asesinados se cerraron, pero el conflicto continuó vigente, llegando a producirse una segunda Cristiada durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, en la segunda mitad de la década de los treinta.
Pero el conflicto siguió hasta que en 1992 fue modificada la constitución… liberal, recordemos.
BIBLIOGRAFÍA:
López, Damián. La guerra cristera (México, 1926-1929) Una aproximación historiográfica http://www.unizar.es/historiografias/numeros/1/lop.pdf
Agustín Vaca. Los cristeros y la jerarquía: variaciones sobre un mismo tema. https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1665-05652016000200121
Cristeros: las claves que les impidieron ganar una guerra que, a pesar de todo, les valió la pena. https://www.religionenlibertad.com/cultura/850057479/cristeros-clavez-ganar-guerra-valio-pena.html
Fin de la Guerra Cristera (1926-1929)
Imagen 1: www.gob.mx
Cesáreo Jarabo Jordán es Hispanista, Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación.
Publica en www.cesareojarabo.es y en YouTube como pensamiento hispánico.