AI reflexionar sobre la sociedad actual —sus problemas, su comportamiento, su talante—, la impresión que experimentamos es de desconcierto, pues no alcanzamos a comprender lo que sucede y por qué sucede. Nos desconcierta la brutal crisis económica que padecemos, pero no es menos desconcertante la crisis de valores y de instituciones que no parece tener límite, pues en nuestra sociedad ya todo es posible, hasta lo más aberrante. Los cambios son tan radicales y tan acelerados, que lo que creíamos más sólido y estable en la configuración moral del ser humano —piénsese en la familia, por ejemplo— se destruye con suma facilidad. Y estos cambios destructivos no obedecen, como antaño, a ninguna ideología revolucionaria, tal como ocurrió en la revolución liberal o marxista.
Después de tantas guerras para hacer triunfar grandes ideas, hemos entrado en la fase histórica de la “sociedad postmoderna”, que no cree en nada ni lucha por nada, salvo por su bienestar concreto e inmediato. La pregunta inevitable que surge ante este panorama es la siguiente: ¿se trata de una evolución normal en la línea de lo que llamamos “modernidad”, o estamos asistiendo a un proceso acelerado de decadencia y ocaso de una cultura y civilización?. En la última centuria, son varios los filósofos de la historia que apuntan en esa dirección. O. Spengler, en su famosa obra La decadencia de Occidente (1923), piensa que nuestra cultura, al igual que todas las que han desaparecido a lo largo de la historia, ha tenido su juventud, su fase de madurez y su decrepitud en analogía con los seres vivos; y Occidente manifiesta indicios claros de que ha entrado en su última etapa. De decadencia habla también Ortega y Gasset en su ensayo La rebelión de las masas(1929) y en los últimos años, el prestigioso historiador J. Barzum publica su voluminosa obra —Del amanecer, a la decadencia (2001)—, donde describe los quinientos años de nuestra civilización, que ahora parece estar en sus postrimerías. La sensación de que vivimos en una sociedad decadente también la tiene el hombre de la calle, inmerso en un comportamiento colectivo en el que no existe ánimo ni ilusión. Con el fallecimiento del credo marxista ya no existe ninguna ideología social y política que nos proponga la lucha por un futuro colectivo de mayor justicia y felicidad; todo lo contrario: el realismo ha sustituido a la utopía revolucionaria, el escepticismo ha borrado los dogmas y doctrinas, y el conformismo ha sustituido a la ilusión individual y social. En palabras de Ortega y Gasset, en nuestra sociedad no existe altura vital, esto es, la ilusión y la energía que son propias de las épocas creativas y que hemos visto en el pasado no muy lejano. Y esa falta de ilusión está abriendo las puertas a una tendencia destructiva y nihilista, que parece no tener límites. A excepción de los principios de justicia social y de libertad individual, ningún valor humano está exento de ser demolido por una sociedad que vive de espaldas al pasado y que no tiene futuro.
La emancipación moral
El primer signo de que nuestra sociedad está en decadencia es la desvinculación de los principios de su tradición, esto es, de aquellos valores que han constituido la base permanente de su cultura y de su civilización. Porque no se trata de una evolución o progreso en una misma línea, sino de una ruptura, de un corte radical con su pasado. La nuestra es una sociedad desarraigada, que se ha desprendido de sus raíces cristianas, y, como el árbol sin raíz, está condenada a morir por falta de savia. Cuando el “progreso” —esa palabra mítica que está en labios de todos—se identifica con destrucción de todos los valores tradicionales, ya no es progreso hacia lo mejor, sino progreso hacia el abismo. Esa emancipación de nuestra sociedad, que quiere romper los vínculos con su historia y su pasado, lleva el signo de la agonía, porque destruye y no construye, sin suelo firme en el que asentar su crecimiento. Es una sociedad agotada, incapaz de emprender una revolución hacia metas nuevas y más altas. La desvinculación de nuestra sociedad no es sólo en principios y valores, sino que manifiesta su especial gravedad en la ruptura con sus instituciones básicas, como son la familia, la escuela y la Iglesia. ¿Cómo no hablar de profunda decadencia moral en una sociedad que está destruyendo la familia, donde se cría y crece lo verdaderamente humano, que pone en entredicho la función de la escuela, donde se forman y educan las personas, y que ha renegado de la iglesia, una institución básica para la elevación moral de las conciencias?. Si estas tres instituciones básicas están en crisis, toda la urdimbre de nuestra sociedad está en crisis, porque de ellas surgen los valores que nos dan cohesión social, las normas cuyo cumplimiento garantiza la buena convivencia, y las creencias que orientan la vida. A la vista de lo que está ocurriendo, no es extraño que se hable de un “nuevo modelo” de familia, de escuela y de Iglesia, adaptadas, claro está, a la decadencia moral en que vivimos. En nuestra sociedad, esta ruptura de instituciones y de principios va acompañada con una clamorosa ruptura de normas sociales, tal como tenemos que ver y padecer en los medios de comunicación. En toda sociedad sana la gente se atiene a ciertas normas de comportamiento, de respeto y de buena educación, como exige la convivencia civilizada. Pero la buena cultura y civilización han desaparecido en nuestra sociedad. Jamás ha ocurrido en la historia, ni siquiera en sus tiempos más convulsos, lo que vemos y oímos cada día en los medios de comunicación: continuos atentados a !a intimidad y dignidad de las personas, imposición vocinglera de la estupidez y la ignorancia, palabrotas y gestos soeces que no respetan a nadie ni a nada: En nombre de la sinceridad y de la democracia, la gente de nuestra sociedad quiere verse libre de normas y de convenciones sociales; pero, cuando aceptamos la futilidad y el absurdo como algo normal, estamos manifestando que nuestra cultura es decadente.
Los derechos del subjetivismo
El segundo signo de que vivimos en una sociedad decadente es la suplantación de los derechos de la verdad por los derechos del subjetivismo, un principio que lleva en sí el germen de la disolución moral sin límites ni fronteras. La evolución jurídica en los últimos cincuenta años en nuestra sociedad ha derivado a esa situación. El reconocimiento de los derechos humanos por parte de los Estados democráticos, que mantenían como intangibles ciertos principios de ética natural, ha ido evolucionando hacia el reconocimiento jurídico de opiniones contrarias a esa ética. Hace cincuenta años, en ningún país democrático de occidente se reconocían como un derecho de las personas el aborto, la eutanasia o el matrimonio de los homosexuales, por ejemplo; hoy este “derecho” es aceptado por estas mismas democracias debido a la presión social, bien orquestada por los manipuladores de la opinión pública. Y éste es el resultado: en la ética sexual y familiar cada uno puede portarse como quiera. El principio subjetivista aplicado a ciertos principios de la ética significa, en último término, que el bien y el mal objetivos no existen, puerta abierta a todo permisivismo moral. Las democracias posmodernas se definen por este principio: imposición sin contemplaciones en al ámbito económico-social, libertad absoluta en el ámbito de las conductas, siempre y cuando no perjudiquen visiblemente a los demás. Y la mayoría de la gente, por desgracia, piensa de esta manera. Adoctrinados a que todo ha de ser “democrático” para ser bueno y legítimo, cualquier conducta es aceptable si tiene un amplio respaldo social; los votos y las encuestas deciden si algo ha de ser o no permitido, que en el sentir popular equivale a decir que algo es bueno o malo moralmente. La ética se convierte así en un asunto social y político. Y ésta es, justamente, nuestra situación: en esta época postmoderna, la gente tiende a comportarse sin más leyes que las que establece el Código Civil y Penal; todo lo demás es opinión subjetiva. La conversión de ciertos principios de la ética natural en algo subjetivo y opinable es el más claro signo de la decadencia de nuestra sociedad materialista, que sólo se ocupa y preocupa de las cuestiones económicas y de lo derivado de éstas. Con el subjetivismo moral todo queda destruido sin posibilidad de remedio. Piénsese, por ejemplo, en la familia. ¿Qué futuro cabe esperar en una sociedad que está destruyendo el pilar fundamental sobre la que se sustenta?. Si cada uno entiende el matrimonio y la familia a su manera, sin principios objetivos que definan su esencia y finalidad, no puede esperarse que las personas realicen su bien en estas instituciones, tal como ha ocurrido en todos los tiempos. La educación en principios y valores, por otra parte, se hace imposible en esta dictadura del relativismo y subjetivismo que es-tamos padeciendo. Ni la familia, ni la escuela, ni la Iglesia pueden trasmitir los principios y valores fundamentales en una sociedad donde todo es discutible.
El individualismo narcisista
El tercer signo de nuestra decadencia cultural y social es el individualismo narcisista, una filosofía y un comportamiento que, ante el fracaso de los ideales colectivos, busca únicamente la propia conveniencia y bienestar sin más altas preocupaciones. En los últimos cinco siglos, Europa conoció grandes movimientos culturales y sociales —el humanismo, el barroco, el liberalismo y el comunismo— impulsados por grandes ideologías; es la Edad Moderna la que tiene su canto de cisne en el Mayo francés de 1968. La caída del muro de Berlín en 1989 es la caída del comunismo europeo y asiático y, a juicio de los analistas sociales, comienza entonces la llamada Sociedad Postmoderna, en la que las ideologías que se proponían como ideal colectivo entran en su ocaso, en la que un difuso escepticismo acaba con los credos, y en la que los individuos se repliegan sobre sí mismos y sus intereses inmediatos, sin la ilusión y la energía para luchar por un mejor horizonte colectivo: llegó la sociedad decadente. En su famoso ensayo El fin de la Historia, F. Fukuyama presenta nuestra época como el fin de todas las ideologías revolucionarias y el triunfo del liberalismo social y económico, que el autor presenta como la etapa definitiva. Esté o no esté bien fundada esta teoría, lo cierto es que ya no existen ni ideologías, ni credos, ni siquiera utopías revolucionarias, y la demostración de ello son los ejemplos de Rusia y China, las grandes potencias de la revolución comunista en el mundo, que se han convertido en las grandes potencias del capitalismo más descarado. En nuestra época, el protagonista ya no es el partido, el sindicato o cualquier otra fuerza de lo colectivo, sino el individuo que busca su promoción y triunfo personal por encima de todo, que no cree en ninguna ideología redentora, y que orienta todos sus esfuerzos en obtener dinero, en pasárselo bien, y en vivir la vida, única filosofía acertada. La situación que hoy estamos viviendo no tiene precedentes en la historia. A falta de ideales y proyectos colectivos, que es lo propio de las sociedades con altura vital, en nuestra sociedad decadente ha aparecido el individualismo narcisista, esto es, el individuo obsesivamente encerrado en sí mismo y en sus propios intereses e incapaz de sentir la llamada a luchar por un ideal. En este sentido, es muy significativo el hecho de que el pacifismo se haya convertido en un sentimiento y convencimiento casi universal. Porque el pacifismo actual tiene doble lectura: por una parte, es un gran progreso en humanidad y racionalidad, ya que las guerras sólo causan males e injusticias y son la principal manifestación de lo absurdo en el mundo; por otra parte, sin embargo, es un signo de decadencia, pues indica que no merece la pena luchar por nada y que lo único valioso es la vida. Los tiempos han cambiado radicalmente: hace sesenta años, el icono de la época era un joven con la mano o el puño levantados; hoy, el icono es un joven levantando la “litrona” de cerveza.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.