Cuando se ven muchas manifestaciones de la gente, tal como a diario aparecen en los medios de comunicación, las personas sensatas no pueden menos que indignarse, no tanto por las inmoralidades que les es dado a contemplar, cuanto por las estupideces que tienen que padecer. Palabras y comportamientos estúpidos son parte de la condición humana, por supuesto, pero una característica de nuestro tiempo es hacer de la estupidez un derecho que se ejerce diariamente, sin control ni autocontrol, a través de los medios, pues esta es la forma en que entendemos la democracia.
Lo que podría ser el instrumento más eficaz y formidable para promocionar el buen conocimiento de las cosas, se convierte -por razones comerciales, claro está- justamente en todo lo contrario. Debemos padecer, mal que nos pese, opiniones disparatadas con pretensiones de sentar cátedra; espectáculos ridículos, que se presentan como serios; ignorancias supinas, que se permiten opinar de todo sin saber de nada. Se ha perdido el pudor intelectual, y hoy el ignorante se cree en el derecho de decir estupideces ante la audiencia universal, con la pretensión, además, de ser tan respetado y tenido en cuenta como el mayor de los sabios en la materia.
En su famoso ensayo La rebelión de las masas, Ortega y Gasset habla del protagonismo de lo que él llama “barbarie de las ideas” como uno de los signos negativos de nuestro tiempo: “La irrupción de las masas en el primer plano del escenario social, ha engendrado un hombre hermético a la inquietud intelectual, aferrado a grandes tópicos y prejuicios, y con ideas que no son más que apetitos con palabras; y lo que es más grave: incapaz de audición, impone su derecho a decir sus propias necedades en todos los ámbitos, incluso en los más complejos y delicados”. La necedad no es simple ignorancia, sino la ignorancia que no es consciente de sí misma, que se cree en posesión de la verdad, y que tiene la osadía de imponer su criterio con la típica cerrazón de la mente obtusa. Este mal ha existido siempre en el ámbito limitado en que se mueven las personas, pero hoy se ha hecho endémico y generalizado merced a los poderosísimos medios de comunicación, que no conocen límites ni fronteras. A medida en que se ha ido masificando la cultura light de la que se nutre diariamente nuestra sociedad, la estupidez ha roto el ámbito privado convirtiéndose en un verdadero fenómeno social, y al que resulta imposible poner remedio porque lo invade todo y lo infecciona todo.
La opinión y el sentir social están estructurados en nuestro tiempo de tal manera, que no resulta difícil entender por qué la estupidez lleva la voz cantante. Son infinitos los que defienden que no sólo hay que democratizar las costumbres, haciendo libremente lo que a uno le venga en gana, sino que también hay que democratizar las ideas, pensando lo que uno quiera y como cada uno quiera, sin restricción alguna; es claro que con este criterio sobre la práctica de la democracia, la voz de los sabios y prudentes siempre estará tapada por la palabrería altisonante de los necios, tal como vemos cada día. Y este protagonismo de la necedad, por otra parte, es el mejor caldo de cultivo para la manipulación económica y política a través de los medios. A los grandes manipuladores de la opinión social no les conviene que la gente sea inteligente, sino borreguil y estúpida: cuanto menos bagaje de ideas tengan las personas, más fácil resulta orientarlas hacia donde convenga y sacar provecho de su simplismo mental. Por más que se diga hipócritamente que el pueblo es inteligente y siempre tiene razón, lo cierto es que la estupidez de la gran masa es la condición fundamental para la propaganda del vicio y la demagogia política, y por eso tienen tanto éxito.
Hablar de todo sin saber de nada
En los medios de comunicación, con miles de horas y espacios que cubrir, son también miles los temas que se comentan, pero no siempre son miles las personas entendidas, sino más bien todo lo contrario, porque llevan la voz cantante los que deberían estar callados por su escasez de conocimientos. La ignorancia supina o la media ignorancia se vuelve imprudente, osada y dogmática cuando se ve arropada por un ambiente apropiado, y aparece entonces la irrefrenable palabrería de la estupidez para opinar de todo, aunque no se sepa de nada. La ausencia de razones contrasta con la rotundidad de las afirmaciones, como es propio del necio: se opina de historia o de política con groseros prejuicios partidistas, sin ningún conocimiento medianamente consistente sobre los temas; se hacen valoraciones sobre principios éticos y morales, sin tener ni media idea de lo que es ética y moral; y se ataca al catolicismo con tópicos rancios y archisabidos, sin tomarse la molestia de leer ni una sola línea del Evangelio. La gente no se atreve a opinar sobre temas de ciencia porque es consciente de que no sabe, y esto tiene el nombre de ignorancia; pero da afirmaciones rotundas sobre lo que desconoce en temas de historia, política o religión, y a esto hay que llamarlo, sencillamente, estupidez.
La palabrería de la estupidez se alimenta de tópicos, de prejuicios y de confusiones, es decir, de todo lo contrario a un conocimiento preciso de lo que se habla. Son innumerables las gentes que hablan sólo de oídas repitiendo opiniones hechas como en boca de ganso, y cuando la mente es incapaz de salir del estrecho círculo de ciertos tópicos, quiere ello decir que no se ejerce el pensamiento crítico y que no existe ningún esfuerzo de reflexión personal sobre las cosas. Son también incontables los que tienen el pensamiento inflexiblemente cuadriculado sobre determinados prejuicios políticos, abrazando o condenando ideas, no por su contenido objetivo, sino por el maniqueísmo partidista en el que se las coloca; como dice el mismo Ortega y Gasset, pensar por principio en derecha o en izquierda indica hemiplejía mental, y ninguna estupidez es más incorregible que la estupidez engendrada por la política. Pero la estupidez más común es la que se alimenta de confundir ideas, el caldo de cultivo que cocinan diariamente los medios para consumo de los que no quieren pensar; confundir autoridad con dictadura, religión con política, o modernidad con inmoralidad, por ejemplo, no es sólo carecer de ideas claras, sino instalarse de por vida en la necedad.
Si el signo de la inteligencia es el pensamiento crítico que analiza y profundiza las cuestiones, el signo de la necedad es pensar siempre en la misma dirección, y es esto lo que sucede en nuestra sociedad manipulada en el llamado “pensamiento único”: todo el mundo piensa y habla según los mismos parámetros, al igual que todos tienden a comportarse de manera idéntica. Y el pensamiento único en nuestra sociedad, ya se sabe, es el que se considera a sí mismo como “pensamiento progresista”. Son infinidad de personas que por el mero hecho de proclamarse progresistas en ideas les exime de la obligación y del esfuerzo de analizar críticamente la realidad, en lugar de decir las mismas manidas palabras, y de demostrar con argumentos las razones objetivas de las cosas, en lugar de seguir la moda. El auténtico pensamiento se ejerce siempre libre y autónomamente, y cuando se busca el respaldo del número y de la masa para defender una idea, se cae en la confusión de confundir la política, en la que la democracia es la razón suprema, con la verdad de las cosas, en la que debe imperar únicamente la fuerza de las razones. “Las razones –dice San Agustín– se ponderan, no se ennumeran”, pero este principio elemental está hoy lamentablemente olvidado.
El imperio de la banalidad
Si sopesamos la calidad de lo que cada día se ve, se oye y se lee en los medios, se impone la conclusión de que la mayoría de la gente sólo muestra interés por los temas frívolos y banales, lo cual indica el nivel de pensamiento que existe en nuestra sociedad. No se publican apenas revistas culturales, pero nos invaden las publicaciones y los espacios televisivos sobre temas de corazón y deportivos, que son devorados, insaciablemente, por cantidad inmensa de personas; no nos informamos sobre las cosas o acontecimientos de importancia para la humanidad, pero sabemos hasta los más mínimos detalles de lo que hacen o dejan de hacer los famosos en sus vidas absolutamente triviales; y no damos ninguna oportunidad para que nos enseñen los sabios sobre temas que debieran interesar a la inteligencia, pero nos interesamos vivamente las opiniones sobre la gente frívola, con sus estúpidos problemas y sus estúpidos escándalos. El mundo de la frivolidad estúpida tiende a ser, por desgracia, el mundo en el que vivimos inmersos, y los que dominan los medios se orientan sobre el mismo criterio que Lope de Vega mantenía para justificar las malas comedias: “Ya que el que paga es el vulgo, es preciso hablarle en necio para darle gusto” .
En este contexto de banalidad universal, es inevitable que no exista interés por la cultura y la formación de criterios, y tengamos, en cambio, casi todo el espacio y el tiempo de los medios dedicados a la chismografía y a la satisfacción de la curiosidad morbosa. Tal o cual escándalo, tal o cual palabra, tal o cual anécdota, por intrascendente que ello sea, despiertan más interés y más comentarios que ninguna otra cosa, porque la curiosidad y el chismorreo son dos de las tendencias humanas más insaciables. La televisión se ha convertido en un “patio de Monipodio”, en el que remedando y superando con creces el pequeño mundillo de vecindario, dedican el tiempo a sacar lo trapos sucios, no ya de la vecina o vecino de al lado, sino de tanta y tanta gente que se ha hecho famosa, sin saber por qué razón, en nuestro mundo de frivolidades. El diagnóstico de Mclugan –el mundo se ha convertido en una aldea global– es una realidad bien cierta, incluso en su aspecto más negativo. Como ocurre en las aldeas, todo el mundo vive de chismes, de noticias intranscendentes y de curiosidades que no debieran importar a nadie, y todo el mundo comenta lo que no debieran comentar de los demás, uno de los vicios más feos, más estúpidos y más despreciables del vulgo.
A la vista de cómo está estructurada mediáticamente nuestra sociedad, hay que poner en tela de juicio lo que tantas veces cacarean los políticos, intentando convencernos de que uno de los signos distintivos de los tiempos modernos es el progreso de la cultura, porque más bien es lo contrario. Es verdad que los medios técnicos para la información son hoy día portentosos, y nunca podríamos imaginar las facilidades de que dispone cualquier clase gente para progresar en cualquier clase de conocimientos; pero también es verdad, lamentablemente, que esa portentosa estructura se utiliza para la satisfacción y propaganda de banalidades, el alimento cotidiano del que se nutren millones y millones de mentes en nuestro mundo. Y todo tiene su explicación, que en este caso es estrictamente comercial; los medios se deben a la audiencia, y la audiencia no está por la cultura, sino por las frivolidades: así de claro y así de sencillo. Formada de esta manera por los medios, tenemos hoy un tipo estándar de gente que no tiene idea de geografía, de historia o de cualquier otra ciencia, pero que estará enteradísima del último suceso deportivo o del último escándalo de los famosos. Hay progreso, ciertamente; pero no de la cultura, sino de una específica subcultura.
Las nuevas idolatrías
La irracionalidad es inseparable de la condición humana, pero cuando en una sociedad lo que es fútil y vano adquiere importancia suprema y provoca sentimientos desproporcionados, hay que hablar de idolatrías, de nuevas idolatrías, que a esta altura de los tiempos equivale a gran estupidez. Así ocurre, por ejemplo, con el entusiasmo histérico que despiertan en las masas muchos personajes que viven de esta fama, y así ocurre con ciertos deportes como el fútbol, una pasión que rebasa todo lo imaginable. Que la muerte por accidente de una princesa, cuyo único mérito ha sido ser hermosa y salir permanentemente en las revistas del corazón, paralice a medio mundo, desgarre millones de corazones y se la eleve al cielo del Olimpo, es un fenómeno previsible como reacción de la psicología de masas, pero absolutamente irracional por cualquier lado que se mire; y que el fútbol con sus futbolistas, cuya única finalidad debería ser la distracción deportiva, despierte pasiones supremas, mueva miles de millones de dinero, acapare la mayor parte de los espacios informativos, y sea el único tema de conversación y discusión de millones y millones de personas, es un fenómeno social cotidiano, pero no por ello deja de ser, ante el análisis de la razón, una inmensa estupidez.
El pecado de la idolatría, tan condenado en la Biblia por su irracionalidad, subsiste de época en época, y nuestra sociedad es un buen ejemplo de ello. ¿Dónde está esa superioridad de la que nos ufanamos con respecto a las sociedades del pasado y a las que consideramos infantiles?. Las manifestaciones de la idolatría son, por supuesto, distintas, pero el trasfondo es el mismo. No adoramos ídolos de piedra como en épocas remotas, pero tenemos ídolos de carne y hueso que ocupan el lugar excelso de la divinidad ante millones y millones de fans por todo el mundo; no admitimos que a nadie se le considere intocable y sagrado, pero nos consideramos privilegiados si logramos tener un autógrafo de un artista o futbolista famoso; no creemos en mitologías religiosas, pero los mitos subsisten en la devoción irracional que se confiere a determinados símbolos o ideologías, como ocurre en los nacionalismos. Las sociedades antiguas practicaban la idolatría por creencias de carácter religioso que venían a cubrir su ignorancia, y se entiende su desvarío; lo que no se entiende es que una sociedad, que no cree en lo transcendente, que proclama la igualdad de todos los hombres, y que habla de racionalidad a todas horas, viva sentimentalmente en un mundo de idolatrías.
La estupidez de las idolatrías existe hoy, no sólo en el desvarío histérico hacia los famosos, sino en ciertas creencias y prácticas –horóscopos, lectura de cartas, consulta a los médiums– propias de épocas antiguas y que creíamos definitivamente superadas. Como es bien sabido, todas las revistas y algún que otro diario tienen una sección fija sobre el horóscopo de cada día, y mucha gente lo consulta con la misma fe y naturalidad con que consulta la previsión del tiempo, sin cuestionarse qué fundamento científico pueden tener el signo de las estrellas que están a millones años luz de nosotros. La misma credulidad es la que arrastra a mucha gente a consultar el lenguaje de las cartas y las sentencias de los adivinos, un verdadero negocio del que viven ciertos pícaros aprovechándose de la estupidez de la gente. Se cumple en nuestra sociedad lo que dice Pascal acerca de los ateos que se autoproclaman racionalistas: “Incrédulos, los más crédulos; niegan los milagros de Cristo para creer en los de Vespasiano”. Los racionalistas dicen que el triunfo de la razón es el signo de la modernidad, en la que ya no hay lugar para las supersticiones y las credulidades. No es así, porque no tienen en cuenta algo obvio: que el hombre es un ser estúpido y contradictorio.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.