La tradición y la historia

Los fastos llevados a cabo, con ocasión del fallecimiento de la reina Isabel II, han puesto de manifiesto la importancia que el Reino Unido le da a sus costumbres y tradiciones. La mención a ambos términos tiene su justificación en la dificultad que siempre he tenido para discernir entre costumbre y tradición. Parece ser que la tradición tiene más que ver con la transmisión y la durabilidad del hecho en sí, mientras que la costumbre es un hábito de comportamiento. Estoy seguro que el lector lo tiene más claro que yo. En cualquier caso ese no es el motivo de estas líneas.

Al margen del concepto utilizado, costumbre o tradición, lo llamativo de ese compendio de actos es su inalterabilidad, su resistencia al paso del tiempo. Se han transmitido de generación en generación, por ello me inclino por la tradición, sin que las modas, los nuevos tiempos hayan hecho mella en su baño dorado.

Semejante boato en España hubiera sido objeto de críticas despiadadas. Son reminiscencias de un pasado a olvidar, se diría. Es necesario modernizarse, diría otro. Qué decir del fabuloso gasto necesario para lucir un simple féretro. En definitiva un derroche completamente innecesario e injustificado, apostillarían los más vehementes.

Confieso que he visto retazos sueltos de distintas ceremonias en estos días de luto en el Reino Unido. Pienso que el conjunto ha sido excesivo, tanto en lo temporal como en lo puramente material. No me atrevo a sopesar la cuestión sentimental pues desconozco por completo el sentir de ese pueblo hacia su soberana.

A pesar de todo ello admiro la capacidad de una nación, en este caso varias naciones bajo una misma corona, para aferrarse a la inmutabilidad de las tradiciones para reafirmar su sentimiento de pertenencia a un grupo sin importarle el qué dirán. Entiendo la tradición como un instrumento necesario para mantener viva la historia, si no toda al menos parte de ella. El mundo anglosajón, a lo largo de su dilatada historia, se ha empeñado en demostrar al mundo que ellos se rigen por sus propios parámetros. Su condición de insularidad ha estigmatizado en su comportamiento un sentir propio sin ningún tipo de complejo.

Sirvan como ejemplo de todo ello su manera de conducir, su sistema de medidas, su moneda, que aun dentro de la Unión Europea conservaron contra todo pronóstico y otras muchas que seguro que ignoro. ¿Qué sentido tiene, actualmente, que tras el entierro de la reina el chambelán rompa, simbólicamente, su bastón? ¿Es de recibo que en el siglo XXI una compañía de marineros arrastre, cual animales de tiro, el armón con el féretro? El broche final lo pone el gaitero de la reina, tocando el instrumento que le es propio, alejándose parsimoniosamente por un pasillo infinito hasta desaparecer en un recodo.

Desconozco el origen de esas tradiciones pero me atrevo a decir que son centenarias. Cualquiera de los ejemplos citados es a todas luces anacrónico. Sin embargo se ha puesto especial interés en resaltar todos y cada uno de ellos con el propósito de manifestar al mundo, con la inestimable ayuda de los modernos medios de comunicación, entre otras cosas, que los británicos no renuncian a su historia por muy extraña que nos parezca a los demás.

No es mi intención criticar los homenajes rendidos a la soberana británica. Me son ajenos los sentimientos que sus compatriotas tenían hacia ella e ignoro como era la soberana como persona. No sé si era cercana o distante, si era buena madre, si era culta. Por todo ello doy por bueno lo que han tenido a bien hacer en sus exequias.

Ellos tienen la habilidad de mostrar única y exclusivamente aquello que les es favorable obviando lo que menoscaba su imagen idílica. Su monarquía ha lavado en diez días todos los trapos sucios que pudiera tener. Ninguna voz se ha alzado para recordar años horribles, ni para comentar el poco ejemplarizante comportamiento de algún miembro de tan selecto club.

España, por el contrario, sin enterrar a nadie, es acusada de manera inmisericorde de haber expoliado los territorios de ultramar, de haber masacrado a las poblaciones indígenas, de haber construido un imperio que perduró casi trescientos años -algo bueno se habrá hecho para que fuera sostenible tanto tiempo- y no hacemos nada por rebatirlo, más bien asumimos nuestro pecado, un pecado que otros han dicho que hemos cometido.

Los británicos por el contrario pasaron por sus colonias como Moisés entre las aguas, sin mancharse las sandalias. En Australia declararon a los indígenas como animales para así poder apoderarse legalmente de todo el territorio al ser “res nullius”, cosa de nadie, vamos como si Australia fuera una pieza de caza. A los indios en Norteamérica les proporcionaron mantas contagiadas de viruela con la intención de exterminarlos. En fin, no voy a hablar más sobre esto pues corro el riesgo de ser reiterativo.

Nosotros, los españoles, con una historia formidable, con hechos relevantes para el mundo, con hombres y mujeres que han sido ejemplo de valentía, fuente de conocimiento, que han servido de inspiración y guía para generaciones posteriores nos empecinamos en cercenar esa historia basándonos para ello en subterfugios impropios de una nación que tanto ha dado a la Humanidad. 

Lo de los británicos, al margen de otros sentimientos menos confesables, me produce admiración y respeto. Lo nuestro me indigna y me sonroja. No puede ser bueno que criterios mercenarios decidan que enseñar, y desde cuándo, sobre una historia que, con sus luces y sus sombras, como todas, ha forjado una nación que ha cobijado a nuestros antepasados y nos está permitiendo a nosotros vivir en una sociedad avanzada, moderna y con unas cuotas de libertad que ya quisieran otros.

Para terminar me permito hacer referencia a una poesía de José Zorrilla que comienza “Corriendo van por la vega….” En ella se relata de manera exquisita como un capitán moro, enamorado de una cautiva cristiana, le ofrece todas sus posesiones, que son muchas,[i] a cambio de su amor. La cautiva rechaza el requiebro alegando el amor por su tierra y sus gentes. El capitán caballeroso responde:

Si tus castillos mejores
que nuestros jardines son,
y son más bellas tus flores,
por ser tuyas, en León,……

 El último verso justifica la cita. Nuestra historia, para nosotros, ha de ser necesariamente mejor y más bella porque es nuestra. Si no lo sentimos así fracasaremos como grupo y como nación. Naturalmente para sentirla hay que conocerla. Difícilmente pueden aflorar sentimientos hacia algo que nos es desconocido. Las teorías adanistas son propias de gente que tiene un gran concepto de sí mismos y, en consecuencia, desprecian lo que hicieron sus predecesores.

En una sociedad de mediocres la única forma de enmascarar las carencias propias es rebajar los logros de aquellos que, con su saber hacer en cualquiera de sus facetas, nos superaron sin ningún género de dudas.

[i]Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores,
y en la vega del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil
cuando encierre tu belleza

 

  • .Juan Manuel García Sánchez es Licenciado en Derecho.