Nací en un pequeño pueblo de la provincia de Salamanca. En el pasé mi infancia y buena parte de mi adolescencia. En dicho pueblo existía, y aún existe, un lugar que se llama el corral concejo. Para mí, durante muchos años, no fue más que un lugar donde jugaba con mis compañeros de infancia. La descripción del lugar no puede ser más simple. Es un recinto, más o menos rectangular a cielo abierto, delimitado por paredes de barro y piedra y con una pretenciosa puerta de sillería, que en cierto modo lo dignifica. Supongo que algo parecido existirá en otros muchos pueblos de España.
Cuando el uso de razón ya hacia mella en mi hormonado cerebro le pregunté a uno de los ancianos del lugar qué significaba lo de corral concejo y qué utilidad había tenido. El abuelo me contó que en ese lugar se reunían los cabezas de familia, residentes en el pueblo, para discutir, y someter a votación, las decisiones que afectaban al bien común tales como el inicio de la montanera, la apertura de pastos para el ganado, la construcción de una charca como abrevadero, la asignación de quiñonadas y cosas parecidas.
En aquellas reuniones en las que participaban, como ya se ha dicho, los cabezas de familia del pueblo, se votaba a mano alzada. Todo el mundo veía la cara y el sentido del voto de cada uno de los participantes, y por supuesto, todos estaban muy pendientes de las decisiones que allí se tomaban pues de ellas dependía, en buena medida, su futuro, el de sus familias y el de su hacienda, en la mayoría de los casos menguada hacienda.
No me lo podía creer. Mi pueblo había sido una imitación de la Atenas de Pericles donde los ciudadanos, de manera directa, votaban las propuestas que afectaban al interés general de la ciudad. Por añadidura, mi humilde corral concejo se erigía, en mi imaginación claro, como una reproducción del ágora ateniense. Como puede suponer el lector esta elucubración mental solo se me ocurrió pasado el tiempo, cuando mi formación académica me permitió acceder a los adecuados conocimientos sobre la materia.
Hubieron de pasar muchos años para que la palabra concejo se abriera de nuevo paso en mi cabeza. Fue ya en edad madura, al iniciar mis estudios de derecho. Cuando leí por primera vez la Ley reguladora de las bases del régimen local y pude añadir a concejo el adjetivo de abierto, pues así se denomina a esta figura vigente, si bien de manera residual, en nuestro ordenamiento jurídico: concejo abierto.
Articulo. 29.3 de la LBRL
En el régimen de Concejo Abierto, el gobierno y la administración municipales corresponden a un Alcalde y una asamblea vecinal de la que forman parte todos los electores. Ajustan su funcionamiento a los usos, costumbres y tradiciones locales y, en su defecto, a lo establecido en esta Ley y las leyes de las Comunidades Autónomas sobre régimen local.[i]
Se preguntará el lector a que vienen estas reflexiones sobre la figura del concejo abierto con la que está cayendo. Pues bien, abusando de su paciencia, intentaré explicarme. Sospecho que el último residuo que queda, en nuestro actual sistema democrático, de aquella primigenia democracia ateniense pura, directa y participativa es precisamente el concejo abierto. Lo único que tienen en común la democracia ateniense y nuestra actual democracia representativa es la palabra democracia. Todo lo demás está desvirtuado, manoseado y adulterado. Aun así soy un convencido defensor de la democracia pero con importantes correcciones al sistema.
Entiendo perfectamente que el funcionamiento de aquella prístina democracia no es aplicable a la situación actual pues, entre otras razones, el volumen del colegio electoral haría imposible un concejo abierto. No obstante, entre el concejo abierto y el estado actual de las cosas debe haber un término medio, un método que permita al elector un contacto más directo y más ágil con el elegido. Esto facilitaría la implicación del ciudadano en la adopción de decisiones que le afectan y se rompería con la desafección, que actualmente se percibe, entre el elector y los políticos, que a la postre son los elegidos.
Buena prueba de esa desafección, de ese distanciamiento, entre el potencial votante y su opción política son los crecientes, y alarmantes, índices de abstención. No hay más que fijarse en los resultados de las últimas elecciones generales y podemos observar lo preocupante y poco representativas que son las opciones elegidas en relación con el total del censo electoral y menos aún con el total de la población española.
Un poco de Excel: los datos han sido extraídos de la página del Ministerio del Interior. Alguien dirá: están manipulados. Pues claro, como casi todos. Pero cuidado, los datos son verídicos, salvo que el ministerio no diga la verdad. Lo que esta “cocinado” es la forma de presentarlos al objeto de que sirvan a mis intereses, que no son otros que los de hacer ver a la sociedad lo poco representativa que es la democracia, precisamente denominada representativa, en la actualidad.
Los votos, legítimos sin duda alguna, de 9.174.159 ciudadanos sirven para sustentar a un gobierno que toma decisiones que afectan a 37.000.000 electores , que en realidad son más de 47.000.000 ciudadanos, ya que una parte no tiene derecho a voto, por cuestiones de edad principalmente. Ya sé que son las reglas del juego que nos hemos dado y nada tengo que decir al respecto salvo acatarlas.
En el siguiente gráfico se aprecia claramente como solo el número de personas que se ha abstenido es muy superior al número de personas que han votado a favor de los partidos que forman el gobierno. Todo ello dejando fuera a los partidos de la oposición que en este grafico no se han tenido en cuenta.
Ciertamente el gráfico que se muestra a continuación es más que discutible. Lo admito. En algún sitio he leído que hay dos formas de no decir la verdad. Una, mentir descaradamente. La otra, decirlo estadísticamente. En cualquier caso es evidente como una minoría gobierna a una amplia mayoría que, bien por falta de acuerdos, bien por desidia, bien por hartazgo, que de todo hay, debe someterse a unos criterios que son contrarios a sus intereses o al menos le son indiferentes.
Sin duda esta situación no es privativa de España. En nuestro entorno más próximo, con naciones consagradas democráticamente, sucede lo mismo o algo parecido. Estamos necesitados de un moderno y genial Pericles que alumbre un nuevo modo de gobierno, o al menos corrija severamente el que tenemos, de tal forma que las inquietudes del ciudadano se vean reflejadas, de manera solvente, en los poderes legislativos y ejecutivos de tal forma que se sienta legítimamente representado y gobernado. Si no podemos ir al corral concejo a votar las leyes que libremente nos damos para regular nuestras vidas, levantado la mano, permítasenos, al menos, acceder a nuestros representantes de manera fluida y respetuosa, al margen de campañas electorales, para poder exigirles el cumplimiento de lo prometido o, en su defecto, vincularlos con una suerte de mandato imperativo ya superado por el representativo en las modernas democracias. Los programas electorales entiendo que deberían ser un compromiso, o mejor un contrato, en el que las partes quedarían vinculadas a ejecutarlo en sus propios términos. Los pactos son para cumplirlos. Pacta sunt servanda, que decían los romanos.
Personalmente quiero conocer a la persona que he votado, una persona que ha de ser próxima, tanto física como emocionalmente, que me lo pueda encontrar por la calle y saludarlo, que pueda pedirle una cita y, respetuosamente, alabarle sus aciertos y afearle sus errores. En pocas palabras, quiero un moderno concejo abierto donde las personas sean los protagonistas reales en la toma de decisiones, donde el interés general, el bien común, sean realmente el fin perseguido, con independencia de que los elegidos sean los responsables de llevar a término la consecución de los objetivos fijados, en atención a su supuesta preparación para el cargo.
[i] Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora de las bases del régimen local.