LAS NUEVAS CLASES SOCIALES

El tsumani social que provoca la imposición del globalismo conlleva la destrucción del antiguo sistema de clases sociales que hemos venido conociendo. Ya no hay clase alta, media y baja. Como ya hemos dicho, toda la riqueza es absorbida por la élite, monopolizada por las grandes corporaciones. El ciudadano de a pie es expulsado de la vida económica. Se diría que hemos vuelto a una nueva edad media, en la que, tal y como señalan los autores, sólo hay una minoría, una élite rica, mientras que el resto navega en una marea desclasada, sin que haya nada entre medio, sin ascensor social, sin posibilidades, sin futuro, sin esperanza; aun así, hemos hecho una breve distinción entre los distintos supuestos que la nueva situación genera:

1.- Las élites

Es la clase triunfadora en este mundo globalizado. En la cúspide, tenemos al mundo del dinero, lo que mueve todo, el mundo financiero, la gran banca, con todo lo que rodea a ésta, no sólo sus propietarios, evidentemente, también personal altamente cualificado, pues no en vano los mejores trabajan para los más ricos. ¿Al fin y al cabo, quien no tiene dos carreras universitarias, domina tres idiomas y un master en Harvard?.

En derredor suyo, los propietarios y accionistas de empresas a las que les va bien el globalismo, que, evidentemente las hay. Es más, las que consiguen que este sistema se convierta en una maquinaria perfecta para hacer dinero para una minoría. Sin embargo, cuantitativamente, son pocas empresas, y todas multinacionales, fondos de inversión o grandes corporaciones.

Los integrantes de esta minoría componen un estrato transnacional que encuentra a sus iguales en otras partes del mundo. Carecen de cualquier sentido patriótico, o más bien al revés, desprecian el mismo concepto de nación, de hecho, se comportan como apátridas, bajo un único espíritu de clase, y una única bandera, una única obsesión, la de ser elite. Por lo demás, desprecian a sus conciudadanos que no forman parte de esa élite, considerando que conforman el rebaño, una masa sucia de gente pueblerina y fracasada, una masa informe, idiotizada por la televisión, ignorante, y centrada sólo en consumir compulsivamente en “fast foods” y comprar con el poco dinero que tengan en grandes centros comerciales productos de low cost, incapaces de apreciar las maravillas de un mundo globalizado.

En esa composición de lugar que realizan las élites a su medida, ellos serían los cosmopolitas y sofisticados, los demócratas, frente a todos los demás, que no serían más que un lastre, una masa sucia, con tintes casposos. En cuanto a este lastre se le ocurriera protestar por su condición, la élite utilizaría los conocimientos insertados y la superchería ideológica para acusar inmediatamente al rebaño de ser de “ultra” o de “extrema derecha”.

Así, esta nueva clase, la de las élites, abominaría de sus orígenes del pueblo, le desconocería y viviría en permanente negación de él.

Todo este escenario fue ya descrito en “La rebelión de las élites y la traición a la democracia”, de Christopher Lasch, publicada hace ya más de veinte años.

Para Lasch, que coincide con el Coronel Pedro Baños, la democracia estaba en riesgo precisamente por estas “élites”, por los ganadores de la globalización, que, lejos de ser unos líderes leales con su gente, se comportarían como autistas ante ellos, desconociéndolos y centrándose únicamente en no perder su privilegiada posición únicamente. Teoría que vemos todos los días convertida en realidad y que reviste ribetes demoníacos cuando a estos intereses sumamos la disponibilidad cada vez más acusada de tecnología punta de control de masas de la que disponen las élites.

Por debajo de la élite, pero dentro de esta clase, y aunque no formen parte de ella, entendemos que hay que incluir a la clase alta.

Como decimos, en realidad, la clase alta no forman parte de las élites, pero sus integrantes tienen trabajos que les permiten tener ingresos cuantiosos, importantes, pues o bien trabajan para ellas, o tienen muy buenos trabajos profesionales o técnicos, o simplemente son herederos de algún tipo de fortuna del pasado; y, a pesar de las circunstancias cada vez más hostiles, y a diferencia del resto, se salvan de la quema. Pensemos en profesionales liberales de mucho prestigio, por ejemplo, en este apartado podemos incluir notarios, registradores, economistas del estado, médicos renombrados; también forman parte de esta clase los funcionarios tipo A; y, por qué no, farmacéuticos con farmacia propia, por ejemplo; y, evidentemente los políticos, muchos de ellos con sueldos millonarios.

A esta clase no le va mal el globalismo, es más, es capaz de verle su lado positivo. Mientras observa como la mayoría pasa penalidades, ellos tienen una vida relativamente fácil, dinero para gastar, una Europa sin fronteras y total libertad de movimientos.

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2.- El precariado.

Si las élites constituyen una selecta minoría que se beneficia y obtiene pingues beneficios con el sistema globalista, es también cierto que constituyen tan sólo el 1% de la población. El resto, el 99%, se divide entre dos nuevas clases sociales de reciente creación: el precariado y el lumpenproletariado.

El precariado se conformaría con lo que desde siempre ha sido la clase media, tal y como la conocíamos en el siglo pasado. Serían los restos de la clase media, sobrevivientes en este sistema globalista; en una horquilla amplia que oscila desde la clase alta que se integra en las élites, hasta el principio de la clase baja que supone el lumpenproletariado.

En este segmento situaríamos a cualquiera que tenga un pequeño negocio, una formación media, e incluso superior, una profesión, sea la que sea, y que, a pesar de tener posibilidades de poder valerse por sí mismo, ve día a día como el mercado le maltrata, cómo cada vez hay menos trabajo y más competidores dispuestos a trabajar por menos, y como sus medios se muestran incapaces de generar la riqueza de solo hace unos años. Conforman un amplio segmento social, azotado por todo tipo de fluctuaciones y turbulencias en sus ingresos, que a su vez inciden de forma directa en sus vidas y salud.

Así las cosas, la precariedad laboral es el distintivo de gran parte de la sociedad en estos momentos, de ahí el nombre de esta clase social. Esta precariedad englobaría los supuestos de “no tengo trabajo”, trabajo inexistente, o discontinuidad del mismo “tengo contratos temporales”, o trabajo permanente pero con bajos ingresos. Como decimos, esta situación de inseguridad genera evidentemente problemas de ansiedad, nerviosismo, crisis económina, que finalmente se pueden transformar, ineludiblemente, en psicológicos o médicos.

El precariado, como clase, nació a raíz de la caída del muro de Berlín, fecha en la que se inicia el globalismo rampante que nos azota, con todos sus problemas. El autor del término es el economista británico Guy Standing, que ya en 2011 publicó su libro “The Precariat: The new dangerous class”; y aunque su autor y su estudio se realizó en Inglaterra, el término sirve también para el resto de los países europeos. Además, el éxito del globalismo hace que el precariado sea una clase en continuo crecimiento.

Especialmente grave es cómo afecta esta situación a las nuevas generaciones, a los jóvenes, dado que el sistema sólo tiene sitio y empleo para los mejores, el grueso de ellos bien no tienen empleo o el que consiguen es muy inseguro, obligándoles a vivir en condiciones laborales penosas, impidiéndoles marcharse de casa, tener planes, hacer su vida, tener hijos. Es demasiado evidente esta circunstancia con la casi inexistente tasa de natalidad en España.

3.- El lumpenproletariado .

El término viene de la palabra alemana lumpen, que significa mendigo. En este sentido, y a diferencia del precariado, cuyos integrantes sí tendrían una formación o una profesión y lograrían tener trabajo, aún en unas condiciones penosas o de forma intermitente, el lumpenproletariado ni siquiera tendría esta posibilidad, colocándose sus integrantes un escalón por debajo del precariado, y dependiendo, únicamente, de las ayudas estatales o de trabajos que supusieran, ya directamente, una explotación de la persona en condiciones inhumanas, casi inasumibles o desconocidas desde hace siglos en el mundo occidental. Esto podría llevarlos en algunos casos directamente al suicidio o la delincuencia.

En otros casos, la imposibilidad para valerse por sí mismos, les haría objeto de todo tipo de manipulaciones desde el poder, pues este conseguiría, en este segmento de la población, un voto cautivo merced a las miserables ayudas que les entregara.

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4.- El funcionariado:

En realidad no es exactamente una clase social dado que abarca muchos tramos de sociedad. En su parte más exigente, tendríamos a los funcionarios clase A, de opositores de alto rendimiento, se encuadrarían en el capítulo de las élites, como clase alta, tal y como hemos dicho, sin que se les pueda restar méritos a sus integrantes, ni negar su ímprobo esfuerzo por llegar.

Sin embargo, aquí nos referimos al funcionariado en general, a cualquier puesto que implique dos cuestiones hoy día totalmente exóticas en nuestro mercado laboral: tener un “sueldo garantizado de por vida” y una “plaza en propiedad”, dos características que hacen que, en el mundo totalmente precarizado en el que nos movemos, en el que manda lo efímero, en el que se van sucediendo los contratos temporales de una semana si, otra no, de unos meses en el paro, luego un cursillo, luego otras semanas trabajando… unas características como estas resulten absolutamente envidiadas y codiciadas desde fuera.

Para que nos hagamos una idea del volumen de lo que supone el empleo público en España, tengamos en cuenta el dato de que sólo las nóminas de todos los empleados públicos cuestan al erario español 150.000 millones de euros anuales, más que la supuesta ayuda que iba a recibir España por motivo del coronavirus.

Lo cierto es que el público en general va perdiendo totalmente la fe en la empresa privada, en la pequeña y mediana empresa, que desde siempre ha supuesto el 90% del tejido empresarial, en la que los pequeños emprendedores se encuentran ya agotados por la competencia con las multinacionales, con los impuestos cada vez más numerosos y más altos, a la par que beneficios más exiguos o ya inexistentes, y en el que por parte de los trabajadores se tienen verdaderos problemas para cobrar, con jornadas de trabajo absolutamente maratonianas, con una competencia cada vez más voraz, con condiciones laborales habitualmente abusivas o arbitrarias… un mundo que encadena sucesivos episodios traumáticos en medio de una crisis tras otra, que esconde una profunda sima poco menos que insalvable; paro endémico, un futuro inexistente, con sectores productivos totalmente arruinados.

Todo ello lleva a la existencia de un oasis en medio de la aridez de este desierto laboral: la de los trabajadores públicos. Un mundo en el que, como decimos, sus integrantes consiguen cobrar todos los meses de forma segura. De por sí, esto es ya tan atractivo que existen nada menos que tres millones de funcionarios sobre una población activa de veinte, o sea, nada menos que el 20% los trabajadores en activo, son funcionarios, ahí es nada, y su número va cada vez en aumento, según una información de “vozpopuli”, llegando esta cifra hasta el 30% en algunas comunidades autónomas como Extremadura, de tal forma que el ritmo de crecimiento de trabajadores públicos aumenta a un 4’5 % por año, al mismo tiempo que se destruye la misma cantidad de trabajo privado. De tal forma que llegamos a la situación de que en partes de España el 70% trabaja en el sector privado y el 30% en el público.

Tal y como escribía Héctor G. Barnés, en un artículo para “El Confidencial”: “…en las últimas semanas, cada vez que alguien comienza a contar sus batallas de precariedad, me adelanto, porque sé que tarde o temprano me contará que está opositando o que está planteándose hacerlo”.

Podemos comprobar esto que afirmamos en un sorprendente hecho: las últimas oposiciones de Correos: nada menos que 166.000 jóvenes, y no tan jóvenes, se han presentado en enero de 2020 a unas oposiciones de 4.000 plazas, con la esperanza de ser carteros; un empleo humilde, pero seguro y estable, que les sustraiga de la precariedad y de un panorama laboral comatoso: “Quiero un empleo de funcionario para toda la vida”.

Para ello, se han presentado desempleados, incluso licenciados universitarios, hasta ingenieros, con carreras que nunca han ejercido, y para las que el futuro laboral es inexistente.

El trabajo consiste, mayoritariamente, en repartir el correo, bien a pie o motorizados, tanto en zonas rurales como urbanas.

Es demasiado evidente que no existe ninguna vocación para esto, simplemente, se busca una estabilidad hoy día inexistente en un sector privado en progresiva desaparición.

 

Imagen 1: Verónica Rosique
  • José Manuel Millet Frasquet es abogado.