Pocos son los que pueden apreciar la belleza insultante del poderío salvaje de un toro bravo y el aplomo sereno del atrevido torero.
Muchos focalizan su atención en la sangre derramada en una corrida de toros y eso les ciega la posibilidad de entender.
La plaza es el escenario donde el apasionado toro va a manifestar su fuerza innata, desenfreno y furia genéticamente atesorada y el torero con la continencia de su miedo, coraje y movimiento pausado y elegante, conseguirá hechizar a su pareja de baile.
Pero antes se hacen las presentaciones de todos los participantes con gran solemnidad y galantes vestimentas ante los espectadores.
Pronto el noble ejemplar entra radiante y como un vendaval veloz, así empieza a deslumbrarse su propia identidad. Es cuando el espectador entra en catarsis y contempla al bravo, calibrando si va a ser un buen gladiador.
Ante la fuerza del macho, el torero estaría perdido, sería una locura de enamorado querer conquistarlo. Es por eso que a la fiera se le va despojando, poco a poco, algo de su energía, con la ayuda de la suerte de varas: comprobando y resaltando su bravura cuando el toro enviste al picador, puesto que es entonces, cuando se aprecia ese gen ancestral que le convierte en el único animal que no huye cuando se le enfrenta; y las banderillas: puestas por auténticos valientes de torso estilizado, a pecho descubierto tras una carrera serpenteante, luciendo un extraordinario control, hasta asomarse a la cornamenta del toro, cara a cara, pasando cerca la muerte.
Entre chicuelinas, delantales, serpentinas, zapopinas y verónicas, el dueto nos deleita con la danza más arriesgada: el maestro puede ser envestido al mínimo descuido.
Ahora, con las fuerzas justas, comienzan los primeros pases, pinceladas magistrales, arte delicado, la seducción. La figura de la fusión empieza a reconocerse. El toro, que aún no, y el torero ¡hey, hey! llamándole.
La distancia se toma y, de repente, los movimientos de la muleta son modelados como ondas en el mar y el bravo, al envestir, se ve atrapado por la tentación de alcanzar su objeto preciado.
¿Qué puede significar la muerte del bravo, metafóricamente?: el beso. Beso de despedida. No sé acabo el amor. El artista admiró, respetó y siente, pero era un final predestinado y consagrado. Su destino descifrable.
Todos morimos y no podemos elegir la forma de hacerlo aunque seguramente queremos que el camino de la vida sea la más bella posible. Día a día dedicamos energía para disfrutar al máximo y obtener los justos beneficios que nos merecemos. Queremos sentirnos gloriosos cuando llegue nuestro final. ¿Qué precio pagaríamos a cambio de una muerte ilustre y laureada?
El bravo toro fue bien cuidado y amado por su ganadero. Se sabía cuánto tiempo viviría y que su final sería triunfante, ensalzado y orquestado por una célebre danza, en el que los espectadores le iban admirar y respetar.
Al maestro no sé le premia por haber matado sino por no alargar el trance y saber entender al extraordinario animal para resaltar su bravura en ese soberbio baile donde también se arriesgaba su vida.
Fotos de la autora