Las contradicciones de nuestra época

Desde la caída del marxismo y el triunfo de la ideología liberal y democrática, nuestra sociedad –la llamada sociedad postmoderna– presenta una fisonomía que no resulta fácil definir ni asimilar porque es contradictoria, y es esa falta de coherencia una de las causas del profundo desconcierto ideológico y moral que hoy estamos padeciendo. Porque no son las contradicciones inherentes al progreso las que nos desconciertan, sino las contradicciones en las ideas, en la visión que se tiene de la vida, porque indican que esa visión se encuentra profundamente alterada, sin lógica en sus principios y sin un horizonte claro hacia el que caminar. El cambio experimentado ha sido verdaderamente histórico: si hace unas décadas se podía hablar de algunas creencias y seguridades firmes con una cierta coherencia en la visión de las cosas, hoy estamos inmersos en un caos ideológico en el que todo pensamiento contradictorio es posible, sin que la falta de lógica y de racionalidad en lo que se dice y se piensa nos cause, al parecer, preocupación ética o filosófica alguna. 

Las contradicciones de nuestra época no son más que consecuencia del ocaso de las ideologías, que, a su vez, ha originado un pensamiento subjetivista y utilitarista. Las grandes visiones del mundo como fundamento de valores y de principios –el cristianismo, por ejemplo, y con signo totalmente opuesto, el marxismo– ya no tienen el influjo social y cultural que antes tenían, y el vacío ideológico que hoy padecemos es el ambiente más propicio para que cada uno se crea autorizado a pensar como quiera, aunque su pensamiento sea inane y contradictorio. Cuando los ideales y las creencias se debilitan, el pensamiento ético tiende a ser suplantado por el pensamiento utilitario, y ya no nos preguntamos si algo es verdadero o falso, bueno o malo, justo o injusto en sí mismo, sino más bien si nos reporta alguna utilidad. En el discurso de la actual cultura, los derechos y la lógica de la verdad ya no existen; sólo existen los derechos del pensamiento subjetivo que, por definición, carece de lógica y cae, por tanto, en continuas contradicciones.

No hay ninguna duda de que nuestra sociedad ha progresado en muchos aspectos en pro de una humanidad más justa, más solidaria, más democrática; pero ese progreso es ambivalente al implicar un retroceso moral, justamente en la misma línea de valores y de pensamiento que se proclama: el principio de defensa de la vida, por ejemplo, se proclama con la misma fuerza que el derecho al aborto, en clamoroso atentado al más elemental sentido común y a cualquier principio de la lógica. Y son muchos los aspectos del humanismo actual que incurren en parecidas contradicciones. Como si de un destino fatal se tratara, lo positivo de nuestra sociedad parece condenado a estar mezclado con lo negativo, y en esta ambivalencia moral nos movemos, sentimos y pensamos. Se puede aplicar a nuestra sociedad aquel dicho –“Dime de qué alardeas, y te diré de qué careces”-, porque en la misma medida en que proclamamos, orgullosos, los progresos que hemos creído alcanzar, estamos mostrando, en contrapartida, nuestra decadencia.

 

Globalización y particularismo

A poco que se reflexione sobre nuestra sociedad postmoderna, descubrimos una primera y gran contradicción entre la globalización, signo principal de los nuevos tiempos, y los particularismos étnicos, culturales y políticos, que parecían definitivamente superados. La globalización se ha de valorar como un proceso altamente positivo, tanto en el orden material por la extensión universal de bienes y servicios que ella comporta a través de las nuevas técnicas de comunicación y de comercialización, como en el orden humano por potenciar el conocimiento y la comprensión entre los hombres haciéndonos más solidarios en los problemas comunes; una humanidad cada vez más unida siempre será mejor, por supuesto, que una humanidad enfrentada, y las instituciones y organizaciones de carácter supranacional, a pesar de sus deficiencias, han de ser consideradas como un gran progreso de lo verdaderamente humano; los hombres, al fin, parece que queremos superar muchas barreras que nos dividían.

Esta visión universalista, sin embargo, convive en nuestro tiempo con un espíritu particularista de signo justamente contrario y que se acrecienta cada día. En muchos países y en el ámbito de la política, asistimos a un renacimiento de los nacionalismos étnicos cuya irracionalidad y exclusivismo nos hacen recordar los tiempos negros del fascismo, con el agravante de querer presentarse como derecho democrático; en el ámbito cultural, los elementos identificadores y diferenciadores –tales como lenguas minoritarias, derechos particulares o costumbres propias– pretenden suplantar a lo que es mayoritario en una región o país, en un intento de involución de la historia que va en contra de la misma ley de la historia; y en el ámbito de los comportamientos, asistimos a la extensión de las actitudes narcisistas, buscando descaradamente la promoción del propio yo, los propios intereses y hasta la propia ética, con olvido de los ideales sociales y colectivos . Hay muchas “onegés”, es cierto, pero son islas en un mar de intereses particularistas.

 

Pluralismo y uniformidad

Otra contradicción de nuestra sociedad, no menos llamativa, la encontramos en los comportamientos sociales y culturales que se dan en el mismo seno de las democracias postmodernas. Es innegable, por una parte, que los principios democráticos han experimentado un gran desarrollo en nuestra sociedad al amparar y potenciar los derechos de los individuos, de las culturas diferenciadas, de las maneras distintas de pensar y de comportarse; la sociedad moderna es muy plural por la gran variedad cultural en las personas que la componen, y es natural que las ideas y los comportamientos no sean uniformes y que vengan reconocidas en el ordenamiento jurídico de las democracias. El pluralismo, por tanto, es un hecho y un derecho en cuanto expresión de las libertades democráticas de las personas, de los grupos y de las instituciones, y nunca como ahora ha habido un marco tan amplio para desarrollar la libertad y la independencia de los individuos, sin imposiciones políticas o ideológicas, tal como ocurría en el pasado.

Pero si el pluralismo es un hecho real e innegable en nuestra sociedad, también lo es la uniformidad, esto es, la forma básicamente igual de pensar, de sentir y de actuar que vemos en la gente. El poder de los medios de comunicación es una impresionante fuerza en la uniformidad de pensamientos y de conductas, y a pesar del talante individualista que hoy se proclama, el hecho social más evidente de nuestro tiempo es el comportamiento gregario de la gran masa, que sigue dócilmente los dictados de los intereses comerciales y de las modas, haciendo de la imitación su pauta de conducta. Y algo parecido sucede en el ámbito de las ideas. A primera vista, parece que existe en nuestra sociedad un gran pluralismo de ideas, pero no es así; en expresión que ya se ha hecho popular, los poderes ocultos de la política y de la manipulación social han impuesto lo “políticamente correcto” como “pensamiento único”, y es una ínfima minoría la que, en uso de su independencia de pensamiento, ejercen en medio de una sociedad uniformada la oposición crítica.

 

Cultura de la vida y cultura de la muerte

La contradicción más sangrante y cínica de nuestra sociedad, sin embargo, es levantar bandera en la defensa de la vida, de una parte, y hacer un derecho el matar al inocente por medio del aborto o de la eutanasia, de la otra. Es, sin duda, un progreso ético de nuestra época la sensibilidad que hoy se muestra en torno a los valores de la vida en general y de la vida humana en particular. El rechazo a la pena de muerte como atentado a la dignidad del hombre es hoy un sentimiento mayoritario, dignidad que implica el derecho intocable a morir de forma natural y sin violencia; la inversión social y económica en medios para la salud y calidad de vida de los ciudadanos, es también uno de los fines prioritarios de los gobiernos políticos ; y hasta la política ecologista en la conservación de la vida vegetal y animal ha de ser considerada, a pesar de sus exageraciones demagógicas, como algo muy laudable. En este sentido, la cultura de la vida se ha de considerar como uno de los signos más positivos de nuestra época.

Pero esa cultura de la vida se contradice palmaria y escandalosamente con la cultura de la muerte que se ha impuesto con la legalización del aborto y de la eutanasia, probablemente la mayor atrocidad legal de la historia. Por más justificaciones que se intenten dar, el aborto y la eutanasia son crímenes de cualificada perversidad, porque la matanza del inocente va unida a la mentira más clamorosa y a la hipocresía más indignante. Es matanza de seres inocentes y contra natura, porque las víctimas suelen ser de la propia sangre, ejerciendo fríamente una acción infanticida o parricida; es mentira clamorosa e insostenible decir, como se dice, que el feto humano no es una persona cuando lo contrario es una evidencia científica que no admite dudas; y es una hipocresía indignante encubrir la propia conveniencia so pretexto de piedad humanitaria, en el caso de la eutanasia, o mirando hacia otra parte para no ver el propio crimen, en el caso del aborto. La cultura de la muerte, por desgracia, también es otro de los signos distintivos de nuestra época.

 

Racionalidad y mitificación

Si analizamos los comportamientos colectivos en nuestra época, hallaremos también una gran contradicción entre lo que se piensa teóricamente a la luz de la razón, por una parte, y lo que se siente y se hace en la vida social, por la otra. No cabe ninguna duda de que la edad moderna ha significado el triunfo de la razón, no sólo en la solución de innumerables problemas por medio de la ciencia, sino también en la visión y valoración de lo humano superando mitologías e idolatrías. En muchos y fundamentales aspectos, modernidad es sinónimo de racionalidad, y es en la fuerza de la razón donde se sustentan los principios básicos del progreso. Las concepciones mitológicas del mundo, los fanatismos religiosos, las preeminencias sociales, por ejemplo, son cosas que pertenecen a un pasado lejano, y todo el ordenamiento jurídico de las sociedades modernas se fundamente en visión racional de los problemas. Progresar en la razón es progresar en lo humano, tal como proclamaba la Ilustración, el inicio cultural de la edad moderna.

La visión racional de las cosas, sin embargo, no impide que en nuestra sociedad existan ideas, sentimientos y comportamientos totalmente irracionales que rayan en la mitificación, tales como la astrología y las teorías pseudos religiosas de la “new age”, el culto idolátrico que se profesa a los famosos, o las pasiones fanáticas que mueven ciertos deportes, especialmente el fútbol. ¿Hay algo más irracional en una sociedad, que se enorgullece de ser racional y avanzada, que las pasiones histéricas, las cantidades astronómicas de dinero, o los movimientos de masas que origina el espectáculo de unos deportistas cuyo único mérito es correr y dar patadas a un balón?. Para millones y millones de personas, el fútbol tiene categoría de valor absoluto, como si fuera un nuevo Dios. ¿Y hay algo más contrario a la razón y a la dignidad del ser humano que ese hecho social, también multitudinario, de una juventud cuyo desahogo fundamental sea la esquizofrenia de las discotecas o los gritos y saltos ante los saltimbanquis de tambores y guitarras?.

 

Humanismo y nihilismo

Difícilmente puede compaginarse la defensa del hombre como el gran valor absoluto con la reducción de su ser a la condición puramente material y la disolución de los principios éticos, pero esta es la antropología contradictoria de nuestra época. El hombre está en el centro de toda la actual filosofía y de todo nuestro ordenamiento jurídico y ético, ciertamente, y el único pecado que hoy se admite ya no es la trasgresión de lo divino, sino la trasgresión de lo humano. Nunca, como ahora, se ha dado en la historia del mundo tanta conciencia ética de lo humano, tanta valoración de su dignidad, tanta defensa de sus derechos y libertades. La filosofía humanista, que se inicia en el Renacimiento, alcanza tal fuerza y radicalidad en nuestra época postmoderna, que el hombre es hoy la medida de todas las cosas en el sentido de que se considera plenamente autónomo en su visión del mundo y de la vida, en sus principios éticos y en su libertad soberana para decidir su destino, totalmente al margen de la referencia divina de la que se ha desvinculado.

Pero este humanismo desvinculado de Dios conduce necesariamente al nihilismo, a la aniquilación de todo sentido trascendente y absoluto de los valores humanos, y hoy estamos padeciendo las consecuencias terribles de esta contradicción. La dignidad absoluta e intocable del hombre, que tanto se proclama, se convierte en palabras sin contenido cuando se quiere reducir al hombre a puro material biológico, intentando marcar el destino humano con técnicas de ingeniería genética, exactamente igual que en los animales y en las plantas. Por otra parte, la ausencia de Dios como fundamento de los valores absolutos en lo Absoluto, nos ha llevado al relativismo y subjetivismo en la visión de las cosas y en la vida ética, esto es, nos ha llevado a la aniquilación de referencias, de principios y de valores objetivos. Si no existen bienes y verdades absolutas y el comportamiento del hombre se ha de regir por el principio subjetivista del derecho al propio placer y a la propia libertad, todo queda disuelto en valores relativos, y a la postre, en la nada.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.