Los sentimientos más humanos, aquellos de los que todo el mundo habla porque los vive, son, paradójicamente, los más ambiguos a la hora de precisar su significado; así ocurre con el amor, la vivencia más importante y universal de la persona, pero también la que más se presta a innumerables confusiones cuando se habla de ella. El amor es la palabra que todos invocamos y de la que todos abusamos pasando por alto la profundidad y complejidad que ella encierra. Tal vez resida aquí, en su complejidad, la razón última de que el amor sea continua causa de engaños y desengaños en la mayoría de los humanos. Nos engañamos, porque creemos que el amor es un sentimiento muy elemental, y no es así, y terminamos desengañados, porque sufrimos la frustración de no conseguir casi nunca lo que deseamos. Por, eso, saber qué es el amor, cuantas clases de amor se pueden definir, y cuáles son las características principales de cada una de ellas, es una filosofía práctica que todos deberíamos tener muy en cuenta para la realización de la persona, el ser que, en definitiva, ha sido creado y redimido para amar, y que se estructura, se desarrolla y vive sobre este capital sentimiento.
No es posible dar una definición general del amor, porque existen diversas formas de su vivencia, esencialmente distintas unas de otras, y cuya respectiva dinámica va en direcciones opuestas; englobamos los distintos sentimientos en un mismo término, pero no es lo mismo el amor de los enamorados que el amor materno, o el amor de amistad que el amor caritativo. Todo esto lo sabemos muy bien por propia experiencia. Lo que quizá no sabemos es definir y precisar esas distintas direcciones del amor, un tema que es propio de la filosofía, pero de indudable importancia práctica para saber a qué atenernos cuando deseamos amar y orientar nuestra vida en el amor, sea en el orden puramente humano, sea en el orden cristiano y evangélico. Porque no todos saben diferenciar bien los distintos niveles. Cuando se habla del amor humano, la antropología actual pone el énfasis en la tendencia instintiva de la persona, con olvido de la hondura y las exigencias esenciales de este sentimiento, y cuando se habla del amor cristiano en la catequesis moderna, se cae con frecuencia en la literatura lírica y sensiblera, que muchas veces tiene poco que ver con la realidad.
Al ser el tema humano por excelencia, la filosofía del amor ha sido objeto de estudio desde la antigüedad clásica, particularmente en Platón y sus seguidores. Los griegos distinguían dos modalidades fundamentales del amor: “eros” y “filía”; la irrupción de la teología cristiana aportó un nuevo concepto del amor y un nuevo término -“agapé”- que era desconocido en la filosofía clásica por ser un ideal específicamente evangélico. En una primera aproximación, se podrían definir estas tres modalidades del amor por la dirección de sus respectivas tendencias: hacia uno mismo (eros), hacia uno mismo y hacia el otro (filía), hacia el otro (agapé). Son como líneas vectoriales sobre las que se vertebran todas sus características respectivas y que nos ayudan a comprender la diferencia esencial entre cada una de ellas. El eros es el amor de enamoramiento entre hombre y mujer, la filía es el amor de amistad, y el agapé es el amor específicamente cristiano. En mayor o menor grado, todos los seres humanos experimentan las dos primeras clases de amor, mientras que la última sólo la vemos y admiramos en una exigua minoría de personas.
El amor de enamoramiento (eros)
Hombre y mujer son seres esencialmente sexuados, y el amor entre ellos, que llamamos “enamoramiento”, surge espontáneamente en una intensa tendencia del sentimiento causada por la belleza física o moral de una determinada persona. Uno está enamorado cuando siente a la persona amada como única en el mundo, y su principal característica es la pasión, el deseo impulsivo de ella, porque aparece como absolutamente necesaria para el corazón. De ahí que el eros haya que definirlo como un movimiento hacia dentro de uno mismo, por cuanto viene a satisfacer una honda necesidad natural. Pero esta necesidad en manera alguna es egocentrismo, sino que, muy al contrario, busca satisfacerse en la mutua entrega y donación, pues es tan necesario amar como sentirse amado. El objetivo y la intención última del eros es, por ello, la unión, la fusión total con la persona amada, que es percibida como la única manera para la realización de la propia persona. Así se comprende que el matrimonio, en cuanto realización estable de esa unión total de la pareja, no sea una institución cultural, sino natural, con sus exigencias y propiedades también naturales.
El hecho de que el eros lleva siempre consigo un componente pasional explica el carácter frágil y dramático de este sentimiento, como bien saben los enamorados. “A mayor amor, mayor dolor”, dice un conocido refrán. Paradójicamente, en la poderosa fuerza del enamoramiento se encuentra su debilidad, porque le acechan continuos peligros y dificultades, y muchas veces no es un sentimiento sosegado, sino que está expuesto a dudas, recelos y sufrimientos. Pero no hay que extrañarse: la unión total, que es el fin del eros, exige más de lo que cada uno puede o está dispuesto a dar, y los reproches, los enfados y las discusiones son frecuentes en el amor de la pareja, incluso entre los más enamorados. El mayor peligro de este amor reside, precisamente, en su propia naturaleza, que es la satisfacción de una necesidad profunda e íntima. La necesidad no es egoísmo, por supuesto, pero fácilmente degenera en egoísmo. Cuando se atiende más a la propia satisfacción que a la del otro, o cuando se olvida que el verdadero amor comporta renuncias y sacrificios, las tensiones sustituyen rápidamente a los afectos y pueden presentarse crisis muy graves, con frecuencia irreparables.
Por más que el eros sea un sentimiento esencialmente espontáneo, es una grave equivocación dejar su éxito o fracaso a la libre dinámica del sentimiento, pues éste puede disminuir o desaparecer si no se le cuida adecuadamente. El romanticismo de los enamorados es flor de un día, y ninguna pareja puede vivir en un continuo romance. Y ello es así porque la comunión íntima de dos personas es algo tan maravilloso como difícil, y sólo se consigue a través del continuo desarrollo de las virtudes propias de la relación afectiva, como son la disposición al diálogo íntimo, la atención delicada y la mutua confianza. Es decir, la fuerza del sentimiento siempre ha de ir acompañada de un esfuerzo moral, a veces costoso, por parte de cada uno para alcanzar el objetivo de la mutua unión. Aunque nos parezca extraño, el amor es también un trabajo que se ha de ejercer cada día y constituye un reto que pone en evidencia la calidad moral y humana de las personas. El matrimonio, en este sentido, más que el disfrute pasivo de un amor realizado y cristalizado, es el firme compromiso de cada uno de los cónyuges para ir logrando, paso a paso y día a día, su unión en el amor.
El amor de amistad (filía)
Si el eros es un sentimiento hacia dentro de uno mismo obedeciendo a un afecto pasional, el amor de amistad o filía es un sentimiento de dos polos, que da y que recibe en natural reciprocidad. En la verdadera amistad, la intercomunicación y el mutuo compartir no es algo que se realiza con esfuerzo, sino que surge espontáneamente como expresión de simpatía y afecto entre dos almas afines. A diferencia del eros, no hay en la amistad ninguna manifestación pasional, y se podría decir que es un afecto desencarnado: el amigo ama solamente el alma del amigo, tal como es y tal como se expresa, sin buscar otra cosa que la satisfacción del puro compartir desinteresado. Alguien dijo que el que tiene un amigo es como si tuviera dos almas, y así es en verdad; en el amigo hallamos un eco fiel de nuestras ilusiones o de nuestros problemas, y las palabras que le dirigimos tienen tanta sinceridad como las que nos dirigimos a nosotros mismos. Las tensiones y los malentendidos no existen entre los amigos, pero ello es debido a que la amistad, por su propia naturaleza, es un afecto que no exige, que no impone nada, sino que deja vivir al otro en su propia autonomía.
Estas características confieren un temple tranquilo y uniforme al afecto de la amistad, que contrasta con los altibajos del eros. El amigo sabe que puede contar siempre con el amigo, en los momentos felices como en los momentos tristes, sin ninguna clase de ansiedad, sufrimiento o recelo. Y cuando existe verdadera y profunda amistad, es muy difícil que ésta se rompa. El amigo es siempre el depositario de nuestra máxima confianza, y de hecho le hacemos partícipe de los secretos de nuestra conducta o de las cosas de nuestra intimidad sin excesivos problemas, algo que muy raramente se hace con el propio cónyuge. Dice Aristóteles que sólo cabe hablar de verdadera amistad donde se produce un bien moral. Es verdad que hay muchos que se entienden muy bien para cometer maldades, pero éstos son más compinches que amigos, ya que en el sentimiento de amistad el alma se vuelve más sincera, se reconforta, y parece encontrarse con lo mejor de sí misma. Por eso, cuando una persona no tiene amigos, cabe pensar que es mala persona: muy probablemente nos encontramos ante un ser adusto y desconfiado, cuya única filosofía es vivir para sí mismo.
Todo el mundo dice tener amigos o muchos amigos, pero lo cierto es que la verdadera amistad no suele abundar, y son muchísimas las personas que viven y mueren sin haberla conocido realmente. Dice la Escritura que “el que encuentra un amigo, encuentra un tesoro” (Ecles.6,14), indicando en esta sabia sentencia, no sólo que el amigo verdadero es difícil de encontrar, sino los grandes bienes morales que nuestra alma recibe cuando uno tiene la gran fortuna de tenerlo. La amistad es un gran bien porque responde a una necesidad profundamente humana, cual es la comunicación entre las almas. En el amigo encontramos el desahogo de lo que nos preocupa, el consejo sincero del que sólo quiere nuestro verdadero bien, y sobre todo, el recurso infalible en la adversidad y las penas. Y de nuevo la Escritura: “un amigo fiel es medicina de la vida” (Ecles.6,16). Cuando la desgracia nos hace ver con meridiana claridad que habiéndonos creído vivir en mucha compañía, vivíamos en realidad muy solos, el amigo que nos tiende su mano es, en verdad, medicina para nuestra alma, y entonces comprendemos por qué es importante la amistad y cuánto necesitamos de ella.
El amor evangélico (agapé)
Existe finalmente otro amor, que nada tiene que ver con los anteriores, cuyo movimiento es únicamente hacia el otro, hacia fuera de uno mismo, sin ninguna clase de reciprocidad: es el amor evangélico o cristiano, que está en la cima de todos los demás amores. Este amor no surge de ninguna necesidad natural, y por tanto, no busca un complemento afectivo, sino que es pura donación en movimiento efusivo hacia los demás: lo vemos en algunas personas, absolutamente admirables por su altura espiritual, que han consagrado su vida en una vocación de amor al prójimo. A diferencia de otros amores, este amor no depende de ninguna condición, porque es gratuita benevolencia; no es selectivo en su afecto, porque se extiende a todos los hombres sin distinción; y no pide nada a cambio, ninguna compensación, porque es un sentimiento de absoluto desinterés. Estas singulares características permiten definir al amor evangélico como amor puro, en el sentido de que no hay ninguna sombra de egoísmo en lo que es sólo donación. Y la donación de la propia persona se convierte en inmolación, es decir, en renuncia al yo y en sacrificio y renuncia a los propios intereses.
Pero no hay que hacerse ilusiones: vivir el amor evangélico no depende sólo de un compromiso que hemos asumido, sino que surge de la plenitud espiritual que hemos alcanzado. Más que un ideal que se ha de realizar con nuestro esfuerzo, es una consecuencia y manifestación de lo que uno es, de lo que uno lleva dentro de sí mismo, y esta precisión es muy importante. Podemos y debemos esforzarnos en amar desinteresadamente al prójimo, por supuesto, pero si no vive en nosotros el Espíritu, sólo quedará en esfuerzo ineficaz, porque nadie puede dar lo que no tiene. La donación de uno mismo hacia los demás surge de la riqueza espiritual que existe en su persona. El amor evangélico tiene un carácter difusivo, de derramar hacia fuera el bien que se lleva dentro, según el principio filosófico de que “el bien se difunde por sí mismo”: como el sol difunde necesariamente sus rayos hacia fuera porque es foco de luz, así se expande el bien moral que existe en nosotros. Y en esta donación e inmolación por los demás encontramos nuestra máxima realización y felicidad: el amor que yo difundo en los demás es mi mayor amor; la alegría que derramo en los otros es mi mayor alegría.
Si el amor evangélico es una consecuencia de la plenitud espiritual que ha alcanzado una persona, ello quiere decir que sólo se podrá encontrar en quien está transformado en Dios, “que es Amor” (1.1n.4,8), última fuente del amor y bondad que se derrama en los hombres. Nos encontramos así, no con una simple vocación para hacer el bien, sino con una vivencia mística y sobrenatural, al modo y manera de los santos. Desde Ghandi, que comienza su lucha por la paz y termina predicando la fraternidad universal fundamentada en Dios, hasta Teresa de Calcuta, cuya vida de caridad heroica hacia los desheredados de la tierra se alimentó de una continua oración, todas las almas que han dejado profunda huella en el mundo por su amor caritativo han sido, de alguna manera, místicas y santas. Porque esta es la gran diferencia entre filantropía y amor evangélico: los filántropos hacen muchas cosas buenas por la humanidad, pero no es el amor su vocación específica, sino la solución efectiva de necesidades y problemas; los santos, en cambio, están unidos al Amor, que es Dios, y su misión es derramar ese amor en todos los hombres, ejemplo viviente de que el amor a Dios y al prójimo son, en realidad, una misma cosa.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.