El ideólogo del globalismo, un tal David Ricardo, británico de origen sefardí portugués, para más señas, insistía en la necesidad de ubicar las actividades productivas en los lugares del mundo donde éstas pudieran ser más efectivas, debido a la disponibilidad de mano de obra a precios irrisorios o bien a la existencia de materias primas al mismo bajo precio (fenómeno que ha dado lugar a la actual deslocalización empresarial). Básicamente, esta idea era la que se explicaba en todas las universidades anglosajonas hasta hace bien poco. El que no estuviere de acuerdo rápidamente era condenado al ostracismo social, ninguneado. Cronológicamente, la caída del muro, en 9 de noviembre de 1.989 fue el pistoletazo de salida para la aplicación inmediata de este principio que en realidad es el de la eficiencia económica, de forma que todas las multinacionales de este mundo se pusieron a rastrear las ubicaciones más adecuadas para sus empresas, deslocalizando y dejando sin trabajo a millones de personas.
Consecuentemente, definiremos sintéticamente el globalismo como el proceso de supresión de fronteras en orden a conseguir la imposición de los grandes mercados abiertos, o un comercio abierto, lo que ellos se empeñan en llamar eufemísticamente “libre comercio” que no es otra cosa sino el marco de funcionamiento que necesitan las grandes corporaciones de este mundo, los fondos de inversión y las multinacionales para poder actuar en el tráfico económico sin cortapisa alguna. Básicamente se trata de que estas grandes empresas producen en países terceros, de muy bajo nivel de vida, a costes irrisorios, para posteriormente poder vender sus mercancías en Europa, el mercado más jugoso del planeta.
Este proceso de desaparición de las fronteras nacionales a fin de que este tráfico funcione conlleva, de forma automática, la destrucción y la ruina de las pequeñas empresas autóctonas europeas, del empresariado individual, y en general, la desaparición del ciudadano de a pie como sujeto activo en la vida económica, incapaz de competir con estas grandes corporaciones y fondos de inversión. Como consecuencia social, la clase media deja de existir y es sustituida por un funcionariado en un número cada vez mayor a fin de dotar de estabilidad a una nación a la que se le ha privado de su riqueza.
Esta atomización de la actividad económica en unos pocos actores, capaces de aprovechar las oportunidades de los mercados abiertos, este falso “libre comercio” que publicita el globalismo, es decir, empresas transnacionales, multinacionales y fondos de comercio, lleva a una concentración de la riqueza nunca vista, que nos retrotrae a un nuevo medievo en el que los reinos de aquella época son ahora sustituidos por grandes corporaciones, que a su vez se encuentran controladas por fondos de inversión, una especie de nuevos imperios; y, en consecuencia, las personas dejan, en la práctica, de tener derechos, se les despoja de su categoría de ciudadanos y se transforman en los nuevos siervos de estos nuevos señores feudales del siglo XXI.
El poder financiero de estos monstruos es tal que sobrepasa el de los estados, sometiendo y haciendo trabajar a su conveniencia y antojo a las respectivas clases políticas de dichos estados, que fieles a sus instrucciones, destrozan sin conmiseración alguna, merced a sus desregulaciones cada vez más kafkianas, sus respectivas economías, dejando el mercado libre y expedito a los nuevos señores. El poder financiero se impone al de la economía real y destruye ésta, a fin de que el primero pueda conseguir sus ganancias.
Este sometimiento del poder político al financiero no pasa desapercibido por la ciudadanía, que, atenta a que los políticos no trabajan ya para ellos, desconfían y rechazan el sistema del que forman parte, que, si bien aparentemente democrático, no puede ocultar su impostura.
Por otra parte, esta situación, en la que la antigua derecha ya no posee los medios de producción, y en la que los votantes de la antigua izquierda han dejado de tener trabajo, para o bien cobrar paguitas miserables de subsistencia, o bien convertirse en falsos autónomos, genera una nueva situación en la que el antiguo enfrentamiento derecha izquierda vive simplemente de su antigua inercia, estimulada desde el poder, como maniobra de distracción, pero no representa ya la realidad, que se ha visto ampliamente superada por las circunstancias.
En este contexto, no faltan “gurús”, con sólidas formaciones universitarias en centros de relumbre, que anticipan sin sonrojo alguno las próximas jugadas del sistema; en primer lugar, pretenden nos sometamos al mismo, dándolo por invencible, ineludible, inatacable; hablando (oh sorpresa!) de la necesidad perentoria de que, para que la sociedad pueda soportar las duras condiciones que se le vienen encima, consuma drogas. Dando por hecho, igualmente, que no va a haber trabajo para casi nadie y que es necesaria una supuesta “renta básica” universal a fin de que nadie de problemas, a más de ocio gratuito a granel. En estas condiciones, incluso se habla de que sobra incluso la teatralizada democracia que ahora tenemos, de que será innecesario votar ya en un futuro, dado que las personas no tendrán nada que decidir. Tampoco será necesario tener hijos pues para eso ya está África, que, con una natalidad desbocada, nos suministrará las invasiones de emigrantes que se consideren oportunas, con individuos, indudablemente, más dóciles con el sistema. Y que, por supuesto se nos eliminará desde arriba en la proporción que se considere adecuada, a través de una nueva pandemia a de cualquier otro método, a fin de que el número de personas no resulte molesto para el sistema ni perjudique el medio ambiente del planeta.