Como la sombra que acompaña al que camina a la luz del sol, el mal, en sus distintas manifestaciones, es inseparable de la vida humana, tanto individual como colectivamente. El hombre es el único ser de la creación que entra en la vida llorando, pues la primera manifestación del bebé que sale del vientre de su madre es el llanto. ¿Es ello la más clara prueba de que su destino es el sufrimiento?… El mal que sufrimos los humanos es de dos clases, el físico y el moral, y ambos superan nuestra capacidad de comprensión y de control. No comprendemos ni podemos controlar el mal físico de las numerosas enfermedades que padecemos, el sinsentido de los desastres naturales que causan miles de víctimas, los accidentes innumerables que acompañan a la actividad humana. Y tampoco logramos comprender y controlar los genocidios causados por las guerras absurdas, las crueles opresiones e injusticias de unos hombres sobre otros, las infinitas maldades causadas por el interés y egoísmo humano.
La continua e incomprensible presencia del mal en el mundo constituye el tema recurrente de la reflexión humana y al que siempre se asocia el tema de Dios. El hombre moderno, sobre todo, trata de justificar su agnosticismo con preguntas para las que no hay fácil respuesta: ¿por qué existe tanto sufrimiento y tragedia en el mundo?, ¿es comprensible una creación divina tan desordenada y caótica?, ¿cómo encajar la existencia de un Dios infinitamente bueno con la realidad, terriblemente desconcertante, del sufrimiento y del mal?. En la perspectiva cristiana, el mal no es un problema, sino un misterio, que hemos de inscribir en el Misterio Pascual de Cristo. Con todo, es evidente que la mayor parte de los males que se padecen en el mundo tienen su causa en los mismos hombres, en su pecado, y es absurdo no hablar de la culpa de los hombres, pero sí de la culpa de Dios. El pecado es el gran mal del hombre, y pasar por alto esta realidad es desconocer la condición humana.
Aunque parezca increíble, sin embargo, una de las manifestaciones características del hombre actual es haber perdido el sentido del pecado, cuya consecuencia directa es la pérdida del sentido religioso. Para muchísima gente, en efecto, sólo cabe hablar de pecado cuando se hace un daño de palabra o de obra al prójimo, quedando todos los demás actos humanos, sobre todo los de carácter íntimo, al margen de la moral. Nos encontramos así con la gran paradoja del comportamiento humano en su relación con los demás. Por una parte, empleamos toda nuestra fuerza de argumentación para demostrar que no tenemos ni arte ni parte en el mal que nos atribuyen, pues siempre nos estamos auto-justificando; esa misma fuerza, sin embargo, la empleamos en acusar duramente al prójimo, atribuyéndole malicia y alevosía en su proceder. Es decir, el pecado está siempre en los demás, nunca en uno mismo, y de ahí el gran absurdo de que todos somos inocentes y todos somos culpables
Dentro de nosotros mismos
La idea más generalizada que la gente tiene del pecado es la transgresión de la ley divina o humana, y se piensa que no hay pecado si no hay una ley prohibitiva. Siendo esto verdad, sin embargo, es una idea demasiado superficial del tema, porque la ley prohíbe aquellos actos del hombre que ya son malos por su propia naturaleza, y lo único que hace es ayudarnos, protegernos y advertirnos en el camino que debemos seguir para preservar nuestro verdadero bien. Porque el pecado no está fuera, sino dentro de nosotros mismos, en nuestras propias pasiones, y su esencia es el desorden íntimo en nuestra naturaleza racional. Cuando pecamos, se trastorna el orden natural de nuestra alma, se altera la jerarquía de valores, y se deja libre el impulso destructivo de la pasión.
Desorden y destrucción: estas son las dos palabras claves para definir el pecado. La primera y principal víctima del pecado es el propio pecador, porque ese desorden interno le priva de la paz y le hace infeliz.
Desordenada por dentro y sin paz en la conciencia, la persona pecadora proyecta hacia fuera, hacia los demás, el mal destructivo que lleva consigo volviéndola egoísta y agresiva. El mal del pecado es un mal expansivo; nunca queda reducido al ámbito de la propia conciencia, sino que se manifiesta exteriormente causando siempre algún daño a los demás. ¿No es verdad que cuando sufrimos desconsideraciones o injusticias no es por fatalidad del destino, sino por el mal que nos causan personas que obran mal ?… El pecador, sea cual sea el significado de su pecado, vierte veneno en su entorno, y si el mundo es un mar agitado por la efervescencia de tantas y tantas pasiones, hemos de buscar su causa, no en las estructuras sociales y económicas injustas tal como dicen los políticos, sino en los millones y millones de pecados individuales destructores del orden moral. “El mal del mundo -dice L. Tolstoi- comenzaría a desaparecer si cada uno de los humanos se reconociera pecador ante Dios”
No es el pecado, por tanto, una simple falta o infracción a una ley moral, aunque sea la divina, sino que es algo entitativo, una fuerza interior que deforma el alma y la hace obrar mal, independientemente de las ideas morales o religiosas que las personas tengan. Y esas fuerzas negativas son las pasiones desordenadas del placer, del tener y del poder, que están en la raíz de nuestros malos sentimientos y acciones. Esta realidad interna negativa puede ser descubierta por introspección, tal como ha puesto de relieve S. Freud en su doctrina del psicoanálisis. En contra de las teorías de la bondad natural del hombre, Freud presenta el alma humana dominada secretamente por la libido y la agresividad; curiosamente, desde su posición naturalista y atea viene a decir lo mismo que decimos los cristianos: que la naturaleza humana está viciada por el pecado original. Y por ser algo entitativo, el pecado, contrariamente a la virtud, hace al alma mala, inauténtica y fea, tal como vemos en muchas personas.
El pecado y la redención cristiana
Dígase hoy lo que se diga sobre el tema, lo cierto es que si no se admite la realidad trágica del pecado, tampoco se entiende la razón fundamental de la redención cristiana, ya que ésta se define como liberación el pecado de los hombres por parte del Hijo de Dios hecho hombre. “Quien no siente el pecado –dice S. Kierkegaard– está jugando a ser cristiano, pero no lo es en realidad”. Perder el sentido del pecado, es perder el sentido cristiano, porque ya no se siente la necesidad de la redención divina, y es esto justamente lo que está sucediendo en el hombre moderno. Están fuera de la órbita cristiana, por tanto, los que piensan que el cristianismo es sólo un ideal admirable del amor, o una ética de fraternidad, o una doctrina humanitaria; es esto, ciertamente, pero mucho más que esto, pues el cristianismo es la gran tragedia del amor divino que vence al pecado de los hombres con la muerte y resurrección del mismo Dios hecho hombre. Por eso el icono del cristianismo es el Crucificado.
Si nos detenemos a pensar en el significado del cristianismo, tanto en sus dogmas de fe como en sus prácticas, nos daremos cuenta de que la realidad dramática del pecado es el supuesto sobre el que se desarrolla su mensaje. El Misterio Pascual de Cristo, eje central de la fe cristiana, es la victoria sobre el pecado por la muerte en Cruz de Cristo y la apertura a la vida nueva por su Resurrección. Y toda la antropología teológica cristiana se desarrolla sobre la contraposición del dualismo pecado-amor redentor en sus distintos aspectos, tal como aparece en numerosos conceptos del Nuevo Testamento: malas acciones-conversión; tinieblas-luz; carne-espíritu; ofensa-perdón; enemistad-reconciliación; esclavitud-redención; perdición-salvación; muerte-vida. Es decir, la acción redentora de Cristo sólo tiene sentido sobre el supuesto del pecado, mal de los males, y cualquier intento de presentar o predicar un cristianismo ocultando la realidad del pecado, constituye una gran falsificación.
El pecado es cometido por la persona individual, ciertamente, pero puede constituirse como una estructura social, política y cultural que impulse y facilite las malas acciones de los hombres en su conjunto. Es lo que en palabras del evangelio de Juan se llama “mundo”, y al que define en la primera de sus cartas con un término terrible: “El mundo entero yace en poder del Maligno” (1 Jn 5,19). En el mundo predominan las pasiones del placer, del tener y del poder (Cf 1 Jn 2,16) en absoluta contraposición a las Bienaventuranzas evangélicas, y con sus ejemplos, su ambiente e incluso sus leyes, hace que el pecado reine en la sociedad. Es la estructura del pecado que levantan los regímenes políticos totalitarios que aplastan la dignidad y la libertad de los ciudadanos; es el ambiente materialista que incita a la sociedad a la satisfacción egoísta de sus bajos deseos; son las leyes que permiten y propulsan “la cultura de la muerte” en los miles y miles de abortos que se cometen cada día.
La lucha contra el pecado
Siendo la fuerza del pecado esa realidad negativa persistente que se encuentra en cada persona, resulta ineludible trabajar en su erradicación con una lucha constante. Es la “ascética”, ejercicio fundamental de la espiritualidad cristiana, hoy muy olvidado. En la vida cristiana que hoy se estila, sobran sentimientos y falta realismo. Mucha gente se conforma con tener buenos sentimientos, un estado de alma que es potenciado y favorecido por la fe cristiana, pero pasan por alto que el objetivo último de la práctica cristiana es la santidad, que no se consigue ni con buenos sentimientos ni con buenos deseos, sino con un duro y constante trabajo sobre nosotros mismos. La santidad es una transformación interior de la persona, convirtiendo las tendencias egoístas del pecado en una vida virtuosa de amor a Dios y al prójimo, pero esa transformación es el resultado de un largo proceso que dura toda una vida. Por eso los santos, ejemplos vivientes de fe cristiana, son una ínfima minoría.
Para que sea realmente efectiva, en esta lucha contra el pecado es necesario poner los medios adecuados que los maestros de vida espiritual nos aconsejan y que dependen de nuestro esfuerzo humano. En primer lugar, el examen diario de conciencia, pues es lo único que nos garantiza la atención, el control y el trabajo concreto sobre lo negativo de nuestros deseos y acciones; no puede haber progreso espiritual efectivo sin este ejercicio de autoanálisis. En segundo lugar, la lucha contra las tentacionesque nos vienen de nuestra propia naturaleza, de los malos ejemplos del mundo, y de las seducciones del demonio; el hecho de que en el Padrenuestro, la oración fundamental del cristiano, pidamos “no nos dejes caer en la tentación”, nos indica dónde está el peligro constante que debemos evitar. Y en tercer lugar, la dirección espiritual por parte de una persona experimentada; engañarnos a nosotros mismos es muy fácil, y nadie puede caminar seguro en los asuntos del espíritu sin esa ayuda.
Este esfuerzo humano, sin embargo, será inútil si no va acompañado por los medios sobrenaturales que nos vienen directamente de Dios. La fuerza del pecado es tan grande y el alma humana tan débil, que sólo la gracia divina es capaz de remediar este desequilibrio. Y esta gracia que necesitamos nos viene por dos cauces: la oración y los sacramentos. Cuando hablamos de la necesidad de la oración nos referimos a que nuestra alma ha de estar abierta habitualmente a Dios, en comunicación afectiva con Él, para que pueda derramar en ella su gracia transformadora; el símil de la luz eléctrica es muy ilustrativo: si no se enchufa un cable a la corriente, no hay luz, no hay fuerza. Y la oración personal ha de ir acompañada por los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, instituidos por el mismo Cristo como remedio de nuestros males y fuente de santidad; nuestra naturaleza está profundamente viciada por el pecado, y sólo puede ser sanada por un Dios que nos ama.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.