Si analizamos el contenido de lo que hoy se predica y se enseña en muchas iglesias y movimientos cristianos, advertiremos que se habla mucho de cómo debemos obrar los cristianos en nuestra relación con el prójimo, pero apenas se habla de la fe y de los misterios de la fe. El tema es siempre el mismo y reiterativo hasta la saciedad: que no debemos ser egoístas y buscar nuestro propio bien, sino el de los otros; que hay que preocuparse por los más pobres y marginados luchando por la justicia; que debemos amarnos como hermanos y ser solidarios, y así sucesivamente. En contraste con esta sobreabundancia de ideales humanitarios, llama la atención el silencio sobre el misterio de Jesucristo, los sacramentos, o las verdades de la vida eterna, como si esto no tuviera excesiva importancia y no fuera necesaria una catequesis específica sobre la fe. El trasfondo de esta nueva orientación doctrinal y práctica es bien claro. Al ocupar el precepto de la caridad casi todo el espacio de la predicación cristiana, se está convirtiendo el cristianismo en una simple ética: el contenido del mensaje de Jesucristo, en el que la relación con un Dios Salvador es lo esencial, queda diluido en una doctrina parenética de bellos ideales humanitarios.
Las causas de este desvío hay que ir a buscarlas en la fuerte inclinación de la teología moderna hacia un humanismo que pone al hombre en el centro de las consideraciones, por una parte, y al contexto político y social de nuestra época en el que los ideales humanitarios ocupan la mayor parte de los discursos, por la otra. Todo está influyendo para que la religión se diluya en provecho de la ética, pero no una ética de deberes individuales, sino una ética de compromisos sociales exclusivamente. Desde las instancias de la teología y de la pastoral, hoy se exhorta al cristiano a que asuma compromisos a favor de los más pobres, cosa muy laudable, pero apenas se insiste en que asista a misa, y esto es muy deplorable. Más aún: el cristiano practicante hoy es mirado con recelo y tildado de "beato" por parte de los que no lo son, porque lo único importante, al parecer, es ser buenas personas con los demás, y punto. En una sociedad donde las ideas y creencias es algo relativo, poco importa que los cristianos tengamos las iglesias medio vacías; lo importante es que las "onegés" estén llenas de presencia cristiana. La religión o relación vertical con Dios, está siendo desplazada por la ética humanitaria, en relación puramente horizontal con los hombres.
Siempre es más peligrosa la ambigüedad que un claro error, y así sucede con la orientación marcadamente ética que hoy se quiere dar al cristianismo. Cuando se habla de la primacía de la caridad en el cristiano, que es indiscutible, no se la puede desligar de la vivencia sobrenatural de la fe, que también es indiscutible. Si esto último no se produce, ¿qué diferencia puede señalarse entre un sentimiento puramente filantrópico, tal como existe en millones de personas, y el sentimiento específicamente cristiano? Porque el lenguaje que utilizamos —siempre se habla de Jesús de Nazaret y de su Evangelio como obligada referencia— es el lenguaje cristiano, pero el contenido doctrinal y práctico apenas difiere de los ideales puramente humanitarios. Es la pervivencia de la herejía del "modernismo", calificada por la encíclica Pascendi de Pio X como "herejía de las herejías", ya que el cristianismo queda vaciado, desde dentro, de todo su contenido. En efecto, si el cristianismo se convierte en una simple ética, los dogmas de la fe cristiana ya no son objeto de fe vivida, sino que se convierten, a su vez, en mitos, cuya única función es sólo la de impulsar los ideales humanos.
LO SOBRENATURAL Y LO HUMANO
Ante las ambigüedades y confusiones con las que hoy se habla de lo cristiano, convendría hacer algunas precisiones. Y lo primero que se ha de dejar bien claro es esto: el cristianismo no es una ética, sino el conjunto de unos misterios de salvación sobre-naturales centrados en la persona de Jesucristo, a los que nos adherimos por la fe; es la Encarnación de Dios, la Revelación de su Palabra, y la Salvación que nos trae Jesucristo el núcleo esencial de esta fe, y sin ella no hay cristianismo; y es la fe, justamente, la que obliga al cristiano a tener un comportamiento ético en coherencia con lo que profesa, especialmente en el orden de la caridad. En el cristianismo, por tanto, la ética es una consecuencia de lo que se cree, no un principio, y si se invierten los términos se destruye su núcleo esencial. Y esto quiere decir que la religión y la vivencia religiosa han de tener en el cristiano la primacía, porque es la fe la luz que ilumina su horizonte; es en la fe donde encuentra las motivaciones más luminosas para amar al prójimo; y es la fe la que le proporciona la fuerza sobrenatural en las grandes dificultades de la vida. Lo auténticamente cristiano se halla más en el lado de la mística de la fe que en el lado de la filantropía sentimental.
En este sentido, el ejemplo de los santos, los cristianos más auténticos, es especialmente aleccionador: por ser los que viven de la fe y estar continuamente unidos a Dios —es decir, por ser místicos— son también los que más aman y se entregan a los hombres. Todo cuanto se pueda decir acerca de la primacía de la caridad hacia los más pobres y de la entrega incondicional en los trabajos que alivian el mal, lo encontramos, por ejemplo, en una Santa Teresa de Calcuta, tan admirada en nuestro mundo; pero convendría saber que la fuente y la fuerza de ese amor de caridad sin condiciones y sin límites, no provino en ella de meros sentimientos humanitarios, sino de una fe y amor sobrenaturales, cuyo alimento fue la oración diaria ante la Eucaristía. Porque esta es la gran diferencia entre la filantropía y la caridad cristiana: mientras que la filantropía ama al hombre por la conmiseración sentimental que suele despertar en nosotros el sufrimiento del prójimo, la caridad cristiana encuentra, en el rostro del hombre que sufre, el rostro mismo de Dios que nos está mirando a través de su mirada. Si es persona de fe, el cristiano está muy por encima de cualquier filántropo, por grande que éste sea.
Es un grave error intentar humanizar el cristianismo poniendo los ideales cristianos al nivel de los ideales humanos de los que hoy tanto se habla en el mundo, por una sencilla razón: lo cristiano es en sí mismo profundamente humano, y no necesita ninguna reconversión o adaptación a otros humanismos en sentido horizontal. Cuando se ama intensamente a Dios, también se ama intensamente al hombre. De hecho, la actividad caritativa más desbordante, la solidaridad más universal y la entrega más incondicionada a los hombres la ha ejercido siempre la Iglesia a través de personas y de movimientos animados por la fe sobrenatural, no por consideraciones filantrópicas. Contraponer un cristianismo de carácter devoto e intimista que se evade del compromiso con los hombres, a un cristianismo operativo que se orienta en la solución de los problemas reales, tal como lo presenta cierta teología, es falso y caricaturesco. Lejos de ser una evasión del mundo de los hombres, la fe y la vivencia de los misterios sobrenaturales constituye la fuerza sobrenatural para el amor al hombre, y así lo vemos en el Evangelio, profundamente humano porque es divino. Porque ¿dónde está la entrañable cercanía al hombre que sufre y dónde la misericordia hacia sus pecados, sino en la Cruz Redentora, que está por encima de todos los sentimientos?
EL VERDADERO MENSAJE DE JESÚS
En este desvío de lo cristiano hacia la pura ética, la teología progresista siempre tiene en boca el Evangelio, como si las palabras y hechos de Jesucristo fuesen el ejemplo y argumento inapelable de que el compromiso humanitario con los hombres, singularmente con los más pobres, constituyera lo esencial de su mensaje. Se destacan únicamente aquellos pasajes del Evangelio en los que el sentido humano es más patente; se cargan las tintas en las palabras y actitudes de Jesús que indican fustigación o enfrentamiento de Jesús hacia las autoridades religiosas judías; y, sobre todo, se reduce y se simplifica el mensaje evangélico, tan profundo y denso en significados, a un sentimiento de amor caritativo y fraterno. En esta lectura interpretativa del Evangelio, la referencia religiosa a Dios Padre, que aparece como el " leitmotiv" de su mensaje, queda totalmente silenciada o se la considera mera apoyatura conceptual de la problemática humana. El hecho de que tal teología se refiera sistemáticamente a Jesucristo como Jesús de Nazaret es ya muy significativo: así como las palabras de Jesús se las interpreta en sentido puramente humano, así también su divinidad queda silenciada para hablar sólo del hombre Jesús que ama a los hombres.
Es muy cierto que el Evangelio es profundamente humano y que nos llama al amor de todos los hombres; pero se lo falsea de arriba abajo cuando se silencia su dimensión religiosa, tal como nos lo quiere presentar la teología progresista. El Evangelio no es una ética de amor humanitario, ni Jesucristo el predicador y el ejemplo de esa ética, sino la Buena Noticia del Reino de Dios, que se manifiesta en el propio Hijo de Dios hecho hombre, que viene a establecer una relación filial de los hombres con el Padre, y cuya última finalidad es la salvación de los hombres haciéndoles partícipes de la vida eterna. Sobre este telón de fondo, sumamente claro en cualquier lectura honesta del Evangelio, se inscriben todo el mensaje de Jesús, y no hay una palabra suya, ni una sola, que no vea a los hombres, sus problemas y pecados, en la clave de bóveda de la referencia al Padre. El contenido del Evangelio es esencialmente religioso, no ético, y de esta perspectiva, como su consecuencia lógica, deriva el amor que el cristiano ha de tener a los hombres; es decir, la dimensión vertical —el hombre referido a Dios— resulta imprescindible para que la caridad fraterna no sea pura horizontalidad, aunque se la intente revestir con lenguaje evangélico.
La misma figura de Jesucristo, presentado como el hombre que ama a los hombres y que da su vida por los hombres, resulta equívoca al quedar silenciada su condición divina y su misterio redentor. Porque su muerte en la Cruz es mucho más que un compromiso de amor hasta las últimas consecuencias, como hoy se suele decir hablando de su ejemplo, sino la Redención del pecado de los hombres llevada a cabo en su condición de Hijo de Dios. Cualquier teología que se presente como cristiana ha de tener bien claro que el cristianismo, tanto en su doctrina como en su práctica, deriva de la divinidad de Cristo, y todo su sublime edificio se derrumbaría por su base si se niega o no se tiene en cuenta este supuesto. De ahí que el cristiano, cuando ejerce el amor de caridad hacia los pobres, ha de ver con la fe a Cristo, presente en los mismos pobres -"Tuve hambre y me disteis de comer" (Mt 25, 35)-, una motivación que va mucho más allá del mero sentimiento de filantropía. La esencia del cristianismo es Cristo mismo, el misterio de su propia persona, y el Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien, es también el Cristo de nuestra fe, Camino, Verdad y Vida (in 14, 6) para los cristianos.
LA RELIGIÓN Y LA ÉTICA
En el origen de las desviaciones teológicas hay siempre una verdad que se exagera y que se convierte en error, y así sucede con el tema que nos ocupa. Es verdad que el amor al prójimo y las obras de caridad, según las palabras del mismo Cristo, constituye el signo distintivo del cristiano y que esta orientación ética no estaba en el pasado en el primer plano de la catequesis de la Iglesia, más preocupada en la práctica religiosa que en el compromiso social y caritativo de sus fieles; pero de un cierto olvido de la primacía de la caridad, se ha pasado, en las últimas décadas, a ser el tema omnipresente y casi exclusivo de la predicación, y ello hasta tal punto, que la gente se considera cristiana por el mero hecho de procurar hacer el bien a los demás, aunque estén al margen de las prácticas religiosas y sacramentales. Esta exageración nos ha llevado al grave error de desvincular la vida ética del cristiano de su fe religiosa, justamente lo contrario de lo que sucedía en el pasado. Con esta orientación, nada tiene de extraño que hayan surgido dentro de la Iglesia movimientos como cristianos por el socialismo y otros parecidos, porque lo importante ya no es la fe y la práctica religiosa, sino el compromiso hacia los problemas concretos de los hombres.
Pero confundir lo ético con lo cristiano es un mal criterio, porque la ética no siempre va unida a la religión. La ética social proviene del sentimiento humanitario, no propiamente de la fe religiosa, y de hecho existen millones de personas de un gran compromiso por las causas justas, que se declaran agnósticas; la ética de conducta privada, por otra parte, proviene de la sana razón, que por sí misma ve el bien y el mal en la naturaleza humana sin necesidad de que nos lo diga la Iglesia. Es verdad que la defensa de los principios éticos, tanto en la vida privada como en la pública, está dentro de la misión de la Iglesia, y buena parte de su doctrina tiene este cometido; pero lo que hace cuando se dirige a los hombres en los problemas éticos, es iluminar con la luz del Evangelio lo que éstos, sean o no sean cristianos, deben ver en su conciencia. Por eso, cuando se habla de ética cristiana hay que entender por cristiano la motivación del ideal, no los principios; los principios no pueden ser otros que los de la ética natural, y es a esa ética a la que la Iglesia apela cuando condena la injusticia, por supuesto, pero también cuando condena el aborto o la libertad sexual, por ejemplo.
Si se le deja diluir en puros ideales humanitarios, el ideal genuinamente cristiano corre serio peligro de desaparecer entre los mismos cristianos. Hoy por hoy, lo más necesario y prioritario para la Iglesia no es tanto el compromiso con los más pobres y necesitados —que, por lo demás, está realizando con gran fuerza en muchísimos frentes— cuanto recuperar y potenciar las prácticas de la fe que se han perdido. Es mucho más necesario catequizar a los niños y jóvenes en las verdades de la fe, que hablarles de que todos los hombres somos hermanos; es más importante que la gente acuda a misa, que predicar la solidaridad con las causas justas; y es mucho más urgente predicar la salvación de Jesucristo, que hablar del amor caritativo. A fin de cuentas, de los ideales humanos se habla en nuestro mundo tan bien como podamos hablar los cristianos, pero de la religión cristiana, que regenera las costumbres, solamente puede hablar la Iglesia. Ese grave deterioro de la ética personal que lamentablemente existe entre los propios cristianos ¿no es consecuencia directa de que nos hemos alejado de Dios al abandonar las prácticas religiosas? Sin Dios, el hombre se extravía y se pervierte, y su código ético, a pesar de las grandes palabras, termina en una progresiva deshumanización.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.