Cualquier persona mínimamente interesada en historia está al corriente de las múltiples dificultades por las que hubieron de atravesar aquellos hombres abnegados, intrépidos, valientes y soñadores en su quehacer diario para descubrir y colonizar el Nuevo Mundo. El esfuerzo sin medida, la incertidumbre sin límites, la renuncia a las más elementales comodidades, incluso la exposición de la propia vida fueron el denominador común de todas las expediciones.
Con todo hay un aspecto que, con demasiada frecuencia, pasa desapercibido y que supuso un importante obstáculo para la consecución de sus objetivos. Me estoy refiriendo a la comunicación entre unos pueblos que, en este aspecto, poco o nada tenían en común entre ellos, y menos aún con los seres barbudos y cubiertos de metal que habían aparecido, no se sabe cómo ni de dónde.
El relato de los hechos, en principio, puede sorprender por adolecer de cierta incongruencia, no obstante, a medida que se avanza en la lectura cobran sentido y surge el hilo conductor del relato, que no es otro que recordar algunos actores marginales que fueron parte de aquella aventura.
El imperio Azteca.
La primera ciudad fundada en el continente por españoles es Santa María la Antigua del Darién. Por ella pasaron personajes ilustres de la conquista tales como Vasco Núñez de Balboa, Francisco Pizarro, Sebastián de Belalcázar, Diego de Almagro, Gonzalo Fernández de Oviedo y Pedrarias Dávila. Tanto el emplazamiento de la ciudad como su entorno no eran los más adecuados para que aquello prosperase. Fue abandonada, y refundada, varias veces.
La mención a la antedicha fundación tiene su justificación en que, en una de sus evacuaciones, el barco, que tenía por misión devolver a sus vecinos a Cuba, naufragó en unos arrecifes conocidos por Los Alacranes- recientemente se han descubierto varios pecios en ellos- pereciendo la casi totalidad del pasaje. Solo Gerónimo de Aguilar y Gonzalo de Guerrero consiguieron llegar a la costa en algún punto de la península del Yucatán.
Estos dos supervivientes estuvieron largo tiempo conviviendo con los mayas, aprendiendo su cultura y sus costumbres. Tanto es así que Gonzalo de Guerrero formó una familia, al juntarse con una princesa maya con la que tuvo varios hijos. Gerónimo de Aguilar se limitó a convivir con ellos en paz y armonía llegando a aprender su lengua. Este hecho tendría gran trascendencia cuando la suerte, un tiempo después, le puso en su camino a Herman Cortés.
Cuando Cortés tocó tierra continental, y fundó la Villa Rica de la Veracruz, se encontró con unos indígenas que hablaban un dialecto para ellos ininteligible. Ni el latín ni el castellano servían de nada con aquellas gentes. No había forma de hacerse entender y por consiguiente se hacía imposible atender a sus requerimientos y demandas. La tensión fue en aumento pues los gestos eran mal interpretados por los unos y los otros.
Es en ese momento cuando entra en escena Gerónimo de Aguilar tras ser contactado por los hombres del conquistador. Por fin pueden hacerse entender pues Gerónimo hacía de “lengua”- como se denominaba entonces a los intérpretes - traduciendo del maya al castellano. Inicialmente toda iba bien hasta que, en su avance hacia el interior del continente, entraron en contacto con otro pueblo y con otra lengua. Gerónimo le hizo saber a Cortés que desconocía aquella lengua. Era la lengua náhuatl dominante en el imperio azteca.
Ante tal inconveniente cobra protagonismo la indígena Malinche, o Daña Marina una vez cristianizada. La Malinche, como habitualmente es conocida, fue entregada a Cortés como esclava junto con otras varias. En el reparto inicial fue asignada a Portocarrero, uno de sus capitanes. Cuando Portocarrero regresó a España, comisionado por Cortés, este la tomó como amante. De hecho tuvo con ella un hijo, Martin Cortés, uno de los primeros criollos conocidos, que fue educado como paje, junto a Felipe II, entonces príncipe de Asturias.
La Malinche, además de su relación personal con Cortés, poseía una destacada inteligencia, fue singular consejera del extremeño, y conocía el náhuatl y el maya. Este último era su lengua materna y el náhuatl lo aprendió al ser entregada a señor principal azteca. En combinación con Gerónimo, la Malinche traducía del náhuatl al maya, y aquel lo hacía del maya al castellano. De esta forma tan curiosa las negociaciones fueron posibles, e incluso se agilizaron cuando la Malinche aprendió el castellano.
El destino sin duda estaba de parte de Cortés. Sin esa rara coincidencia, encontrar a Gerónimo y conocer a Malinche, la extraordinaria aventura de la conquista del imperio mexica se habría visto seriamente comprometida y puede que el desenlace hubiera sido otro bien distinto.
El imperio Inca.
Idénticos problemas de comunicación hubo de solventar Pizarro en sus intentos de doblegar al Imperio Inca pues el quechua les era ajeno. El trujillano llevó a cabo tres intentos para llegar a los dominios del Inca. En el segundo de ellos alcanzó la ciudad de Tumbes. Es precisamente en ese momento cuando un grupo de indios se incorpora a la tropa castellana como sirvientes. Uno de ellos se destaca por su interés en aprender el idioma de sus señores. Este personaje es el que, con posterioridad será bautizado como Felipillo, en recuerdo del entonces príncipe Felipe.
Felipillo fue uno de los “lenguas” de Pizarro, y de su socio Diego de Almagro - personaje este al que no se le ha prestado la adecuada atención a mi juicio - y su participación en los hechos que sucederían con posterioridad fue, si no determinante, al menos podríamos calificarla de singular como veremos. Su origen es un tanto incierto si bien algún cronista lo sitúa en la isla de Puna mientras otros lo hacen en Poechos. El lugar de nacimiento no deja de ser más que una curiosidad, al menos a los efectos que nos ocupan.
Se cree que viajó con Pizarro a España cuando el conquistador vino a negociar sus capitulaciones con el Emperador Carlos V. Creo oportuno señalar que en esas negociaciones, Pizarro, jefe generoso y leal, consiguió arrancarle al emperador títulos de hidalguía para los “Trece de la Fama”. Aquellos trece que, en la isla de El Gallo, cruzaron la línea que Pizarro dibujó en la arena y, sin reservas, apoyaron con su acción al jefe, en el momento más crítico de su empresa. Nunca los olvidó el trujillano.
Felipillo formó parte de la embajada que tenía por objeto entrevistarse, por primera vez, con Atahualpa y al frente de la cual iban Hernando de Soto y Hernando Pizarro.
Su intervención más polémica tuvo lugar con ocasión del juicio al que los castellanos sometieron al Inca. Fue el principal traductor y su labor, parece ser, dejó mucho que desear. Sus interesadas traducciones dieron lugar al ajusticiamiento del reo. Autores hay que sostienen que el interés perseguido por el “lengua” no era otro que eliminar al Inca, para así poder tener acceso carnal con una de las concubinas del monarca, de la cual se había enamorado.
Todas estas especulaciones permitieron, en cierta medida, exonerar a los conquistadores de la culpa, a la que seguramente eran acreedores, por una muerte difícilmente justificable. Los castellanos no debieron eludir su responsabilidad amparándose en argumentos tan endebles como la mala traducción de un “lengua”, que no deja de ser un actor muy secundario en la trama.
Por último, nuestro “lengua”, formó parte de le expedición encabezada por Diego de Almagro, inicialmente socio importante de Pizarro sin cuyo apoyo este hubiera fracasado, cuyo objetivo era explorar lo que hoy es Chile. Salieron de Cuzco y, siguiendo el camino del Inca, atravesaron el desierto de Atacama, el lugar más seco de la Tierra. Los sufrimientos y penurias de esta partida fueron indescriptibles y difícilmente soportables tanto para los humanos como para las bestias. A su vuelta se les conocería como los “pobres del sur”. Tal era el grado de miseria que arrastraban que, aun hoy, se utiliza en Chile la expresión para resaltar una situación de indigencia extrema.
Todo ello propició un descontento generalizado y un amago de rebelión. Algunos indios que los acompañaban desertaron y con ellos se fue nuestro Felipillo. Parece ser que la lealtad no estaba entre sus virtudes. En su descargo hay que pensar en lo precario de la situación. En cualquier caso fue capturado, condenado y ejecutado por traición. Almagro, que ya le había perdonado otra vez por causa similar, no tuvo esta vez compasión de él y ordenó descuartizarlo.
Martinillo es otro intérprete de Francisco Pizarro. Parece ser que de noble origen, hay cierta confusión sobre su participación en la embajada de Hernando Pizarro ante Atahualpa. Algunos autores sostienen que las referencias a Martin tienen por destinatario a Martín Cortés y no al intérprete. Lo cierto es que mantenía una feroz rivalidad con Felipillo pero, al contrario que este, fue fiel a Pizarro quien le recompensó generosamente con una buena encomienda, lo que le permitió vivir desahogadamente.
Durante los primeros años, tras el descubrimiento, los “lenguas” fueron determinantes para los españoles. Gozaron del favor de sus respectivos jefes, disfrutaron de ciertos privilegios y, en general, desempeñaron adecuadamente su trabajo. También es verdad que por parte indígena eran considerados colaboracionistas, o simplemente traidores. Prueba de ello es que la más famosa de los “lenguas”, la Malinche, hoy día es vista en Méjico como una traidora y a sus defensores se les conoce como malinchistas, en clara alusión de quien prefiere lo extranjero en detrimento de lo nacional. En Chile, de manera coloquial, para referirse a un traidor se recurre al término “felipillo” en referencia al comportamiento poco edificante del controvertido personaje.
Alvar Núñez Cabeza de Vaca, en su periplo por el sur de lo que hoy es EEUU, echaba muy en falta la presencia de intérpretes. En su libro, Naufragios, dice “íbamos mudos y sin lengua” añadiendo un plus de penosidad, si ello era posible, a una situación ya de por si insostenible tanto para él como para sus compañeros.
Hemos de tener en cuenta que cualquier desplazamiento significativo implicaba contactar con nuevas gentes, con nuevas culturas y, por supuesto que nuevas lenguas. La homogeneidad que hoy conocemos en Centroamérica y en Sudamérica, en cuanto a idiomas se refiere, era impensable en aquellas fechas.
Lo reconozcan, o no, lo cierto es que les proporcionamos una potente herramienta que les ha permitido unirse como pueblos a gentes que, en el mejor de los casos, se ignoraban entre sí. Antes de la llegada de los españoles aquellas tierras estaban pobladas por grupos humanos básicamente diferenciados cultural y lingüísticamente. En muchos casos hasta se desconocía la existencia, más o menos próxima, de otros congéneres. Otras veces la única relación existente era la de sometimiento de una etnia hacia otra. Desde luego no había ni rastro de un espíritu de pueblo con un objetivo común.
No piense el lector que la imposición del español, que la hubo, supuso el olvido de las lenguas indígenas. Todo lo contrario pues los misioneros, por mandato de la corona, se afanaron tanto en aprender dichas lenguas como en fijar las normas de uso. Tanto es así que existen tratados, confeccionadas por algunos de ellos, sobre las lenguas más extendidas como el náhuatl, el quechua, el mosca y otros.
Cuando Antonio de Nebrija daba los primeros pasos para elaborar su Gramática Castellana la reina, Isabel la Católica, cuestionaba su necesidad. Fray Hernando de Talavera, confesor de la reina y con gran ascendencia sobre ella, le hizo ver que era importante que todos sus vasallos hablaran castellano y para ello se hacía preciso fijar unas normas de uso. El propio Nebrija en el prólogo de su obra dejó escrito " que siempre fue la lengua compañera del imperio". No se puede expresar mejor lo que el español contribuyó en la consolidación del imperio.