En sus relaciones con el mundo moderno, la Iglesia Católica tiene muy asumido que su imagen siempre estará deformada por inveterados e inamovibles prejuicios, uno de los signos de identidad del progresismo y de ciertos sectores sociales anticlericales. El prejuicio anticatólico, sobre todo en algunos países como el nuestro, es más una actitud que una idea, ya que tiene todas las características de constante histórica que nunca cambia, independientemente de lo que la Iglesia haga o deje de hacer. Es un hecho sociológico: para infinidad de gente que sólo conoce a la Iglesia desde fuera y se hace eco de los que dominan la opinión pública, “católico” es sinónimo de cavernícola, oscurantista, opresor o cosas parecidas, sin tomarse la molestia de conocer lo que con tanta ignorancia critican. “Prejuicio“, dice el diccionario, es juzgar de las cosas sin tener de ellas cabal conocimiento, y no hay ejemplo más claro de lo que es un prejuicio que los enormes disparates que se dicen de la Iglesia, pero con un agravante: aquí la ignorancia es voluntaria, porque se hacen afirmaciones y acusaciones que son producto del odio, la antipatía o la pasión.
Las acusaciones llenas de prejuicios contra la Iglesia Católica es un hecho único que no se da contra otras religiones, a pesar de su enorme superioridad doctrinal y moral sobre todas ellas. ¿Por qué el respeto y la comprensión con la que se juzga al islamismo, al budismo o al hinduismo, por ejemplo, se convierte en apasionada animosidad cuando se juzga a la Iglesia? ¿Qué aspectos negativos especiales tiene el catolicismo para merecer tantos y tan enconados ataques? Son preguntas que no tienen respuesta porque nos hallamos ante enormes paradojas. Acusar de ser enemiga del humanismo occidental a una institución que fue la base original de este mismo humanismo; esgrimir en su contra las armas de la intransigencia en nombre del pluralismo democrático; o, en fin, utilizar de manera sistemática la deformación caricaturesca, la demagogia o la mentira contra una institución que ha contribuido decisivamente a la construcción histórica y cultural de la sociedad, son enormes contradicciones e injusticias a las que sólo cabe encontrarles explicación en la irracionalidad de inveterados prejuicios.
Los prejuicios anticatólicos han cristalizado en unos cuantos tópicos que, a modo de cantinela, se repiten de época en época y de generación en generación cuando se habla de la Iglesia Católica. Los tópicos son utilizados por los que carecen de inteligencia crítica y de honestidad intelectual, simplifican las cosas con malévola intención, y constituyen el instrumento principal para la demagogia. Y esa demagogia no es otra, que presentar a la Iglesia como enemiga de la modernidad, el gran mito de nuestro tiempo. Pero los hechos y la doctrina de la Iglesia están ahí, pueden ser analizados y comprobados por cualquiera, y resulta muy fácil, no sólo poner de relieve la falsedad estúpida de esos tópicos, sino incluso mostrar que la verdad es justamente lo contrario de lo que en ellos se dice y se propaga. Porque cuando se precisan y se profundizan las cosas, tanto en su aspecto histórico como doctrinal -un trabajo de honestidad que, por cierto, nunca ejercen los demagogos– aparece la verdad, y se ve hasta qué punto son falsos esos tópicos que circulan en el mundo de la opinión y totalmente irracionales los prejuicios anticatólicos que los alimentan.
¿Dogmática e inquisitorial, o fiel a Jesucristo?
El primero y más arraigado prejuicio anticatólico se refiere a la posición de la Iglesia en materia doctrinal. Se la acusa de estar anclada en el oscurantismo de la edad media y en la más rancia y obtusa tradición; de no evolucionar doctrinalmente con los nuevos tiempos, tal como han evolucionado otras instituciones; de no permitir el pluralismo y la libertad de opinión y de pensamiento, configurándose como una institución esencialmente antidemocrática; de perseguir la libertad de pensamiento con condenas y métodos inquisitoriales, en línea de continuidad con deplorables actuaciones del pasado; y, en fin, de no modernizar ni intentar acomodar su doctrina al sentir y a las ideas de los nuevos tiempos y de la nueva sociedad. Todas estas acusaciones se resumen en este tópico: dogmática e inquisitorial, el calificativo anticatólico más frecuente.
Es verdad que la Iglesia es inmutable en la doctrina y principios fundamentales de la fe, y también es verdad su intransigencia respecto a las ideas que se desvían del dogma católico dentro de la comunidad de creyentes. Pero esto no es ni dogmatismo pretencioso, ni actitud inquisitorial, sino fidelidad al mensaje de Jesucristo y cumplimiento de su gravísimo deber. Porque la Iglesia no es dueña de lo que enseña en el sentido de que pueda cambiar doctrinas según gustos y conveniencias, tal como muchos suponen, sino depositaria de una verdad revelada que ha de trasmitir fielmente a los hombres a través de los siglos. Y esto es lo que hace, ni más ni menos, el magisterio del papa y los obispos. En lugar de hablar de la doctrina “de la Iglesia”, por tanto, habría que hablar, más bien, de la doctrina “de Jesucristo”, el mismo que dice: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 5, 7).
¿Reaccionaria, o defensora de la verdad?
En un tiempo en el que la confrontación política tiende a infeccionarlo y confundirlo todo, son muchos los que quieren ver a la Iglesia Católica como baluarte del conservadurismo en ideas y principios, una acusación muy frecuente en el mundo de la política. Por antipatía consubstancial, la Iglesia siempre es cabeza de turco para los que dicen estar en la línea del progreso; antaño, era acusada de ser antirrevolucionaria y amiga del “ancien régime”, y esta idea caló muy profundamente en la masa social de los obreros; hoy, que ya no es posible ni deseable la revolución social, se quiere, en cambio, la revolución moral de comportamientos, y la Iglesia es tildada de “reaccionaria” por mantener una doctrina contraria, se dice, al progreso de derechos y libertades, una opinión ampliamente compartida en nuestra sociedad hedonista.
Acusar a la Iglesia de reaccionaria por defender los principios de la moral natural, es un prejuicio que raya en perversión mental, pero así están las cosas. La Iglesia reacciona, ciertamente, pero en defensa de la verdad y moralidad, que hoy se encuentra tristemente vilipendiada. Y es la única institución que asume tan importantísimo deber en el mundo occidental, para vergüenza de otras instituciones. Defender la familia o el derecho a la vida, por ejemplo, poco tiene que ver con el conservadurismo político, sino, más bien, con la conservación de la vida moral. ¿Por qué se ha de presentar siempre a la Iglesia como enemiga del progreso? En el progreso auténtico –la solidaridad, la justicia, la lucha contra la pobreza– está más comprometida que nadie; pero lo que no puede hacer, ni nunca hará, es apoyar el “progreso” hacia el abismo al que nos está llevando la decadencia de las costumbres.
¿Afán de poder, o víctima del poder?
Por extrañas e incomprensibles razones, existe el prejuicio en amplias capas de la sociedad de que la Iglesia está siempre del lado del poder y de los poderosos, y ella misma es vista como poder “fáctico”, con influencia solapada, pero real, sobre la sociedad. Y se aducen como muestras de este poder toda clase de argumentos, desde la prepotencia que la Iglesia detentó durante la edad media con dominio absoluto sobre vidas y conciencias, hasta el poder secreto y maquiavélico que ejerce el Vaticano en los ámbitos de influencia social. Existe todo un género literario, incluso con “bestsellers”, que alimentan ese prejuicio, y en el que no se sabe bien cuál es su origen, si la fantasía desbordada que ve gigantes donde sólo hay molinos de viento, o la necesidad de crearse cosas extrañas para el consumo del morbo.
Hay ciertos tópicos que propagan una cosa, cuando la realidad es justamente lo contrario, y así sucede con el imaginado poder de la Iglesia. A poco que se conozca la historia, tanto la medieval como la moderna, se comprobará que la Iglesia ha sido siempre víctima del poder político, y no su detentadora. En la edad media y durante siglos, la Iglesia ha tenido que luchar denodadamente contra la intromisión de emperadores y reyes en asuntos puramente eclesiales; ha sufrido con total impotencia la desamortizaciones de sus bienes, la supresión de congregaciones religiosas, y leyes sectarias de toda índole; y todavía hoy, en una sociedad que se dice pluralista y democrática, tiene que estar defendiendo continuamente el derecho a ejercer su misión hacia los propios católicos frente a un anticlericalismo que nunca cesa. ¿Dónde está ese poder que tanto se critica y se denuncia ?..
¿Riqueza ostentosa, o servicio a los pobres?
Un prejuicio muy arraigado en ciertos países de tradición católica, como es el nuestro, es asociar la imagen de la Iglesia con la riqueza, el lujo y las apariencias ostentosas, por una parte, y con la vida burguesa y acomodada de un clero alejado de los pobres, por la otra. Hablar de la riqueza del Vaticano, de la suntuosidad de las iglesias o de sus tesoros artísticos que podrían ser vendidos para remediar miserias sociales, es un tópico que repite la gente casi por inercia, y lo malo es que están convencidos de lo que dicen. Y no digamos de la imagen del clero. Existe una tradición de literatura picante y picaresca que presenta a los obispos y a los curas como prototipos del explotador hipócrita, del comodón, cuando no del avaro, y los chistes anticlericales, desde el Decamerón hasta nuestros días, suele ser lugar común para el “divertimento”.
Lo absurdo de este prejuicio aparece ante cualquiera que juzgue las cosas con un mínimo de honestidad. ¿Dónde está la riqueza de un clero, cuya media de ingresos no alcanza, ni de lejos, el salario interprofesional de un trabajador? Señalar con dedo acusador los tesoros artísticos de la Iglesia o sus catedrales en contraste con la miseria de la gente, es burda demagogia, porque ni el patrimonio histórico y artístico es enajenable, ni constituye fuente de riqueza alguna, ni puede la Iglesia privarse de los estructuras y medios necesarios para cumplir su misión. Lejos de estar del lado de los ricos, como injustamente se dice, la Iglesia ha hecho siempre del servicio a los pobres su preocupación y actividad prioritaria: ahí están los centenares de instituciones católicas dedicadas a los marginados y a obras de caridad; ahí están los miles y miles de misioneros que trabajan en el tercer mundo; y ahí está, en fin, las mismas parroquias católicas, refugio y punto de referencia para las personas más necesitadas.
¿Dureza inhumana, o defensora de la dignidad de la persona?
En las últimas décadas, cuando la gran ofensiva en pro de la libertad legal del divorcio, del aborto, de la eutanasia, de los matrimonios gays, de la manipulación genética, y de otras depravaciones morales ha triunfado en numerosos países de occidente, la Iglesia es la única institución que, en nombre de la ética natural y de los principios cristianos, se opone rotundamente a tanta catástrofe moral y humana. Pero la defensa de la verdad y de la ética la ha constituido en el blanco, una vez más, de las iras y acusaciones del progresismo moderno. Se la acusa de ser poco comprensiva e inhumana, anteponiendo una doctrina trasnochada a las situaciones y problemas de las personas. Porque la sociedad consumista tiene dos principios que orientan su comportamiento: el derecho a la libertad subjetiva, que no quiere ninguna limitación ni condicionamiento, y el derecho al placer indiscriminado, que hay que satisfacer a toda costa. Todo lo demás son pretextos para encubrir esta filosofía hedonista y subjetivista.
En contra de este prejuicio, es preciso decir que la Iglesia Católica, hoy por hoy, es la única institución que defiende la dignidad de la persona en todos sus aspectos y derivaciones, y esta actitud confiere a su aislamiento una admirable grandeza: está sola frente el mundo defendiendo al verdadero hombre, y está sola defendiendo su verdadera dignidad. Cuando la Iglesia rechaza la destrucción egoísta e hipócrita de la vida humana; cuando proclama la hermosura del amor humano frente a sus innumerables depravaciones; cuando defiende a la familia como la institución fundamental del hombre y de la sociedad frente a los que la quieren destruir; y cuando, con su doctrina social, hace del hombre el centro de la economía y no mero número de un sistema, mucha gente llena de prejuicios anticatólicos debería decirnos dónde está esa pretendida inhumanidad. Nadie puede dar lecciones de humanismo a una institución cuya visión del hombre es ser imagen e hijo de Dios, fin absoluto en sí mismo, y sagrado e intocable en su dignidad. Y no puede dejar de decirlo en el ágora de Atenas, plaza mayor donde se debaten los asuntos humanos en libertad.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.