La indiferencia religiosa

Entre los profundos cambios que ha experimentado nuestra sociedad occidental en los últimos cincuenta años, hay que destacar la gran extensión de la indiferencia religiosa, la mayor dificultad a la que se enfrenta la Iglesia en su labor pastoral y evangelizadora. Es un fenómeno cultural y social nuevo, que no tiene precedentes. En la mayor parte del siglo veinte, el ateísmo militante de los regímenes marxistas fue la gran amenaza contra la religión, perseguida política y socialmente como alienación del hombre, a través de la intimidación y de la fuerza; hoy la situación es de muy distinto signo: Dios y la religión han dejado de ser, no ya una vivencia, sino una cuestión que despierte atención e interés en una gran parte de la gente. La animadversión de una minoría se ha convertido en la indiferencia de la mayoría. Son infinidad los que “pasan” de la religión, considerada una cultura superada del pasado, y Dios ya no está en el horizonte de la vida de nuestros contemporáneos, ni como cuestión última, ni como problema.

La indiferencia religiosa en una buena parte de la humanidad es un fenómeno histórico totalmente nuevo, porque en todas las civilizaciones y culturas, desde el paleolítico hasta nuestros días, las creencias religiosas estructuraban la vida de los pueblos. Antes del surgimiento de las grandes religiones, los hombres de Neanderthal ya enterraban sus muertos en la creencia de la sobrevivencia del alma, y hubo sociedades, como en el antiguo Egipto, en que toda la vida giraba en torno a la vida de ultratumba; en épocas posteriores, las grandes religiones del judaísmo, del budismo, del cristianismo y del islamismo configuraron la vida cultural y social en todos sus aspectos; de hecho, todos los grandes monumentos artísticos a través de la historia, como los templos, son de carácter religioso. A la vista de esta constante histórica, resulta inevitable afirmar que el hombre es religioso por naturaleza, y la indiferencia religiosa se ha de explicar, por tanto, como una alienación de lo humano, justamente lo contrario a la tesis marxista.

La explicación de por qué la indiferencia religiosa se ha instalado en el alma de muchos contemporáneos es compleja, como ocurre en todos los grandes cambios culturales, pero en todo caso hay que ir a buscarla en las características de nuestra sociedad postmoderna. Hay quienes quieren explicarla como una evolución natural del pensamiento humano, en el que las creencias, basadas en el sentimiento, son sustituidas por el conocimiento positivo de las cosas, basado en la ciencia; para mucha gente, todos los interrogantes del hombre, cualesquiera que estos sean, tienen una respuesta científica, y no es necesario acudir a otras instancias de carácter filosófico o teológico, tal como dice A. Compte en su famosa “ley de los tres estados” que rige la evolución de la historia. Pero esto es una superchería. La ciencia puede dar respuesta a infinidad de cuestiones y problemas, pero no tiene respuesta a los interrogantes más profundos e importantes del hombre sobre el sentido de la vida, que es el campo de la religión.

 

La psicología arreligiosa

Para entender el fenómeno social de la indiferencia religiosa hay que entender previamente cómo es el alma del hombre actual, pues ahí se encuentra su raíz. Toda creencia religiosa proviene de la necesidad, por parte del alma humana, de encontrar el sentido último de las cosas y de la vida en una referencia absoluta, más allá de la materia y del tiempo. Una necesidad que surge de los grandes interrogantes, tales como: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido del dolor, del mal y de la muerte?, ¿por qué no existe felicidad en este mundo?, ¿qué hay después de esta vida temporal?. La creencia en Dios, por tanto, tiene su fundamento, no en una mitología de la ignorancia, sino en la necesidad radical que el alma humana tiene de no aceptar y conformarse con el absurdo, por una parte, y de rechazar la idea de la nada que lleva a la desesperación, por la otra. Así lo han entendido los grandes filósofos de la humanidad, como Platón, Aristóteles o Kant, por ejemplo, e incluso los grandes científicos, como Galileo, Newton o Einstein.

Estos planteamientos, sin embargo, no tienen cabida en el alma de muchos de nuestros contemporáneos, que vive tranquila en la superficialidad de la cultura consumista. El ambiente en que desarrolla su vida la condiciona de tal manera, que ni tiene ocasión, ni tiempo, ni ganas de plantearse ninguna otra cuestión que no sea el satisfacer sus necesidades más elementales. En lugar de abrirse a los grandes ideales que den sentido a su vida, el hombre postmoderno busca las cosas, multitud de cosas, cifrando en ellas su felicidad, y por tanto está incapacitado para experimentar los grandes sentimiento espirituales que le abran a Dios; en lugar de regirse por principios y valores que le sirvan para distinguir el bien del mal, la mentira de la verdad, lo efímero de lo permanente, se deja arrastrar por el caos de ideas en una sociedad desestructurada; y en lugar de la reflexión sobre las grandes cuestiones de la vida, sólo piensa en solucionar sus problemas concretos e inmediatos, sin humor para más profundas consideraciones.

¿Cómo es, pues, el alma arreligiosa, que vive tranquilamente sin necesidad de Dios?. Los grandes intelectuales ateos, como Marx, Nietzsche o Sartre, presentan al hombre sin Dios como ejemplo de madurez humana, al superar el infantilismo y alienación que es lo propio de la creencia religiosa; es el hombre auténtico, que recobra su condición (Marx), el hombre superior, que crea su destino (Nietzsche), el hombre totalmente libre, que da el sentido que quiere a las cosas, sin limitación alguna (Sartre). Pero, ¿es esta la realidad que conocemos del hombre sin Dios, o más bien una teoría de filósofos resentidos?. Con total evidencia, es esto último. Lejos de mostrar esa madurez humana que ellos describen, el hombre arreligioso de nuestra sociedad presenta una fisonomía moral muy precaria: es el hombre narcisista, incapaz de sentir otros fines más allá de la satisfacción obsesiva de su ego; el hombre sin autonomía, totalmente moldeado por las modas sociales; el hombre de alma vacía de contenido, sin densidad moral alguna.

 

La sociedad secularizada

La causa fundamental de la indiferencia religiosa en nuestro tiempo es, sin duda alguna, la secularización que se ha instalado en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Dios y la religión han sido desterrados de las instituciones, de la cultura y de todos los órganos de comunicación social. Habida cuenta de que el hombre, en sus ideas y comportamiento, depende en gran medida de la sociedad en que vive, es perfectamente comprensible que en nuestra sociedad secularizada las ideas y sentimientos de los individuos estén también secularizados, sin referencia alguna a la religión. El contraste con las sociedades islámicas es muy significativo. En el Islam, donde la sociedad se estructura jurídica y culturalmente sobre la religión, los individuos son religiosos en una inmensa mayoría, hasta el punto de que todo el mundo reza cinco veces al día y cumple fielmente las prescripciones del Corán; por el contrario, en las sociedades occidentales de tradición cristiana, la religión es un sentimiento totalmente privado, que apenas se manifiesta públicamente.

Si la cultura secularizada conduce a la indiferencia religiosa, ésta se ve potenciada por la crisis de los tres pilares básicos de la sociedad, como son la familia, la escuela y la propia Iglesia en los tiempos postmodernos, las instituciones que conservan y trasmiten costumbres y creencias. No cabe esperar que los niños reciban educación religiosa en sus familias, mayoritariamente destruidas por la epidemia de los divorcios, ni que la escuela imparta esa educación, que el ordenamiento jurídico restringe al ámbito opcional, ni que la Iglesia cubra esa deficiencia, habida cuenta de que los jóvenes no acuden a los templos, pues han sido educados en el nuevo paganismo. Es una gran falsedad decir, como hoy se dice, que la religión, para ser auténtica, debe reducirse al ámbito puramente privado y personal y no manifestarse en la cultura pública, porque se ignora que el hombre se construye según la sociedad en la que le toca vivir: una sociedad secularizada engendra individuos secularizados, tal como vemos en nuestro tiempo.

La secularización de ideas y costumbres no conduce necesariamente al ateísmo militante, ciertamente, pero los efectos de la indiferencia religiosa son parecidos o incluso peores, pues se le quita toda importancia al tema religioso. Sí tener o no tener fe religiosa es algo baladí, tiene escaso sentido ser testigos de nuestras creencias o defensores de las mismas en una sociedad que no necesita para nada a Dios. Cada vez es más frecuente encontrarnos con personas que consideran la religión como una simple afición o costumbre, más propia de personas mayores que de jóvenes, e ir al templo a rezar es para ellas algo tan intrascendente como ir a un club social o cultural. En las sociedades comunistas, donde imperaba el ateísmo militante, la religión era considerada como un mal peligroso que había que erradicar, incluso con violencia; en nuestras sociedades consumistas con indiferencia hacia el tema de Dios, la religión es una mera costumbre de tiempos pasados que la evolución social hará desaparecer. Así de simple y claro.

 

El ocaso de Dios y el ocaso del hombre

La indiferencia religiosa del hombre postmoderno tiene inevitablemente consecuencias desastrosas en su vida ética, como lo estamos viendo y sufriendo en nuestros días. La ética tiene su más sólido fundamento en la religión, y cuando esta desaparece, se destruyen también los valores morales como guía del comportamiento humano. ¿Cómo diferenciar y valorar el bien y el mal en nuestras acciones, si ya no existe la referencia a un Absoluto que los sancione?.La religión auténticamente vivida es el mayor impulso que el hombre puede recibir para realizar el bien moral en todas sus dimensiones; cuando Dios está en el horizonte de una vida, nos entregamos desinteresadamente a grandes ideales, creamos ámbitos de amor y de fraternidad en nuestras relaciones, y superamos nuestros egoísmos. Si viviéramos los ideales éticos del Evangelio, por ejemplo, nuestra enferma sociedad se convertiría en un paraíso, y de hecho, los santos son el más alto paradigma de humanidad porque Dios está en el centro de sus vidas.

La famosa frase de Dostoievski —”Si Dios no existe, todo está permitido”— se está cumpliendo en nuestra sociedad, porque ya no es Dios como Bien Absoluto el que dicta lo justo y lo injusto, sino que es el hombre, en total autonomía y libertad, el que determina lo que es bueno o es malo según su particular criterio. Porque esta es la gran perversión: el hombre postmoderno ha destronado a Dios para entronizarse a sí mismo como dios de sus actos. Y es gran perversión, porque, lejos de encumbrar su humanidad, la destruye en el subjetivismo moral en que vive. Cuando es uno mismo quien determina el valor moral de sus propios actos, el bien y el mal objetivos ya no existen, y en efecto, todo está permitido, hasta lo más atroz, porque cada uno se convierte en su propio legislador. Así se explica que el aborto, el crimen más terrible porque es matar conscientemente al propio hijo, se haya convertido, no en un acto permitido, sino en un derecho que se ejerce sin limitación penal alguna y con el beneplácito de nuestra sociedad.

Digan lo que digan los filósofos agnósticos, los hechos demuestran que el ocaso de Dios lleva inevitablemente al ocaso de lo humano. La religión es “religare”, esto es, estar ligado a Dios en dependencia del Bien Absoluto. Pero la indiferencia religiosa ha engendrado un hombre desvinculado, sin raíces que fundamenten sólidamente su humanidad: desvinculado de sus tradicionales creencias, desvinculado de normas éticas, desvinculado, en fin, de Dios. Y esta desvinculación conduce al nihilismo, a la aniquilación de todos los ideales morales. Como dice G. Marcel, “nuestra generación es la más desguarnecida de la historia, porque ya no cree en nada”. Más que las ideas, son las creencias las que rigen a los individuos y a los pueblos, y cuando estas ya no existen, la sociedad está condenada al vacío existencial. Por lo demás, la indiferencia religiosa es signo de inautenticidad, de rehuir las grandes cuestiones que nos afectan, porque no hay más importante cuestión para el hombre que la de Dios, del que depende el ser o no ser de su vida.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.