Hace unos días pude ver, en uno de los múltiples informativos de la televisión, una escena que me revolvió las entrañas. Ciertamente cosas parecidas, incluso idénticas, se vienen repitiendo de manera harto frecuente en los medios de comunicación. Digo todo esto con la sola intención de anticipar que la escena que pretendo describir no es un caso excepcional, desgraciadamente.
En un corto espacio de tiempo, pues ya sabemos que el tiempo es primordial en la televisiones, pudo verse, en una zona prácticamente destruida en su totalidad, una aglomeración de hombres con una edad entre treinta y cincuenta años, para mi jóvenes, luchando para conseguir una posición adecuada que les permitiera acceder a una de las escasas bolsas de pan que, de manera aleatoria, repartía uno de los responsables de aquel precario horno.
Los hechos suceden en un lugar indeterminado de Gaza. El lugar podía ser cualquier otro. Hasta aquí nada hay de novedoso, por reiterativo, en una situación que, en cualquier caso, no debería darse. Lo que me apenó, me indignó, me conmovió hasta el extremo de hacerme saltar las lágrimas es que, entre todos aquellos hombres que peleaban por un mendrugo de pan, había una niña, de no más de trece años, de grandes ojos negros, pelo ligeramente ondulado y color de azabache que alzando sus frágiles brazos veía, con absoluta impotencia, como las preciadas bolsas desaparecían en unas manos más fuertes que la suyas.
Seguramente es una apreciación puramente subjetiva pero, en un instante, vi condensada en aquellos ojos la desesperación, la pena, el dolor, la angustia y la falta de esperanza. Sentimientos todos ellos que deberían estar proscritos, a los que no se debería tener acceso nunca y menos a edad tan temprana.
Como pueden imaginarse no llegué a saber si aquella niña consiguió el ansiado mendrugo. Tengo para mí que, dada la situación, se fue con las manos vacías. No dejé de pensar que aquella infeliz, como tantas otras niñas y niños, pasarían la noche pobremente cobijados, y con los estómagos vacíos, ansiando un triste mendrugo como los que nosotros nos desprendemos alegremente alegando que está duro.
No soy ni de un bando ni de otro. Cada cual tiene sus preferencias y sus motivos para defender su postura al respecto. Es sabido que las personas, en la mayoría de los casos, siempre encontramos alguna razón para justificar, para legitimar nuestras acciones. Los más perversos, que afortunadamente son una minoría, lo hacen por más aviesas que estas sean.
Simplemente soy un ser humano que lleva muy mal el sufrimiento ajeno, también el propio por supuesto, y sobre todo el dolor de los niños, más aún, si cabe, cuando es provocado por sus semejantes. No estamos hablando de justicia, ni de equidad, ni de probidad ni siquiera de razón. Estamos hablando de HUMANIDAD en el sentido que el DRAE ofrece en una de sus acepciones “Sensibilidad, compasión de las desgracias de otras personas”
Por más que nos sintamos libres lo cierto es que somos cautivos del mundo, del planeta, en el que vivimos. No tenemos otro sitio a donde ir. Aun así somos tan necios, tan egoístas, tan soberbios que nos dedicamos, con singular empeño, en hacer infeliz la vida a nuestros congéneres en aras de no se sabe que ideología o, en la mayoría de los casos, de un deseo personal, seguramente el poder, difícilmente justificable si lo sometemos a criterios, tan elementales e imbatibles, como el interés general, el bien común, la bondad, la honestidad.
Dejamos en manos de grandes organizaciones internacionales, de gobiernos la tarea de minimizar estas lacras sociales. No digo que no hagan nada al respecto. Lo que es evidente es que, hasta ahora, ha sido claramente insuficiente. Los cuantiosos recursos quedan atrapados en una maraña administrativa que encarece el producto y, en último extremo, los dejan al arbitrio de mandatarios, auténticos sátrapas, que utilizan las ayudas para sojuzgar por hambre a sus semejantes.
Nada he hecho para nacer donde he nacido. Nada he hecho para merecer ese don, como tampoco otras personas han hecho nada para ser condenadas, por ese mismo acto, al sufrimiento desde el mismo instante de su nacimiento con el agravante, en la mayoría de los casos, de ver cercenada cualquier posibilidad de mejora. No puedo hacerme responsable de ello. De lo que si soy responsable, y culpable, es de alimentar, de ignorar ese abismo de desigualdad que consiente que una niña, sea de donde sea, no tenga un mendrugo, un triste mendrugo, que llevarse a la boca.
El canta-autor Joan Manuel Serrat, en su discurso de aceptación de los premios Princesa de Asturias, entre otras cosas dijo: “No me gusta el mundo en que vivimos, hostil, contaminado e insolidario “
A mí tampoco.
Imagen: El Mundo