En el mes de septiembre de 1989 (ha llovido mucho) se produjo un gran escándalo en la escuela estatal Grabriel Havez, situada en Creil, uno de los suburbios de París. Tres alumnas musulmanas de origen tunecino, Leila, Fátima y Samira, de 13, 14 y 15 años respectivamente, se habían empeñado en llevar, dentro del colegio, su tradicional hidjeb, un velo o chador con el que las mujeres chiitas se cubren la cabeza y el cuello. El director les exigió que se lo quitaran para asistir a clase, y ahí comenzó una de las polémicas en torno al laicismo y la laicidad más interesantes de la historia contemporánea.
El director invocó la ley: sólo quería –argumentaba– “preservar la laicidad de la escuela”. Pero las tres alumnas se negaron en redondo a quitarse el hidjeb. Y a finales de septiembre el Consejo de administración del centro decretó su expulsión temporal.
El Consejo basaba su decisión en una circular ministerial del 15 de mayo de 1937, en la que se ordenaba “mantener la enseñanza pública a cubierto de toda propaganda “confesional “ y en la que se prohibía “cualquier forma de proselitismo” .
Las alumnas se defendían: ellas no hacían propaganda de su religión; no la imponían a nadie; simplemente llevaban un pañuelo por motivos religiosos.
- ¿Qué representa realmente el velo para vosotras? –les preguntaron en una entrevista
- Protege el pudor de una mujer. Es una prenda como las otras.
- –¿No es un signo religioso?
- Ciertamente. En el Corán se dice que hay que llevarlo. Si no estuviera escrito, no se llevaría.
- Tú has nacido en Compiègne. Eres francesa. ¿Quieres seguir en Francia cuando seas mayor?
- Sí, es mi países aquí donde he nacido.
- ¿No es normal que los símbolos religiosos y políticos estén prohibidos en la escuela pública?
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No, no es normal. Por otra parte, muchos los llevan. Los judíos llevan al colegio la estrella de David. No comprendo por qué no se nos acepta . No comprendo por qué el director no nos quiere en la escuela, cuando hay alumnas con minifalda e incluso que fuman y se drogan en el WC. Nosotras no fumamos ni nos drogamos. Somos chicas honestas, no somos integristas, somos serias.
- ¿Vas bien en la escuela?
- Sí, tengo buenas notas. Quisiera estudiar medicina.
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¿Es más importante para ti llevar velo que seguir normalmente la escuela?
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La religión está antes que la escuela. No voy a ir a la escuela sin velo y dejar a Dios a un lado. No voy a dejar a Dios a la puerta de la escuela. Él está siempre conmigo en clase. Está con todos, siempre.
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¿Sabes qué quiere decir la palabra laicidad?
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No. Para mí los alumnos no son laicos. Es la escuela la que es laica. Los alumnos tienen derecho a vestirse como quieran.
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Se os reprocha que al llevar el velo hacéis una especie de publicidad a una religión musulmana.
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Llevo el velo en el colegio desde hace dos años y no sé de ninguna francesa que se haya hecho musulmana.
El 8 de octubre el ministro de Educación Nacional tomó cartas en el asunto. Afirmó que “la escuela debía ser un lugar de acogida y no de expulsión”, y recomendó la vuelta de las alumnas –que se encontraban en un periodo de escolaridad obligatoria- al colegio.Volvieron; pero como las soluciones de compromiso no suelen durar demasiado, a los pocos días fueron expulsadas de nuevo.
En muy poco tiempo, el país se inflamó en una polémica de amplitud insospechada, gracias a un poderoso despliegue de los medios de comunicación. Entraron en la polémica las asociaciones de musulmanes, los movimientos antirracistas y los grupos políticos. Y se descubrió que los defensores y los detractores del laicismo no coincidían con las fronteras tradicionales de la derecha y la izquierda. En la discusión intervenían muchos factores encontrados: el factor específicamente religioso, el fundamentalismo teocrático y su rechazo de los métodos democráticos, la situación de los emigrantes musulmanes, el brote de los racismos o la situación de la escuela laica en Francia.
La extrema derecha condenaba el uso del chador, porque uno de sus grandes puntos de lucha es el reenvío de los emigrantes musulmanes a sus países de origen. El cardenal Lustiger, al hablar sobre este punto, dijo que no había que olvidar que la Iglesia católica había sido en aquel país la principal víctima histórica del laicismo.
En todo caso, una vez que vino la paz al colegio –dos de las chicas decidieron quitarse el pañuelo en el mes de diciembre y la otra lo hizo en enero– quedó claro que, entre los otros factores ya mencionados, había un gran problema latente en la sociedad francesa que seguía en pie: cómo conjugar la laicidad con el respeto a las creencias individuales.
Porque es comprensible que los símbolos religiosos no figuren en los edificios públicos ni que gocen de favor institucional; pero es abusivo –como escribía Rafael Serrano- pretender arrancarlos de las cabezas privadas que transitan por las instalaciones estatales. “Por muy pública que sea una escuela, sus alumnos no forman parte del patrimonio nacional, de suerte que no ofenden a la laicidad del Estado por llevar símbolos de religión. Resulta sorprendente que unos jóvenes de origen magrebí encuentren tanta oposición a sus hidjebs en el mundo occidental, donde la publicidad proclama: Viste como quieras. Como lo es que el significado de una prenda de cabeza suscite una reacción tan contundente en un país que precisamente este año –aducía Serrano a los festejos conmemorativos de la Revolución Francesa– han hecho pública exaltación, nada menos que en los Campos Elíseos, del gorro frigio. ¿Es que los signos externos de la fe, a diferencia de los republicanos, son demasiado hirientes para la sensibilidad del espectador secularizado? Samira, Leira y Fátima muy bien podrían pensar que en Francia se emplea una doble medida para los símbolos”
Dejando aparte las circunstancias concretas que lo rodearon, y no entrando en los problemas que plantea el fundamentalismo islámico en sus relaciones con las sociedades democráticas, debido a su teocratismo, el affaire del chador puso el dedo en la llaga sobre un problema: el de la actitud del laicismo frente a aquellos que creen en un sentido trascendente de la existencia humana.
Aunque en algunos países se ha llegado a una situación de equilibrio, en otros saltan chispas todavía de intolerancia volteriana. Hay quien desea que la aconfesionalidad del Estado, que obliga a las instituciones oficiales, obligue también a los particulares; y hay quien mira con sospecha el ejercicio público de las creencias religiosas, y tiene siempre a flor de labios un “¡Cuidado! ¿Eso es proselitismo”
Otra de las actitudes características del laicismo se puso de manifiesto en el debate en torno a unos programas sobre atención de niños, que se planteó en E.E.U.U. un años antes al “affaire del chador”, en 1988.
Todo comenzó con una propuesta de los demócratas, la Act for Better Child Care, para asegurar la atención de los niños pequeños mientras sus padres trabajaban. Se proponía que el Gobierno crease un nuevo programa de ayuda, consistente en que los padres recibieran un bono con el que podrían pagar la custodia del niño en un centro que reuniera los requisitos exigidos por el gobierno.
Pero la libertad de elección quedaba limitada. La propuesta excluía de la financiación pública a aquellos centros “que tengan el propósito o el efecto de favorecer o de promover una religión en particular o la religión en general”. En las clases no podía haber símbolos religiosos y el reclutamiento de las profesores y de los niños debería hacerse sin tener en cuenta su religión.
Este planteamiento fue considerado inaceptable por la Conferencia Episcopal Católica, cuyo apoyo, así como el de otras confesiones religiosas, era vital para la realización del proyecto, ya que un tercio de los niños que participaban en aquellos programas lo hacían en instituciones dirigidas por religiosos.
Los promotores tuvieron que dar marcha atrás. Y la nueva versión del proyecto, aprobada por el Senado y la Cámara de representantes, eliminó esas restricciones.
Pero ahí no acabó la polémica. La American Liberties Union, siempre tan vigilante para evitar cualquier influencia influencia religiosa en la vida pública, planteó una cuestión de inconstitucionalidad. Decía que el dinero público es estaba usando para promover puntos de vista religiosos sobre la sexualidad y esto violaba la Primera Enmienda, un precepto constitucional que prohíbe que el Estado favorezca a alguna confesión religiosa.
La Corte Suprema no lo entendió así. Y rechazó por mayoría el recurso. De ese modo, al reconocer que era legítimo financiar programas de utilidad pública dirigidos por instituciones religiosas, la Corte Suprema abandonaba la rígida noción de que una actividad debe ser o completamente secular o completamente religiosa. Porque bajo ese punto de vista se llegaba a un resultado paradójico: los fondos públicos sólo podían ser administrados, de hecho, por personas que no tuvieran en cuenta los principios religiosos.
En el fondo de estas dos cuestiones late el equívoco en torno a las relaciones entre política y religión en las democracias pluralistas. Y curiosamente, en contra de lo que pudiera parecer, el peligro no proviene del ideal teocrático, como recordaba Russell Shaw, según el cual la religión debería dictar las soluciones políticas. “Lo que suscita preocupación hoy –afirma Shaw– es la tendencia secularista que pretende que la religión y sus valores no cuenten nada en el debate político”
Los laicistas defienden la existencia de dos morales: una para la vida privada y otra para la pública. Los creyentes -argumentan- pueden creer, en el ámbito de su intimidad, en lo que quieran; pero en la vida publica la única ideología valida es la laicista
Esta mentalidad afecta a la conciencia de muchos creyentes, que se cuestionan “¿Hasta qué medida, en cuanto ciudadano, estoy obligado a aplicar las normas morales de la Iglesia en el campo de la política? Porque yo, personalmente estoy en contra; pero ¿hasta que punto debo defender esa idea en la que creo en las leyes y en la política..? Los planteamientos laicistas han hecho mella, y se evidencian en la misma formulación del interrogante.
Para poder responder a esta pregunta, hay que resolver primero si la materia en cuestión afecta a la moralidad privada, o tiene significativas consecuencias sociales. Por poner un caso extremo, está claro que un católico puede estar personalmente convencido de que debe ir los domingos a Misa, o un protestante a su servicio religioso, o un musulmán a su mezquita. Pero esa convicción no le permite usar de su poder para obligar a los ciudadanos a acudir a los templos.
Pero hay otras materias que tienen una dimensión social, porque no afectan sólo al sujeto interesado. Y en esos casos, la razón del personalmente en contra se quiebra por su base.
Por ejemplo, en el caso del aborto. Están en juego los derechos del feto, los de la madre, y los de las otras partes interesadas o afectadas. Por eso no es aceptable la postura de aquellos políticos que afirman: “Yo personalmente, me opongo al aborto; pero apoyaré una ley que prohíba o restrinja el aborto, porque no quiero imponer mi moral a los demás”.
Esa declaración equivale a decir: “Yo, personalmente, me opongo al mal; pero no pondré en practica lo que es necesario para impedir que otros hagan mal a terceras personas”.
Otros creyentes buscan un nuevo subterfugio para mantener en pie “las dos morales”, y dicen: “personalmente, me opongo al aborto; pero, como ya está legalizado, apoyaré la ley”
Es una postura engañosa: de hecho se elige lo que pretende la ley –su fin– y los medios que conducen a ese fin. Pero no hay trampantojo que valga. Si el fin de una ley es el aborto, el legislador elige el aborto como fin, y si la ley lo elige como un medio, el legislador lo elige como un medio. Cuando un político que se considera creyente elige ese fin o ese medio, y afirma que está “personalmente en contra” caen en un lamentable contrasentido. Puede que lo diga sinceramente: pero no es más que una sincera confusión.
Hay una segunda variación sobre el mismo tema. La del que dice: “Yo personalmente, estoy en contra del aborto; pero hay que ser realista: no creo que se pueda impedir por ningún modo legal. Sería imposible aprobar una ley contra el aborto, y además resultaría contraproducente. Como responsable político, no pienso tomar ninguna medida”.
También en esos casos casos el planteamiento puede ser sincero; pero no impide que esté también sinceramente equivocado. En el caso concreto de los católicos, no pueden desentenderse de este asunto con una postura de este tipo. Es como si dijeran: “Me consta que se está matando a gente inocente, pero como los que lo hacen no parecen dispuestos a cejar en su empeño, no intentaré impedirlo”
La postura recta y moral resulta clara: cuando una persona cree verdaderamente que se está cometiendo una injusticia grave contra alguien, tiene obligación grave de intentar impedirla. Si no fuera así, debería existir un principio moral que dijera: “ haz el bien únicamente cuando creas que vas a tener éxito”
Puede ser cierto que en una determinada sociedad no exista el consenso necesario para luchar contra el aborto. Pero ésa es una de las tareas del político creyente, sea católico o no: crear el consenso necesario a favor de las políticas convenientes.
Es lógico que los gobiernos de inspiración laicista se empeñen en considerar el aborto como un asunto de moral privada, relegando a los católicos a las sacristías. Ésa es una vieja táctica laicista. Lo ilógico es que los que creen que el aborto es un crimen –sean cualesquiera sus creencias– no hagan todo que esté en su mano –un consenso, una ley etc.– para evitarlo.
Al llegar a este punto hay que aclarar esta cuestión: es verdad que la ley no debe pretender encarnar toda la moralidad, pero la ley debe encarnar sólo lo que es moral, y nunca lo inmoral.
Eso significa que se debe actuar siempre de acuerdo con la propia conciencia, iluminada –en el caso de los católicos– por el conocimiento de la fe, formada y fiel a las enseñanzas de la Iglesia. De este modo se evita el peligro del subjetivismo: el peligro de pensar que, a fin de cuentas, es la propia conciencia y no la verdad objetiva lo que determina lo que está bien o lo que esta mal, lo que es cierto y lo que es falso.
Surgen entonces tres interrogantes: ¿Puede la Iglesia enseñar sobre temas de carácter publico o político? ¿Qué es, en ese caso, lo que la Iglesia puede enseñar? ¿Dónde queda entonces la libertad del católico al intervenir en la vida pública?
La respuesta a estos tres interrogantes será tratada en próximo envío.
Mª Ángeles Bou Escriche es madre de familia, Orientadora Familiar, Lda. en Ciencias Empresariales y profesora