Cada verano, cuando los montes arden y miles de hectáreas desaparecen en cuestión de días, la narrativa oficial se repite como un eslogan de campaña: “La culpa es del cambio climático”. Nuestro falsario presidente, postureando solemnidad, va más allá y repite: “El cambio climático mata”, trasladando así toda la responsabilidad a un fenómeno global intangible y, de paso, esquivando la suya propia.
La ideológica “emergencia climática” lo justifica todo y se ha convertido, para nuestro Gobierno y para los medios de comunicación del sistema, en la causa principal de estos fenómenos extremos.
Sin embargo, el calor y la falta de lluvias secan la naturaleza, pero no encienden nada por sí solos. Quienes en realidad prenden fuego a nuestros montes son los incendiarios: personas que con intereses ocultos o no, le prenden fuego a los montes. Y los datos oficiales del propio MITECO, a través de la Estadística General de Incendios Forestales (EGIF), son claros: en el decenio 2013–2022, el 87 % de los incendios tuvo origen humano (52,70 % intencionados y 28,07 % por negligencias), mientras que solo el 4,92 % se debió a causas naturales como rayos.
Con la lógica del urbanita converso a la nueva religión climática, pensarás: “Sí, los incendiarios prenden los montes, pero lo que los vuelve inapagables es el cambio climático”. La realidad, en cambio, es testaruda: el fuego quema igual en agosto que en diciembre; la temperatura de las llamas no depende del calendario ni del termómetro exterior. Lo que hace que un incendio se convierta en una catástrofe no es el clima, sino la dejadez y la prohibición de gestionar el monte. Con un bosque limpio, incluso en verano, el fuego se frena; abandonado y lleno de matorrales, se convierte en el infierno perfecto.
Si dejamos a un lado los dogmas, la realidad es evidente: en primavera llovió y el campo se cubrió de una vegetación exuberante; en verano esa misma vegetación se secó, y, como las administraciones dificultan gestionarla, se transformó en toneladas de combustible esperando la chispa del incendiario. Nos enfrentamos a un nuevo tipo de incendio, más devastador que nunca: “el incendio ecológico”, un incendio inapagable por la acumulación de combustible vegetal debido a la sobreprotección de las leyes verdes
Como si de una conspiración contra el mundo rural se tratara, detrás de una causa intangible, el cambio climático, se esconden cuatro causas reales, más fáciles de explicar desde la intencionalidad que desde la incompetencia:
- Leyes de falso verde que asfixian las actividades económicas del mundo rural y llevan a la despoblación
- Leyes forestales que impiden o dificultan la limpieza del monte
- Poca inversión en prevención de incendios por parte de las administraciones.
- Reinos de taifas frente al fuego: una emergencia nacional sin respuesta.
1.- DESPOBLACIÓN
Una de las causas principales del “incendio ecológico” es el despoblamiento del mundo rural. Antaño, el mundo rural —y con él nuestros montes— estaba cargado de vida. Según datos del INE (Padrón Municipal), en 1960 la población rural española representaba el 43,4 % del total. La ganadería extensiva y la agricultura eran las principales actividades económicas. Los hornos de pan y las chimeneas de las casas se alimentaban con ramas bajas de los árboles y matorrales que la gente recogía del monte. El ganado pastaba libremente, sin permisos extraordinarios ni burocracia alguna. Abundaban y se mantenían infinidad de cortafuegos. La gestión del monte era natural y gratuita.
¿Había incendios? Sí, tal vez los mismos que ahora —o incluso más, porque había más gente en el monte—. Pero, con apenas medios, se apagaban: un par de brigadas del ICONA (de 15 a 20 hombres) y la participación voluntaria de los vecinos rurales, muy preocupados por su medio de vida, eran suficientes para sofocarlos.
Hoy, por falta de rentabilidad, el mundo rural está desapareciendo en lo que el sistema denomina capciosamente la “España vaciada”. En realidad, la están vaciando: necesitan su tierra y su agua para los negocios de las renovables.
Según el Censo de Población y Viviendas 2021 del INE, la población residente en zonas rurales (municipios de menos de 10.000 habitantes, según la definición aplicada en los tabulados) representaba aproximadamente el 16 % de la población total de España. En 2011, ese porcentaje era algo mayor, en torno al 18 %. La tendencia confirma el abandono progresivo del medio rural y la concentración en grandes ciudades y áreas metropolitanas.
Este gráfico muestra la evolución del porcentaje de población que vive en municipios rurales en España desde 1960 hasta 2021. Los datos proceden de series históricas del INE y Banco Mundial.
No se trata de una catástrofe inevitable ni de un castigo divino llamado cambio climático. Es la consecuencia directa de políticas que expulsan al campesino, que criminalizan al ganadero y que prohíben al agricultor ser parte de la solución. El monte sin gestión se convierte en un polvorín, y cuando prende, no hay avión ni brigada que lo apague. Los datos oficiales lo demuestran: la mayoría de los incendios tienen origen humano, pero la magnitud de la tragedia es obra de la desidia y del dogmatismo político.
Hace más una cabra en invierno que cien brigadistas en verano: porque cada animal que pasta limpia el monte, reduce la biomasa inflamable y crea cortafuegos naturales. Pero mientras la lógica del campo demuestra que el pastoreo es la mejor prevención, las estadísticas del INE y de las organizaciones agrarias revelan un derrumbe dramático de la ganadería extensiva: según el INE, España ha perdido casi un tercio de sus explotaciones ganaderas en apenas una década, y más de una cuarta parte en zonas tradicionales de ganadería extensiva. Esa tendencia confirma el colapso silencioso del sector: menos explotaciones, menos pastoreo, menos vigilancia del territorio y más combustible para los incendios. Es evidente que estas pérdidas no son naturales, sino el resultado de un entramado político y normativo que saca al campo de sus tierras y lo deja morir.
¿Dónde está el origen de esta perniciosa legislación que vacía el campo? Desgraciadamente, el origen se encuentra en la legislación española y europea; lo que convierte a nuestros gobernantes en los principales culpables. Toda esta maligna legislación deriva de una estrategia europea, curiosamente salida de la lucha de la UE contra el “Cambio Climático”: el Pacto Verde Europeo. Si la Biblia climática son los ODS de la Agenda 2030, el Pacto Verde Europeo es su catecismo: la traducción normativa de aquellos dogmas en estrategias, directivas y leyes que asfixian al agricultor y al ganadero, expulsándolos de su modo de vida.
Analicemos algunas de estas normas:
- Ley de Restauración de la Naturaleza (2023): pretende restaurar todos los ecosistemas degradados y rehabilitar ríos para 2050. Pero ¿qué entiende la UE por “restaurar”? Para la “verde Europa” restaurar significa devolver a un estado “natural o salvaje” tierras cultivables situadas en zonas declaradas como Red Natura 2000. En ellas se restringe cualquier actividad humana, lo que conduce al abandono del territorio y favorece los incendios. Las consecuencias son, pues, exactamente las contrarias a las que proclama perseguir: más emisiones de CO₂ y la destrucción total del ecosistema. Curiosamente, la única excepción son las energías renovables, cuya instalación sí se permite en zonas protegidas.
- Estrategia De la Granja a la Mesa: sus objetivos principales son reducir un 50 % el uso de fitosanitarios, un 50 % los antibióticos para animales y un 20 % los fertilizantes para 2030. Sobre el papel suena a sostenibilidad, pero en la práctica significa cosechas más pobres, plagas sin control, suelos menos productivos, mayor mortandad animal y, en definitiva, una pérdida directa de rentabilidad para el sector.
- Directiva Marco del Agua: bajo la excusa de proteger los ecosistemas acuáticos, en España se traduce en restricciones crecientes al regadío y en la obligación de derribar presas y azudes para “renaturalizar” los ríos. El resultado: menos agua disponible para la agricultura y más incertidumbre para los regantes. Lo paradójico es que, mientras se limita el agua para producir alimentos, se desvían esos recursos hacia negocios especulativos como las energías renovables, los valles de hidrógeno verde o los centros de datos.
- Red Natura 2000: en teoría debía garantizar la biodiversidad, pero en la práctica se ha convertido en una trampa legal para el campo. En España, cerca del 30 % del territorio está incluido en esta red, lo que supone limitaciones constantes a la agricultura, la ganadería y la gestión forestal. No se puede desbrozar sin permisos, cortar leña o abrir un cortafuegos sin pasar por un calvario burocrático. El resultado no es más naturaleza, sino montes abandonados que arden con mayor facilidad y explotaciones agrarias que pierden rentabilidad hasta verse obligadas a cerrar. Con la excusa de proteger, se expulsa a quienes siempre cuidaron de esos territorios.
- Inclusión del lobo ibérico en el LESPRE (2021): esta decisión, tomada de espaldas al sector ganadero, prohíbe cualquier control poblacional de la especie en toda España. El resultado ha sido inmediato: aumento de ataques al ganado, pérdidas económicas constantes y un clima de indefensión en el medio rural. Mientras se eleva al lobo a símbolo de biodiversidad, se condena al pastor y al ganadero a convivir con una amenaza que destruye su modo de vida.
- Ley de Sanidad Animal (Ley 8/2003): lejos de ser una herramienta de apoyo al ganadero, se ha convertido en otro corsé burocrático que estrangula al sector. Nació con la justificación de prevenir enfermedades y garantizar la trazabilidad, pero en la práctica multiplica inspecciones, obligaciones administrativas y costes que las pequeñas explotaciones no pueden asumir. Bajo el pretexto de la sanidad, se obliga a sacrificar animales, se limita la movilidad del ganado y se imponen planes inviables sin una estructura industrial detrás. En lugar de proteger a la ganadería familiar, esta ley ha acelerado la desaparición de miles de explotaciones, concentrando el poder en manos de grandes corporaciones agroindustriales.
- Normativa sobre transporte animal: limita la duración de los trayectos, endurece las condiciones y multiplica los requisitos burocráticos. Aunque en teoría busca reducir el estrés de los animales, en la práctica encarece los costes, complica la logística y pone en riesgo la viabilidad de muchas explotaciones, especialmente en territorios alejados de mataderos o centros de venta. Mientras nuestros ganaderos cumplen exigencias asfixiantes, la UE permite la entrada de carne y productos animales de terceros países que no respetan ninguna de estas normas, creando una competencia desleal insostenible.
- Gestión de purines: lo que siempre fue un abono natural y gratuito hoy se trata como un residuo casi criminal. El RD 306/2020 sobre explotaciones porcinas y el RD 1051/2022 de nutrición sostenible de suelos han impuesto límites, burocracia y costes que asfixian a las explotaciones. Ahora el purín debe almacenarse en balsas costosas, aplicarse con tecnologías inasumibles para pequeñas granjas y registrarse en un cuaderno digital que solo engorda a la burocracia. En nombre de la sostenibilidad, se arruina al ganadero y se deja morir al campo, mientras se importan productos de países donde estos controles simplemente no existen.
El resultado de este entramado legislativo es siempre el mismo: más trabas, más costes y menos rentabilidad para agricultores y ganaderos españoles. La Ley de Restauración de la Naturaleza les prohíbe gestionar sus tierras; las restricciones de fitosanitarios y fertilizantes reducen su productividad; la Directiva Marco del Agua les quita recursos hídricos; la Red Natura 2000 les ata de pies y manos; la inclusión del lobo en el LESPRE y la Ley de Sanidad Animal encarecen y ponen en riesgo la ganadería; la normativa de transporte y la gestión de purines multiplican burocracia y gastos. Mientras tanto, las fronteras se abren a productos agrícolas y ganaderos de países terceros que no cumplen ninguno de estos requisitos. En nombre de la sostenibilidad se sacrifica al campo europeo, mientras se externaliza la producción a lugares donde la huella ambiental es mucho mayor. Un doble rasero que ni protege la naturaleza ni garantiza alimentos, pero sí condena al mundo rural a arder y a desaparecer.
2.- FALTA DE LIMPIEZA DE LOS MONTES
Nuestros políticos no se conforman con expulsar a la ganadería y a la agricultura de sus propios campos. Para que la destrucción del mundo rural sea total, redactan leyes que dificultan o incluso impiden la limpieza de los montes.
Desbrozar, cortar ramas bajas, retirar troncos y ramas secas, hacer cortafuegos o clarear árboles es fundamental para controlar los incendios de verano.
Con la despoblación del medio rural, lo que antes hacían gratis los vecinos, ahora debería hacerlo la administración. ¿Lo hace? Desgraciadamente no, o al menos no lo suficiente.
Lo que sí hace, como hemos visto con la Ley de Restauración de la Naturaleza y con la Red Natura 2000, es dificultar —o incluso prohibir— estas tareas de limpieza, bajo la premisa de devolver los ecosistemas a un supuesto estado salvaje, siempre con el “malvado hombre rural” como culpable.
Seguramente, me dirás, obediente y confiado ciudadano, que existe una Ley de Montes para cuidar los montes. Pero que exista una normativa no significa que esté pensada para beneficiar al bosque: a lo mejor solo contiene filosofía y poca práctica; a lo peor la ideología se come a la lógica.
El artículo 48 de la Ley 43/2003 de Montes obliga a las comunidades autónomas a elaborar planes de prevención, vigilancia y extinción, que deben incluir trabajos selvícolas, cortafuegos, accesos y puntos de agua que debe de ejecutar el propietario de un monte. Sobre el papel parece impecable; en la práctica, apenas se cumple. ¿Por qué? Porque no hay incentivos: el propietario del monte apenas puede rentabilizarlo. Los artículos 36 y 37 restringen el aprovechamiento económico, imponen permisos y trámites y se condiciona todo a un plan de ordenación aprobado, que en muchos casos no existe, por lo que al final el monte genera costes, nunca beneficios. ¿Cómo pretenden entonces que se cuide?
Más aún: la misma ley convierte en infracción administrativa lo que antaño era el mantenimiento natural del bosque. El artículo 67, apartado c), sanciona a quien corte, queme o recoja leña y arbustos sin autorización; y en el apartado j limita el pastoreo sin permisos especiales. Así, donde antes había cabras, ovejas y familias que limpiaban gratis los montes, hoy solo queda burocracia, sanciones y abandono.
3.- CAIDA LIBRE EN LA PREVENCIÓN
España invierte cada vez menos en cuidar los montes y cada vez más en apagar fuegos imposibles. Entre 2009 y 2022, la inversión en prevención se desplomó un 51 %, un recorte suicida cuando la masa forestal se disparó más de un 50%. Pero lo más indignante es cómo se paga ese abandono: un infierno sin voluntad, con consecuencias reales que ya arden a nuestro alrededor.
En Galicia, solo este verano, más de 67.000 hectáreas han sido reducidas a cenizas —20.000 en un solo incendio en Larouco y siglos de historia destruida en Ourense—, mientras que en Castilla y León el muestreo más doloroso es el de Molezuelas de la Carballeda: más de 37.000 hectáreas calcinadas, convirtiéndolo en el incendio más devastador de la historia reciente del país
Es la política del parche y la foto: dejar que el monte se convierta en un polvorín para luego posar entre las llamas mientras se culpa al cambio climático. La realidad es otra: los incendios no son catástrofes inevitables, son consecuencia directa de una estrategia criminal de abandono. Cada euro recortado en prevención multiplica por diez el gasto en extinción. Y cada hectárea que no se limpia en invierno es un infierno garantizado en verano.
Esto no es una emergencia climática: es una emergencia política, y los responsables tienen nombres y apellidos.
4.- REINOS DE TAIFAS FRENTE AL FUEGO
Una vez iniciado el fuego, la gestión va pasando por distintos niveles de emergencia: “0”, responsabilidad municipal (los ayuntamientos con sus propios medios); “1”, responsabilidad provincial (se suman los medios de la diputación, que pasa a dirigir); “2”, responsabilidad autonómica (se incorporan las capacidades regionales y es el gobierno autonómico quien toma el mando).
Pero nunca, por grave que sea la catástrofe, se activa el nivel “3”, la emergencia de interés nacional, prevista en el artículo 28 de la Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil. Este nivel, que debería coordinar el Ministerio del Interior y movilizar todos los medios del Estado, queda en papel mojado: las comunidades autónomas no quieren ceder el control, temen admitir que son incapaces de gestionar la crisis porque sería un desprestigio político. Y el Gobierno central, por su parte, tampoco quiere hacerse cargo del “marrón”: prefiere mirar hacia otro lado y dejar que las autonomías se quemen en su propia incapacidad, para después sacar rédito político de la tragedia. El resultado es trágico: una ley que sobre el papel otorga poder para salvar vidas y proteger el territorio, convertida en un adorno que nadie se atreve a usar. España arde, pero el nivel 3 sigue guardado en un cajón, víctima de la cobardía política y del egoísmo autonómico.
Resultado: la España de los débiles reinos de taifas, donde cada cual protege su cuota de poder aunque el monte arda y la nación entera pierda.
Como “buenos” políticos que son, siempre inventan un relato para justificar la inmundicia de su inacción. Desde el Gobierno y desde el partido del presidente repiten el mantra: “¿Cómo vamos a quitarle el mando a quien conoce la zona? Basta con que pidan las capacidades que necesiten”. Y el pueblo, como siempre, acaba tragando. Pero con ese razonamiento absurdo, tampoco haría falta declarar el nivel 2, ni siquiera el 1: al fin y al cabo, quienes más conocen el terreno son los ayuntamientos; bastaría con que los alcaldes pidieran el material que les hiciera falta. El paralelismo militar es evidente: es como si a una compañía de infantería que se enfrenta a un enemigo de entidad brigada se le dijera que siga mandando el capitán, con la simple instrucción de que “pida refuerzos”. Cuando en realidad, su órgano de mando no está dimensionado ni capacitado para gestionar todas esas capacidades. España arde porque la política prefiere un capitán desbordado antes que un general con mando.
Al igual que una compañía se integra en un batallón y recibe el apoyo de sus capacidades, y este a su vez se integra en una brigada, y la brigada en una división —sin que ninguna deje de cumplir su cometido—, el ayuntamiento debería integrarse en la provincia, esta en la autonomía y, finalmente, la autonomía en el mando nacional. Quienes conocen el terreno seguirían ahí, pero sería el mando nacional quien dirigiera las operaciones y proporcionara todos los apoyos necesarios.
A nivel nacional, el Estado cuenta con dos cuarteles generales perfectamente capacitados para coordinarlo todo: el Cuartel General de la UME y el Estado Mayor de la Defensa (EMAD). Ambos pueden integrar en sus órganos de mando a representantes de las comunidades autónomas y, llegado el caso, ordenar la participación de cualquier unidad del Ejército. La capacidad existe; lo que falta es voluntad política para activarla. El monte arde no por falta de capacidad, sino por falta de mando nacional.
5.- SOLUCIONES
Si el principal problema del cuidado de los montes es la muerte del mundo rural, la solución es devolverlo a la vida derogando las leyes que lo asfixian. Si también por ley se ha dificultado, limitado o incluso prohibido algunas de las tareas de limpieza del monte, hay que modificar esas leyes para que no sean un problema. Si por ley se permiten negocios como el de las renovables en terrenos quemados o la explotación de la biomasa restante, hay que prohibirlo para que no haya intereses en quemar monte.
La primera solución por tanto pasa por devolver la rentabilidad al campo. Sin agricultores ni ganaderos no hay paisaje cuidado ni montes limpios. Para ello, las leyes deben dejar de criminalizar la ganadería extensiva y la agricultura, y reconocerlas como lo que son: aliados naturales en la prevención de incendios y en el equilibrio ambiental. Incentivar el pastoreo, reducir la burocracia que estrangula al pequeño productor y garantizar precios justos son medidas que devolverían vida al medio rural y, con ella, la mejor red de prevención contra el fuego.
Mientras se alcanza esta recuperación del mundo rural, las tareas que desarrolla este mundo gratuitamente (desbroce eliminación de materia seca, cortar ramas bajas o incluso el clareo de árboles), la tiene que llevar a cabo la administración con presupuestos adecuados
La segunda solución es la gestión activa del monte. No sirve redactar leyes verdes cargadas de dogmas sobre la regeneración de la Naturaleza; lo que se necesita realmente es reducir esa densidad de vegetación que lo hace inapagable, no aumentarla y por ello la ley de montes debe de modificarse para permitir la explotación forestal por parte de los dueños de los montes; nadie va a limpiar sin un incentivo a cambio. Se necesita inversión real en limpieza, cortafuegos, desbroces y tratamientos selvícolas, integrando a la población rural y a las brigadas forestales en un plan continuo durante todo el año, no solo cuando las llamas ya están descontroladas. Un monte cuidado en invierno es el mejor corta-fuegos del verano.
La tercera solución, es cuando ya el incendio está en marcha y los medios de lucha necesarios superan las capacidades de una comunidad autónoma. Los incendios de gran magnitud no entienden de fronteras administrativas. Es necesario un mando único nacional en la prevención y extinción de incendios, que coordine recursos, homologue protocolos y evite duplicidades. España necesita un sistema nacional de gestión forestal que esté por encima del juego político y que tenga como único objetivo proteger el territorio y la vida rural.
6.- CONCLUSIÓN
El “incendio ecológico” no es casualidad, es causalidad: la consecuencia amarga de décadas de abandono, de montes olvidados, de planes de prevención insuficientes, de una gestión forestal deficiente y de normativas restrictivas que impiden una limpieza adecuada del monte.
La gravedad de los incendios en España no reside únicamente en el clima, sino en las políticas suicidas que impiden la gestión forestal y arruinan al campo. Con leyes que bloquean el desbroce, que premian la “renaturalización” sin medios de mantenimiento y que han expulsado a agricultores y ganaderos de territorios enteros, nuestros montes son hoy una trampa incendiaria.
Víctor Pascual Viciedo Colonques es Presidente de la Associació de Llauradors Independents Valencians (ALIV)