El cristiano necesita saber qué actitud ha de tomar ante los hombres y ante la vida, porque de la actitud deriva siempre la calidad del comportamiento. Pero no todos tienen una idea clara sobre tan importante cuestión. Sin duda alguna, la actitud del cristiano no puede ser otra que la presentada en el Evangelio; pero ¿cuál es en concreto? ¿Qué implica pensar y sentir según el espíritu de Cristo? La cuestión es más profunda y compleja de lo que se supone, porque el Evangelio, en su aparente simplicidad, nos prescribe dos actitudes ante la vida, cada una de las cuales parece negar a la otra: la radicalidad y el espíritu de comprensión. No hallamos esto en las doctrinas humanas. El Evangelio contiene, por una parte, exigencias radicales que se contraponen a la dimensión en que vive el hombre real; por otra parte, sin embargo, está en amorosa cercanía de las miserias del hombre y comprende su fragilidad. Las dos posturas, aunque parezcan opuestas y mutuamente excluyentes, son esenciales a la actitud evangélica. La doctrina radical de lo divino no es obstáculo para ser, a la vez, la doctrina más comprensiva de lo humano. Es esta una consecuencia del Misterio de la Encarnación. En Cristo, lo humano es negado y transcendido por la verdad y santidad divinas; pero, a la vez, lo divino respeta a lo humano y se solidariza con su pobre condición en un amor de infinita misericordia.
Si tal es la actitud evangélica ante la vida, el cristiano ha de vivir sobre la difícil tensión de dos exigencias contrapuestas: la exigencia de lo divino y la exigencia de lo humano. No puede caer en posturas extremas de uno y otro signo. Pero vivir en un tenso equilibrio no es buscar el término medio y el compromiso, porque en ese caso quedaría desvirtuado el Evangelio. La actitud del cristiano no es una actitud «ecléctica» o de medias tintas, sino que es una actitud «dialéctica», que mantiene en tensión lo que se contrapone. Debe aferrarse a la verdad divina, a sus ideales y exigencias radicales, sin ceder un ápice en su fe; pero, al mismo tiempo, debe ser realista, dialogante y comprensivo con los hombres. El cristiano auténtico está por encima de las posturas apasionadas que dividen a los hombres porque sabe armonizar lo que los demás contraponen. Es muy natural, por tanto, que casi nunca sea entendido y que reciba acusaciones de una parte y de la otra. Unos, los más liberales, le acusarán de fanático porque es fiel a la verdad divina; y otros, los más fanáticos, le acusarán de traicionar la fe porque respeta y ama al hombre que peca y que yerra. Pero ni unos ni otros le entienden, porque no entienden la actitud evangélica.
Por no saber mantener esta tensión, muchos cristianos caen en posturas extremas que parecen evangélicas, pero que no lo son en realidad. Hay cristianos aferrados de tal forma a la radicalidad, que llegan a distanciarse cordialmente de los hombres, condenan histéricamente todo cuanto les rodea y caen en la actitud típica del «resentido»; lo que comienza siendo seguridad en la fe, degenera en fanatismo. Corren este peligro los cristianos fervorosos que no saben vivir en un mundo extraño a la fe, como es el nuestro. Pero esta actitud sólo puede llevarlos al aislamiento estéril y a un peligroso olvido del espíritu de las Bienaventuranzas. Y hay cristianos —hoy más numerosos, ciertamente, que los primeros— que no saben comprender al hombre y acompañarle en sus problemas, sin ceder en las exigencias morales del Evangelio, y no saben asumir una actitud de diálogo, sin ceder en las verdades de la fe; lo que comienza siendo espíritu de comprensión caritativa termina siendo pérdida de la propia identidad. Corren este peligro los que están más atentos a solucionar problemas sociales que a la reforma espiritual del hombre. Y esta actitud les lleva a confundir el Evangelio con la sociología o incluso con la política.
No es esta la actitud que le corresponde vivir al auténtico cristiano. El equilibrio de tensión entre dos exigencias ha de ser mantenido, por el contrario, en las tres dimensiones principales que ofrece la vida: en la dimensión de la verdad, en la dimensión ética y en la dimensión del ordenamiento práctico. Y esa actitud debe asumir posturas muy concretas. Respecto a la verdad, el cristiano debe ser fervoroso creyente, pero tolerante de las ideas ajenas; respecto al comportamiento moral, inquebrantable en los principios, pero comprensivo de las debilidades humanas; y respecto al ordenamiento de la vida, gran idealista, pero sin dejar de ser realista. Consideremos estas tres actitudes por separado.
Fe y tolerancia
Cuando se cree estar en posesión de la verdad, se engendra en el ánimo, casi por tendencia natural, una actitud de intolerancia hacia los que no la comparten. El creyente fervoroso está especialmente expuesto a este peligro. Es muy fácil, en efecto, que la fe en la verdad revelada por Dios —y precisamente porque la verdad sólo es una— nos lleve a adoptar la postura de la intolerancia que parece ser lo más coherente con esa fe, pero que, bien miradas las cosas, no lo es. En el pasado, la intolerancia católica partía de dos principios en apariencia muy sólidos. Uno de ellos, el principal, era que sólo la verdad tenía derechos. y el error, en cambio, no los tenía; y el otro, que era un deber velar públicamente por el bien moral de las almas. La Iglesia invocaba ambos principios para condenar la libertad de ideas en materias religiosas y morales, ya que las ideas —y ello es cierto— son la causa principal de los males morales de la sociedad. Había, sin duda, una cierta lógica, un cierto fundamento jurídico para esta postura. No hay que olvidar que estos dos principios eran indiscutibles para la filosofía del derecho público, desde Platón hasta los inicios de la Edad Moderna.
Ahora bien, una cosa es comprender y justificar la intolerancia católica en el pasado, y otra querer revivirla en nuestro presente histórico. Porque, de una parte, los fundamentos del derecho han cambiado; hoy ya no se contempla el derecho de la verdad en sí misma, sino los derechos de la conciencia subjetiva, lo cual entraña el derecho a equivocarse. Se esté o no de acuerdo con este giro, así piensa la casi totalidad de nuestro mundo, y el derecho tiene uno de sus principales fundamentos en el consentimiento universal. De otra parte, la intolerancia doctrinal, cuando se traduce en atentados a la dignidad y a la libertad de las personas, deja de ser una actitud evangélica para convertirse en lo contrario. El «fanatismo» es antievangélico, no en lo que tiene de intolerancia doctrinal, sino en lo que tiene de actitud moral. La agresividad y la falta de respeto a las personas está en las antípodas de lo que es el espíritu de Cristo: mantener la verdad en la humildad y en la caridad.
El cristiano ha de saber armonizar la fe inquebrantable en la verdad revelada, con la tolerancia respetuosa hacia las ideas de los demás. He aquí la primera actitud de equilibrada tensión entre dos principios antagónicos. Ha de mantener, por una parte, la fe en medio de la tolerancia. Es una opinión muy difundida entender la tolerancia como transigencia doctrinal, como cambio de principios si así lo exigen las circunstancias. Al católico fiel, por ejemplo, se le suele calificar de «intolerante». En realidad, los que así entienden la tolerancia parten del principio de que no existe ninguna verdad inmutable, sino que la verdad es relativa y cambiante. Esta actitud equivaldría al suicidio del cristiano. La tolerancia —al menos para nosotros— es tolerancia hacia las personas que sustentan las ideas, no hacia las ideas mismas cuando éstas se oponen a las verdades de fe. En tiempos como el nuestro, nada hay tan necesario como esa fidelidad a la verdad. El cristiano de hoy debe superar el «complejo» de sentirse señalado como espíritu singular y tener la valentía, que es honestidad, de presentarse como creyente sin reticencias ante el mundo de los hombres. Debe saber que la fe es, hoy más que nunca, soledad, es decir, incomprensión y rechazo por parte de la mayoría. Debe saber que las verdades de su fe están por encima del tiempo, que los hombres y las ideas pasan, pero que sólo la Iglesia permanece. Y debe creer en la fecundidad misteriosa de la Palabra de Dios, que no necesita adulterarse para ser eficaz y responder a los problemas de los hombres de hoy, como los de cualquier tiempo.
Por otra parte, sin embargo, el cristiano ha de desarrollar la tolerancia en medio de la fe, que es apertura a las ideas y a las personas. La Iglesia ha practicado siempre, ya desde su inicio, el diálogo con la cultura de cada tiempo, y ella misma fue gestadora de cultura; el rechazo de ese diálogo conduce al espíritu de secta, y la Iglesia nunca fue ni será una secta. La apertura a las ideas de cada época viene justificada en que hay muchas verdades mezcladas con los errores, y todo lo que es verdad, venga de donde venga, es asumido y confirmado por la verdad divina. La intolerancia, por tanto, nunca puede ser entendida como espíritu de «ghetto» o anticultura. Pondríamos en peligro la misión misma de la Iglesia. Respecto a las personas, la tolerancia se fundamenta en las condiciones propias de la fe y en el respeto que debemos a la libertad humana. La fe supone siempre la posibilidad de ser rechazada, y es prácticamente imposible que sea comprendida y aceptada por todos, a pesar de los mejores esfuerzos. Para librarnos de ciertas tentaciones, no hemos de olvidar jamás que la fe no es una ideología que se impone desde el poder, sino una llamada que espera la respuesta libre de cada persona. Hoy más que nunca el cristiano debe aprender a convivir con el «mal de las ideas», que es tan inseparable de la condición humana como el mal de las acciones. Por otra parte, respetar a las personas equivale a respetar sus ideas, porque en ellas va expresado lo más íntimo y nuclear de cada uno.
La tolerancia cristiana tiene, si profundizamos en la cuestión, un sólido fundamento teológico. En efecto, la verdad divina es lo suficientemente profunda y amplia para asumir lo auténticamente humano sin verse desvirtuada, y puede, por tanto, propiciar sin miedo el diálogo con las ideas de los hombres. Y es lo suficientemente fuerte para imponerse por sí misma, sin necesidad de imponerse por la fuerza humana. Ser tolerante es, en definitiva, ejercer la confianza en la Palabra.
Radicalidad y comprensión
En el Evangelio, la personalidad de Cristo aparece uniendo armónicamente dos actitudes opuestas que los demás hombres no saben integrar: la radicalidad de las exigencias morales y la comprensión misericordiosa para con los hombres. Una y otra actitud se dan en Cristo sin menoscabo alguno de la otra. Es innegable, por una parte, que la actitud de Cristo es radical e inflexible en todo aquello que mira a Dios. La voluntad del Padre está por encima de cualquier otra consideración; exige a sus seguidores la ruptura drástica y total de todo lazo y compromiso humano; y su entrega al Reino ha de ser tan completa, que ha de llegar a la inmolación, a la «pérdida de sí mismos». En los principios del Reino y en las exigencias morales, Cristo no admite ni la moderación ni las medianías. Todas sus palabras son radicales y ponen al hombre ante una radical alternativa. Pero, por otra parte, también es innegable que Cristo aparece como la encarnación de la más amorosa misericordia y de la más paciente comprensión hacia el hombre pecador. Su odio al pecado no le impide ser el «amigo de los pecadores», y su actitud de radical intransigencia no le impide ser «manso y humilde de corazón» para con los hijos de los hombres. La enemistad y la espada quedan totalmente proscritos para sus discípulos, y es el amor incondicionado, universal y heroico hacia todos los hombres el mandato nuevo y supremo.
El ideal cristiano es, sin duda alguna, radical en sus fines y en sus exigencias. El cristianismo es mucho más que una buena ética. No busca sólo un ordenamiento recto y racional de la conducta, corno la ética, sino que busca un «nuevo ser» del hombre que ha de lograrse con la transformación total y radical de su espíritu. Mientras que la simple ética nos manda ajustarnos a los imperativos de la razón y no salirnos de ella, la ética cristiana nos exige salir de nosotros mismos, perdernos en Dios, ir más allá de lo que los hombres consideran razonable. Porque ya no se trata de la honestidad de la conducta, sino de la «conversión» al Reino, lo cual implica una renuncia, una entrega y un fin radical. La renuncia radical viene exigida porque es la condición necesaria para lograr ese nuevo ser al que somos llamados; si no estamos vacíos del propio egoísmo, no podemos llenarnos de la nueva vida en Dios. La entrega radical es exigida porque se nos invita a hacer de nuestra existencia una práctica completa de amor; y en el amor no se admiten medianías ni componendas. Y el fin de la ética cristiana es radical porque estamos llamados todos, absolutamente todos, a la santidad que es unión sobrenatural con Dios; y esto es mucho más que lograr una buena conducta. Si se tienen en cuenta estas exigencias, se comprende que la radicalidad cristiana lleve inevitablemente a una neta separación y contraste entre el mundo de la fe y el otro mundo. «No puede haber nada en común entre la luz y las tinieblas» (Rom. 7, 27). El pequeño rebaño que sigue la fe de Cristo, aun sintiéndose hermano de todos los hombres, no puede ser asimilado por el mundo.
Pero la radicalidad en las exigencias no impide que el cristiano deba ejercer una comprensión sin límites de la debilidad y del pecado de los hombres, sus hermanos. En el mundo, cuando se quiere disculpar o comprender al prójimo, se suele quitar importancia a los principios morales quebrantados; es decir, la transigencia con los hombres es casi siempre transigencia con las normas. No es esta la actitud del cristiano. El debe ser intransigente con los valores morales sin cesar de ser comprensivo con los que los infringen, aunque sea gravemente. Odia al pecado, pero debe amar al pecador. Por otra parte, si los demás hombres ponen límites y condiciones al perdón, el cristiano nunca los pone. Sabe el cristiano que el pecado es inseparable de la condición humana y que nos hermana a todos en una misma debilidad y fragilidad; en este sentido, la acusación del pecado ajeno es siempre acusación del pecado propio, y por eso la comprensión surge de la humildad evangélica. Sabe también que la misma radicalidad del amor exige aceptar a los hombres tal como son, tener la paciencia misericordiosa que Dios tiene con todos y no imponer ninguna condición para amarlos. Y sabe, en fin, que cualquier intento de erradicar el mal por la fuerza, aparte de ser infructuoso, se aparta del plan salvador de Dios, que «llueve sobre justos y pecadores» (Mt. 5, 45).
No es fácil mantener el equilibrio de estas dos actitudes complementarias que, una vez más, implican una tensión del ánimo. Cuando el equilibrio se rompe —cosa harto frecuente—, surgen actitudes que parecen virtuosas, pero que en realidad son viciosas. Comprender haciendo caso omiso de las normas y principios morales, lleva a un aguado humanismo que sólo por un inmenso abuso puede pasar por cristianismo. Y exigir, sin comprender, lleva a la dureza del corazón que está muy cerca del rencor y del sadismo. Ni una ni otra actitud es cristiana. El cristiano, sin embargo, puede verse arrastrado fácilmente por alguna de ellas. Es una peligrosa tentación bajar el nivel de las exigencias o incluso renunciar a ciertos principios cuando vemos la relajación universal de las costumbres. Pero también es peligrosa tentación que la tristeza de ver el pecado y sus efectos nos lleve al despecho o al odio hacia el mundo de los hombres.
Idealismo y realismo
El tono y el nivel de una existencia depende de la actitud que ante la vida se tome. Hay gente idealista, cuyo punto de mira es demasiado alto y pide a la vida aquello que no puede dar; y hay gente realista, que busca la eficacia práctica hacia fines demasiado bajos. Por razones distintas, unos y otros fracasan en el ordenamiento de su existencia. Esa actitud integradora entre lo ideal y lo real, que casi nadie consigue, es, justamente, la actitud propia del cristiano. La vida de fe, de esperanza y de amor, que define la vocación del cristiano, es una vida de tensión creadora entre el idealismo y el realismo. Ambas actitudes son absolutamente necesarias. Sin la superación que da el ideal, estas virtudes no se ejercen en su condición de «sobrenaturales» y no llegan a transformar en Dios la vida del cristiano; y sin el asentamiento en lo real, terminan siendo sentimientos románticos sin ninguna eficacia práctica y que, además, nos llevan a lamentables desengaños.
La actitud idealista es inseparable, ciertamente, de la vida de fe, de esperanza y de amor cristianos. Si el idealismo es transcender la realidad hacia valores más altos, ello se cumple en la fe. El creyente juzga la vida con criterios distintos y más altos, ve siempre «otras cosas» en las cosas y, para él, este mundo es el camino a recorrer con la luz de otro, del verdadero. En cierto sentido, cabe definir al creyente como un «quijote a lo divino». El idealismo también es el soporte de la esperanza. Hace falta, en efecto, poner el corazón al resguardo en un elevado ideal para no sucumbir al pesimismo y a la tentación de desesperar, para mantenernos en pie en medio de la experiencia de los repetidos fracasos. ¿Hay mayor idealista que el que «espera contra toda esperanza»? (Rom. 4, 28)? Y es gran idealista, en fin, quien quiere ordenar su vida en el amor cristiano, porque un amor universal que se extiende incluso al enemigo, un amor incondicionado y de constante entrega, sólo es posible si el corazón ve el rostro oscuro de la humanidad transfigurado en el rostro luminoso de Dios. Y a esto se le llama idealismo en grado supremo.
Pero ni la fe, ni la esperanza, ni el amor logran su alto fin si no se aplican a la realidad, si no se «encarnan» en la misma vida. El cristiano es idealista, pero en modo alguno es un visionario o un ingenuo. La fe no puede desarrollarse negando la razón —el «credo quia absurdum» de Tertuliano o de Lutero— porque el irracionalismo ya no es superación de la razón, sino su suicidio; y esto, aparte de ser una evasión, pone en peligro la misma fe. Las exageraciones «místicas» en la fe desembocaron muchas veces en la herejía. La virtud de la esperanza, por su parte, nada tiene que ver con el optimismo ingenuo y con la utopía del idealismo desencarnado. La esperanza cristiana parte de la realidad y sabe que la condición humana no permite hacerse ilusiones; pero, asumiéndola de frente, busca en el horizonte de Dios la fuerza que la hace ser eficaz y constante. Y el realismo es lo que salva al amor cristiano de ser un sentimiento romántico condenado al fracaso. Atraídos por la belleza de este ideal, muchos cristianos «quieren» amar, pero no aman realmente. Olvidan que la vida de amor es entrega más que sentimiento, es aceptación incondicionada más que satisfacciones. Si no se conoce al hombre «real», tampoco puede haber amor cristiano «real».
En estos últimos años, la falta de realismo ha producido verdaderos desastres en la vida interior y en el apostolado. Se ha querido cristianizar y santificar a las almas proclamando ideales ambiguos con un craso olvido de lo que es el hombre. El idealismo ingenuo es, en parte, la causa del abandono de la ascética tal como es propuesta por todos los grandes maestros de la vida espiritual. Y sin la ascética y sus métodos largamente experimentados, la mística es sólo «pseudomística», terreno abonado para toda clase de desviaciones. La transformación espiritual del hombre sólo es posible aplicando un continuo discernimiento, desarrollando un método constante que tenga siempre en cuenta los datos reales de la psicología humana. Aquí, más que en ninguna otra parte, se necesitan el sentido común y el realismo.
La Iglesia Católica, a pesar de mantener la altura de los ideales de la fe, siempre ha dado muestras de gran realismo. Ella es «experta en humanidad» y por eso debemos seguir sus normas. Conviene recordarlo en una época como la nuestra, distorsionada por una ola de irracionalismo espiritual. Lo que parece ser mejor, si no va contrastado por la realidad, se convierte fácilmente en lo peor; lo que parece sublime, puede llevar a lo ridículo. Es preciso mantener el idealismo, que provoca el fervor renovador, juntamente con el realismo, que evita las desviaciones y produce la eficacia. Hubo épocas en que predominaba esto último sobre lo primero, y hoy es lo contrario. Pero la tensión creadora del cristiano siempre ha venido cuando el fervor de la «mística» fue moderado por la norma de la «escolástica».
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.