Nací y me crie en un pequeño pueblo de la provincia de Salamanca. Para los demás un pueblo más de la Meseta Castellana. Para mí, como supongo que para la inmensa mayoría al hablar del suyo, es mi pueblo. Un lugar repleto de carencias y ayuno de abundancias pero lleno de recuerdos de una infancia y adolescencia atrevida, ilusionante y, hasta cierto punto, irresponsable.
No voy a glosar ni la falta de recursos ni mucho menos la holgura en algún aspecto. Solo me centraré en uno que tanto por la escasez como por la importancia del elemento lo hace vital. El agua. No es que no la hubiera. Es que su obtención era harto laboriosa en mano de obra y no siempre se obtenía el objetivo perseguido.
El método habitual era la perforación de pozos, de profundidad variable, en aquellos lugares donde se intuía podía haber alguna filtración subterránea. Si había suerte, después de excavar el pozo sus paredes se recubrían adecuadamente de piedra, empedrar se le llama, para evitar su derrumbe. No quiero extenderme más pues creo ha quedado meridianamente claro la importancia que se le daba al agua por esos pagos.
Pues bien todo esto viene a cuento de algo que sucedió hace un par de años. En una pequeña ladera, de las que delimitan un lugar cuyo topónimo es Vallelargo, precisamente porque es un valle de cierta entidad para mis paisanos -originales no fueron al poner el nombre- había una pequeña fuente. Quizás sea pretencioso hasta la denominación. Era más bien una cavidad de unos ochenta centímetros de diámetro y cincuenta de profundidad.
A cobijo de los troncos de dos hermosos alcornoques y aprovechando la natural caída de la loma los lugareños habían labrado esa modesta surgencia. Desde que mi memoria recuerda la fuente ha tenido agua. Daba igual los periodos lluviosos que la atroz sequía. El nivel del agua permanecía, más o menos, constante. Bien es verdad que la cantidad de agua recogida era muy modesta pero suficiente para saciar la sed y llenar un humilde recipiente que permitiera continuar con el trabajo, sin sufrir en demasía los rigores del calor.
Los pastores, ganaderos y labradores, principales usuarios del manantial, la cuidaban con mimo haciendo un uso racional y respetuoso con el recurso, conscientes de su importancia. Nunca faltaba una rama seca de un espino, que prosperaba con esfuerzo en las inmediaciones, colocada encima de la fuente para que los animales más fuertes no dañaran el preciado afloramiento.
Todo iba bien hasta hace unos años cuando un mal día, un aciago día, un operario que estaba arreglando los caminos con una potente excavadora se acercó al manantial a beber. Hombre sin duda de capacidades sobresalientes elucubró que aquella modesta oquedad merecía una acción inmediata por su parte. Es posible que pensara que las gentes de ese pueblo eran poco hacendosas al no haber ampliado lo que según él podían ser los Ojos del Guadiana.
Sin pensárselo dos veces se subió a su máquina infernal y con certera precisión clavó el cazo en nuestra fuente. Supongo que al no ver resultados inmediatos, intuyo que pensaba que brotaría el agua como en la Fuente de Abrahán, insistió en su descabellada acción hasta convertir el santuario del agua en un horrible y áspero socavón.
Nunca más volvió a remansar el agua en aquel lugar. A lo sumo se percibe, de cuando en cuando, el rezumar de la tierra que ve como su savia es absorbida por la ávida arena al no encontrar la fina capa de arcilla, que la retenía trasparente, y la hacía accesible al caminante.
La Humanidad avanza y, en la inmensa mayoría de los casos, lo hace facilitando la vida a sus integrantes. Ese avance no está exento de peligros si no se analizan los contornos del camino. Tenemos herramientas suficientes para establecer normas éticas, morales jurídicas que permitan que esos logros, que con tanto ahínco perseguimos, no se lleven por delante la esencia de lo humano.
La evolución tecnológica está bien sin duda pero el ser humano es algo más que un móvil. Recuerdo los versos de Quevedo “erase un hombre a una nariz pegado” con los que quiso, y seguro que consiguió, menospreciar a su rival Góngora. Lo sustancial ha pasado a ser el aparato, la tecnología y lo accesorio el hombre.
Cuidemos de nuestras “fuentes”, el amor, la amistad, la solidaridad, la empatía, el compañerismo, la generosidad y tantas otras. Aquellas que en momentos de zozobra nos permitieron, y sostengo que aún nos permiten, dar cierta certeza a la natural incertidumbre del destino.
La conciencia, la buena conciencia, que todos llevamos de serie por más que nos empeñemos en denostarla, alumbraría la senda del progreso evitando, o al menos minimizando, los tan manidos efectos colaterales que pasan por delante nuestro y que asumimos con peligrosa normalidad.
En el caso de mi añorada fuente solo era preciso sentido común, otra herramienta sin duda más modesta que las anteriores pero a todas luces eficaz, y que aquel engreído ser humano, ahíto de tecnología y vacío de sentido común, hizo desaparecer de manera irreversible.
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