La voluntad debilitada

Uno de los rasgos distintivos de la personalidad del hombre postmoderno y que nos permite entender, desde su misma raíz, muchas de las enfermedades morales de nuestro tiempo, es el debilitamiento progresivo de la voluntad, la facultad del espíritu que hoy se encuentra lamentablemente atrofiada. El hombre postmoderno es un hombre atiborrado de estímulos, de sensaciones, de deseos, pero carece de fuerza de voluntad: está como predeterminado para decir sí a cualquier sensación que le solicite e incapacitado para decir no a las tentaciones que le vienen de fuera o de dentro de sí mismo. Dice Max Scheler que esta capacidad de decir “no” mediante la voluntad es lo que distingue al hombre del animal y la manifestación más clara de que es espíritu. Si nos atenemos a este principio antropológico, comprenderemos muchas cosas acerca del hombre de hoy; comprenderemos por qué se le hace sumamente difícil aceptar y cumplir las normas morales más elementales, por qué hay tantas conductas desordenadas y tantas enfermedades del alma a las que no se les ve remedio, y por qué abundan tanto la personalidades desestructuradas en nuestra sociedad.

La ética de la voluntad se encuentra hoy bajo mínimos, y basta considerar los principios y métodos que se aplican en el ámbito de la educación, de la familia, e incluso de la religión, para darnos cuenta de esta grave deficiencia en la formación de las personas. En las escuelas, la pedagogía del estímulo y la motivación, por analogía con el comportamiento animal, ha sustituido a la pedagogía del esfuerzo, de la superación y de la disciplina, y no hay que sorprenderse que los resultados sean los que son; en las familias, la condescendencia para que el niño no se sienta frustrado o traumatizado ha sustituido a la formación en el orden, la obediencia y los buenos hábitos, y las nuevas generaciones salen de ellas más bien malformadas que formadas; y en la religión, se abusa de las palabras dirigidas más al corazón que a la fe olvidando el cultivo de la ascética y de las virtudes, con el grave peligro de convertir el cristianismo en una simple ética de sentimientos que a poco o a nada comprometen. Toda esta filosofía educativa gira en torno al mundo de las motivaciones, de los sentimientos, de las emociones; pero, ¿dónde está el ejercicio de la voluntad en la que se forman las personalidades fuertes y maduras?…

La atrofia de la voluntad es hoy una verdadera patología social en nuestra sociedad de consumo y se entiende perfectamente por qué se produce este hecho. ¿Cómo desarrollar la voluntad, que se ejerce desde el sacrificio y la superación constantes, dentro de un sistema de vida cuyo máximo fin es la satisfacción del deseo, cualquiera que éste sea, y cuya maquinaria industrial y propagandística se orienta fundamentalmente a evitar esfuerzos y tener comodidades?. Somos hijos de la cultura en que vivimos, y en nuestra sociedad, los pocos que practican el autodominio y la disciplina son considerados como personas raras. Nuestros hábitos hedonistas, por otra parte, tienen en las teorías psicoanalistas de S. Freud su justificación teórica; el concepto de represión interna como signo patológico ha puesto las cosas al revés: es una psiqué sana la que satisface rápidamente sus deseos, es enfermo reprimido quien practica al autodominio. Pero la cultura de la satisfacción del deseo tiene una consecuencia inevitable: si la falta de ejercicio físico produce cuerpos raquíticos y sin fuerza, la falta de ejercicio de la voluntad llega a causar su atrofia, que es lo propio de las personalidades desestructuradas.

 

La personalidad frágil

Es bien sabido que buena parte de nuestros contemporáneos padece depresiones, algo desconocido en las sociedades pobres, pero una verdadera pandemia en las sociedades del bienestar y del consumo. El contraste es muy significativo, ya que este hecho nos indica hasta qué punto la atrofia de ciertas facultades de la persona puede desembocar en una auténtica enfermedad del alma. Se habla mucho de las causas de las depresiones, pero parece evidente que no hemos de ir a buscarlas sólo en factores externos, como puede ser el excesivo estrés de la vida moderna, sino también dentro del propio individuo, en la fragilidad de su misma alma, que carece de fuerza y de recursos para superar las dificultades y los problemas que se le presentan. Es un alma que no está acostumbrada a sufrir, a superarse, a sacar fuerzas de flaqueza, eso es todo, y cuando le llega una dificultad seria, se derrumba como castillo de naipes. En la sociedad de consumo, los psiquiatras han ocupado el lugar de los educadores: son curanderos que buscan remedios en recetas y fármacos, porque ya no hay una educación para la estructuración de la personalidad en una voluntad fuerte.

A parte de que los hábitos hedonistas atrofian la fuerza moral de la persona, hay otro factor sumamente importante que está contribuyendo poderosamente a que no se ejerza y desarrolle la voluntad: la cultura gregaria de las sociedades modernas. El ejercicio de la voluntad sólo puede provenir del individuo, de la persona concreta que consciente y libremente se propone fines e ideales a alcanzar con su esfuerzo constante; nunca puede provenir del grupo o de la masa, que sólo entiende de necesidades primarias. Pero todos sabemos hasta qué punto la masa determina el comportamiento de los individuos en nuestra sociedad dirigida y manipulada. En nuestro tiempo, todo el mundo siente y se comporta como todo el mundo; todos tienen parecidos gustos y parecidos vicios; y todos tienden a dejarse arrastrar por las modas, sin fuerza alguna para ir contra-corriente. Se comprende que en este contexto social la persona de voluntad, esto es, la persona que reflexiona autónomamente, que toma sus propias decisiones sin importarle lo que ve y lo que oye, y que se marca y sigue su propio camino en medio de la masa, sea una “rara avis” difícil de encontrar.

La fragilidad de alma del hombre postmoderno se hace especialmente patente en su vida ética y moral, y la comparación con épocas del pasado es, de nuevo, significativa para comprender lo que decimos. Desde que el hombre es hombre, el cumplimiento de las normas morales siempre ha sido, en determinados momentos y circunstancias, especialmente duro y costoso, pero a nadie se le ocurría poner en duda lo que proviene de la misma razón con sus imperativos de bien y de justicia. Pero estamos en otra situación antropológica. Acostumbrado a satisfacer sin trabas sus deseos y sin capacidad para la superación y el sacrificio, al hombre de hoy le parece una montaña insuperable cualquier norma moral que implique renuncia, inhibición y esfuerzo, ya que ello supone una fuerza de voluntad de la que carece; no es de extrañar, por tanto, que quiera una moral sin prohibiciones, sin obligaciones y sin renuncias, aunque ello sea como pretender la cuadratura del círculo. La moral “light”, de sólo sentimientos y sin ningún compromiso, es la que corresponde a la personalidad “light” del hombre postmoderno, demasiado frágil para asumir y realizar altos ideales.

 

La fuerza del espíritu

Después de muchos siglos de filosofía antropológica, parece superfluo hablar de la importancia de la voluntad en la vida de las personas, pero es necesario recordarlo en un tiempo caracterizado por la confusión de ideas. Salvo contadas excepciones, los psicólogos modernos olvidan que en el alma humana, además de estímulos, motivaciones e intereses, existe otra instancia que actúa y se desarrolla por encima de estos parámetros. La voluntad – y este es el punto clave a tener en cuenta- es la fuerza de alma que intenta realizar lo que la razón propone como bueno y justo para la persona, a pesar de las fuerzas del sentimiento y de la pasión que actúan en sentido contrario. En cuanto depende de la razón y sigue sus imperativos, la voluntad es la facultad y potencia del espíritu, no de la sensibilidad, y todo cuanto realiza está motivado y dirigido bajo este signo. El hombre es hombre en cuanto tiene entendimiento y voluntad, y a diferencia del animal, su grandeza estriba en poder querer y realizar fines que pertenecen a la dimensión de los ideales, por encima y más allá de los estímulos y motivaciones que nos presentan los sentidos.

Más incluso que el propio pensamiento, en la voluntad se manifiesta la fuerza del espíritu que habita en la persona humana. Se puede decir que la voluntad es como el yo central y consciente de la persona; la que controla y dirige activamente nuestra alma; la que se eleva, como una isla firme y roqueña, por encima del agitado mar de las pasiones y tendencias hacia el fin que nos señala la razón. Porque esto es lo específico del espíritu: la autonomía, la libertad interior y la vida ética, y cuanto mayor es la fuerza de voluntad en una persona, mayores cuotas de vida humana y racional alcanza. No hay autonomía verdadera donde nos conformamos dócilmente a lo que nos viene de fuera, y la voluntad es la que nos hace ser constantes en los fines personales, independientemente de lo que vemos y oímos; no hay libertad interior cuando nos dominan y esclavizan los sentimientos y las pasiones, y la voluntad es la que consigue liberarnos en momentos decisivos de estos fuertes lazos; y no hay vida ética auténtica donde impera el placer, el interés o el miedo, y la voluntad es la única fuerza capaz de ordenar el alma sobre los principios, a veces muy costosos de seguir, de la pura razón.

Cuando decimos de una persona que tiene fuerza de voluntad, estamos diciendo implícitamente que esa persona tiene gran capacidad de sacrificio, y así es en realidad. Para hacer el mal, basta dejarnos llevar por la fuerza de las pasiones que nos dominan, y por eso abunda tanto en el mundo; para hacer el bien, en cambio, es necesario que la voluntad venza grandes resistencias dentro y fuera de nosotros mismos, y por eso el bien moral lo realizan muy pocos. Dentro de nosotros mismos, la voluntad es la fuerza a emplear en esta lucha implacable “del espíritu contra la carne” de la que habla S. Pablo (Gal 5,17); lucha que nunca cesa, porque hemos de mantener siempre a raya los malos impulsos que nos vienen de nuestro propio ser. Y fuera de nosotros mismos, la voluntad es la que vence las resistencias que se oponen en nuestro camino cuando nos proponemos alcanzar los altos fines; los buenos sentimientos y deseos de poco o nada sirven para transformar la realidad, y sólo triunfan los fuertes de alma. Porque no es en el blando sentimentalismo donde se manifiesta el espíritu, sino en la capacidad de superación de las dificultades: ese poder que se eleva por encima de las sensaciones en la realización de un ideal, ¿no es una prueba de que hay en el hombre, como dice Aristóteles, algo que supera al hombre?…

 

Las conquistas de la voluntad

La filosofía popular dice que “la voluntad hace milagros”, indicando hasta qué punto podemos conseguir, con su fuerza y constancia, lo que parece imposible. Esta experiencia, sin embargo, es ignorada por la psicología moderna, cuyos análisis del comportamiento humano hablan exclusivamente de condicionamientos, de complejos y de traumas, haciendo del hombre más un ser de impotencias constitutivas, que un ser dueño de sí mismo, como corresponde a su categoría racional. El psicólogo moderno trata los problemas humanos sobre el supuesto, no confesado, de que el hombre es una máquina o un robot con piezas que hay que componer; se olvida por completo de que en el hombre existe una potencia espiritual, que se llama voluntad, y que debe ejercer y desarrollar. Esta voluntad la desarrolla el deportista que quiere triunfar sometiendo su cuerpo a un ejercicio y a una disciplina férrea cada día, y lo mismo, exactamente lo mismo, debería hacerse en el ámbito moral; si la voluntad, con constancia y sacrificio, consigue la perfección del cuerpo, ¿por qué no hacer algo análogo para alcanzar la perfección del alma?

Aunque con diferente signo, ocurre algo parecido en el ámbito de la religión. A raíz de la “modernización” del catolicismo, se han olvidado dos principios muy importantes, uno teológico y otro de experiencia espiritual, que es preciso recobrar. Contra la antropología protestante, el dogma católico nos dice que el hombre no está en la impotencia de hacer el bien; a pesar de su debilidad y miseria, puede y debe trabajar con su voluntad y esfuerzo en su perfección personal, siempre con la ayuda de Dios, por supuesto; no es doctrina católica, por tanto, cargar las tintas al hablar del pecado del hombre como si no tuviera fuerzas para vencerlo. La experiencia interior, por otra parte, es la que revalida el principio de que no hay vida cristiana auténtica sin ascética, sin sacrificio, sin disciplina, sin desarrollo de la voluntad, en suma; hacer depender la vivencia de la fe de los puros sentimientos y emociones no corresponde a la praxis tradicional de la espiritualidad católica; la santidad es obra de la gracia, ciertamente, pero la obra del Espíritu en el hombre supone la colaboración del hombre, que con su esfuerzo constante no pone obstáculos a la obra de Dios.

El hombre de voluntad suele alcanzar lo que se propone con su constancia y fortaleza, pero esto mismo debemos aplicarlo a la vida espiritual cristiana, cuyo fin último es alcanzar la virtud, un concepto fundamental en la filosofía moral de todos los tiempos y que hoy apenas se menciona en nuestro discurso. Sin virtud consolidada, no hay ni vida cristiana auténtica, ni santidad, ni acción apostólica eficaz. Pero la virtud —su misma etimología lo indica— es sinónimo de fuerza, y sólo se adquiere cuando la voluntad ejerce el control de nuestras malas tendencias, realiza el trabajo diario en la erradicación de los defectos, y mantiene la constancia en las acciones buenas. El mismo criterio que empleamos para la eficacia de la vida práctica de las personas hemos de emplearlo a la vida espiritual. Cuando nos desalentamos en no ver progreso en la erradicación de nuestros grandes defectos y estar siempre en la misma situación, tal vez sería oportuno hacernos esta pregunta: ¿ponemos el mismo esfuerzo y constancia de nuestra voluntad en trabajar en nuestro progreso moral y espiritual, que el que ponemos, por ejemplo, en nuestro trabajo profesional? Es una consideración interesante para entender lo que nos pasa y entendernos a nosotros mismos.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.