A poco que conozcamos el Evangelio, nos daremos cuenta de que la radicalidad constituye la disposición fundamental de la que dependen los fines de la Buena Nueva. Todas sus palabras son exigencia de un compromiso total por el Reino. El encuentro de Cristo con sus discípulos es una invitación a seguirle sin condiciones ni componendas: Dejaron todas las cosas y le siguieron (Lc 5, 11). El mensaje evangélico es siempre radical, y sólo puede ser aceptado y puesto en práctica desde una actitud de espíritu también radical en la que no caben indecisiones o medias tintas. Si es cierto que Cristo se muestra infinitamente comprensivo y misericordioso con las miserias y pecados humanos, no es menos cierto que se muestra totalmente intransigente con las ambigüedades del corazón, cualesquiera que ellas sean: Quien pone su mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de Mí (Lc 9, 62). Esta radicalidad, sin embargo, no es una simple imposición divina, sino que viene exigida por la misma naturaleza de las cosas. Comprendemos que ello ha de ser necesariamente así al comprender el sentido último del Evangelio. Tal como se ha dicho, el Reino de Dios no ha venido al mundo tan sólo para reformar nuestras costumbres y revestirnos de mayor altura espiritual o ética, sino para revolucionar nuestra vida, para dar un vuelco total en el ordenamiento de nuestras intenciones y de nuestros actos, que, a partir de la conversión, han de converger en el gran y único fin del Amor. Pero el amor no admite divisiones ni medianías. Una reforma moral puede admitir un más y un menos, pero la Revolución del Amor a la que nos invita el Evangelio sólo se produce en un compromiso radical que disipe todas las ambigüedades.
La ambigüedad de vida, sin embargo, es el mal de fondo de los que nos decimos seguidores del Evangelio. Así es, y así debemos reconocerlo. En el pequeño rebaño de Cristo, sólo una íntima minoría llega a la unificación de su vida en un claro y firme compromiso; los más somos seguidores tibios, recalcitrantes, y tendemos a instalarnos en una mediocridad lamentable. Porque es lamentable, sin duda, que a los que han hecho la más grande y sublime de las opciones les falta coherencia para llevarla a cabo y terminen por contagiarse de la mediocridad moral en que vive la mayoría de los humanos. Se diría que los convertidos no se han convertido realmente o, cuando menos, que no son capaces de mantener esa conversión a lo largo de la vida. Y de ese mal de fondo, porque es mal del corazón, derivan la mayoría de nuestros males. Las caídas esporádicas y las profundas miserias, que siempre arrastramos, no constituyen un obstáculo grave para el buen ordenamiento de nuestra vida y son perfectamente superables en la misericordia de Dios; lo que es obstáculo insuperable es la ambigüedad del corazón, porque nos hace vivir en la contradicción permanente. Pero de la contradicción, escusado es decirlo, no puede esperarse ningún ordenamiento positivo y fecundo para una persona. Por eso, si nos es absolutamente necesaria la conversión como punto de partida, no lo es menos la reconversión para salir de la ambigüedad en que vivimos instalados. Poco lograremos intentando corregir este mal fundamental que condiciona el sentido entero de nuestra existencia.
Nunca se puede justificar que los cristianos seamos incoherentes con la opción que hemos hecho, pero resulta comprensible si consideramos la fragilidad de la condición humana. Heidegger habla de la ambigüedad como uno de los rasgos característicos de la existencia inauténtica, una forma enajenada de vivir porque no somos los que debiéramos ser. Y se requiere una gran altura moral para no vernos envueltos en esa universal defección y caída. La mayoría de las personas ni somos buenas ni malas, sino todo lo contrario: vamos nadando entre dos aguas y tirando de la vida, sin la intensidad, la energía y la firmeza que proporciona un gran fin que articule nuestras intenciones y dé peso a nuestros actos. Y de esta indecisión existencial no se liberan ni siquiera los más clarividentes. Es sumamente fácil caer en la ambigüedad e instalarnos de continuo en ella, incluso para los que se consagran a un gran ideal, porque la vida -lo sabemos todos por experiencia- termina por imponernos su propia dinámica a pesar de nuestras buenas intenciones. Los altos compromisos que hemos abrazado quedan fácilmente desvirtuados en nuestro vivir concreto: infinidad de preocupaciones se superponen a la gran preocupación que debiéramos tener, e infinidad de pequeños objetivos nos hacen perder de vista el gran y único objetivo que nos habíamos propuesto. Es la eterna veleidad del sí pero no, del querer y no querer, del comprometerse y no comprometerse, inconfundible fisonomía del hombre inauténtico y que se muestra también, por desgracia, en muchos de los que nos decimos seguidos de Cristo.
Las renuncias que nunca son definitivas
La calidad ética de una persona se mide, no sólo por la bondad de las obras que realiza, sino, sobre todo, por la altura del fin último que se ha propuesto en su vida y que ha sabido mantener a lo largo de ella. Pero proponernos un único fin supone una elección, y la elección supone siempre una renuncia. Nadie puede consagrarse a un gran fin sin pasar por el desgarramiento de la renuncia, y cuanto más alto es este fin, más profunda y definitiva ha de ser ésta. Todas las grandes almas han tenido que pasar por este trance. Caemos en el mal de la ambigüedad, por tanto, cuando no somos capaces o no estamos dispuestos a hacer el gran sacrificio. Sin esa decisión dolorosa que corta los vínculos que nos atan, nuestra vida nunca podrá adquirir un sentido claro y firme, sino que deambularemos de aquí para allá solicitados por muchos objetivos, pero sin ningún gran objetivo que merezca la pena. Mejor dicho: el único objetivo de quien vive en la ambigüedad, siempre presente aunque nunca confesado, es él mismo, son sus intereses. Y este problema de fondo ha de plantearse claramente en términos de una alternativa: o sacrificamos nuestros intereses en aras del gran fin, o sacrificamos el gran fin para seguir nuestros intereses. Pretender mantener dos orientaciones que son incompatibles entre sí, significa vivir en contradicción permanente, con todas las consecuencias negativas que las situaciones absurdas llevan siempre consigo.
Si este análisis es válido para discernir el sentido de la vida humana en general, con mucha más razón ha de serlo en el discernimiento de las personas que quieren emprender los caminos del Evangelio. Las renuncias que Cristo exige a sus seguidores son, sin duda, drásticas y radicales, pero están justificadas por la necesidad de dar un ordenamiento único a nuestra existencia. El mensaje del Reino viene al mundo para hacernos hombres nuevos, esto es, hombres cuya existencia esté determinada por una fe y un amor sin condiciones. Pero el amor total exige la renuncia total, sin reserva alguna; un corazón dividido será siempre un corazón ambiguo, incapaz de la entrega completa a la que está llamado. Para abrazar el Amor -decía Kierkegaard- he debido renunciar a los amores. He aquí el alto precio que es preciso pagar para seguir a Cristo. Y lo mismo ocurre con la fe. A pesar de que aceptamos sin ninguna restricción mental la Palabra de Dios, nuestra fe es débil y tibia porque continuamos aferrados a criterios puramente humanos en nuestra valoración concreta de las cosas. En cuanto conversión radical de nuestra mente, creer es renunciar, y quien no deja a un lado los criterios por los que se guía el mundo de los hombres, jamás podrá ordenar su vida en obediencia plena a Dios, jamás vivirá de la fe (Rm 5, 8), como corresponde a quien se ha decidido a caminar a la luz de su Palabra.
Con toda seguridad, la ambigüedad de vida en los que nos decimos seguidores de Cristo proviene de que estas dos renuncias nunca son completas ni definitivas. Elegimos orientar la vida según nos pide el Evangelio, es cierto, pero continuamos pegados a los objetivos e intereses de la tierra en el tejido hondo de nuestra existencia. En nuestro subconsciente pervive otra personalidad -una doble personalidad- que nos hace vivir en una especie de mentira involuntaria. Y no nos damos cuenta de que, para entrar en el Reino de Dios, las medianías tienen, a la postre, el mismo efecto que la cerrazón del alma porque nos impiden estar liberados y disponibles para la obra del Amor en nosotros. El ejemplo que propone san Juan de La Cruz, lleno de fuerza plástica, resulta muy esclarecedor para entender por qué la renuncia radical nos es necesaria: Poco importa que el ave esté sujeta al suelo por el hilo muy fino o por uno más grueso, porque el resultado es el mismo, ya que le impide volar. Es grave engaño pensar que es suficiente desembarazarnos de las grandes pasiones, dejando subsistir las pequeñas. Si de lo que se trata es quedar libres de ataduras para vivir la nueva dimensión del Reino, las semi-renuncias o las renuncias limitadas, sólo hasta cierto punto, continúan siendo hilos que nos atan a la tierra. En esta clase de planteamiento, ya no se trata de un más o un menos, sino del ser o no ser, de conseguirlo todo o de no conseguir nada.
La vida sin unificar
Un fin último, consciente y reflexivamente elegido, tiene como consecuencia fundamental la unificación de nuestra existencia. Y es esto, justamente, lo que logran las grandes decisiones. La decisión radical que hacen siempre las almas grandes consigue lo que nunca conseguimos la mayoría de los humanos: dominar la multiplicidad y complejidad inmensas de la vida en un solo propósito, en un solo fin. La diferencia entre la vida ambigua y la vida firmemente ordenada reside aquí principalmente. Existen personas, muy pocas, que consiguen dominar la vida imponiéndole un único fin de valor y significado transcendentes; y existen personas, la inmensa mayoría de los humanos, que son dominados por la vida y van siempre a remolque de su dinámica desordenada. En el primer caso, las cosas que se hacen poseen todas u alto sentido porque están subordinadas a un fin que les ennoblece, y son obras de amor; en el segundo, las cosas nos invaden, nos absorben y nos diversifican, y son obras de ambigüedad. Pero hace falta un gran corazón y una gran elevación de miras para lograr un tal ordenamiento. Lamentablemente, los afanes de la mayoría de los humanos quedan prendidas de la importancia y valor relativos que las cosas tienen en sí mismas, pero difícilmente consiguen hacer de ellas el medio para realizar el fin supremo de una gran opción.
La dificultad de unificar la vida se acrecienta aún más, si cabe, cuando hemos de llevar a ella el amor y la fe evangélicos. Son contados los seguidores de Cristo cuya opción se materializa plenamente en la vida diaria, con sus preocupaciones y problemas concretos. A pesar de nuestra buena voluntad, estas grandes intenciones suelen diluírsenos en la prueba de fuego de la realidad cotidiana, y caemos, sin apenas darnos cuenta, en la ambigüedad de quien tiene las cosas claras en la mente, pero que ya no son tan claras cuando las realizamos. Ese amor evangélico que decimos abrazar como ideal de nuestra vida se diluye en pura veleidad porque estamos solicitados por multitud de afectos, de sentimientos y de intereses que aceptaran la fuerza de nuestro corazón. Pretendemos amar al modo y manera que nos pide Cristo, pero en realidad amamos como los demás hombres. Y esa fe que decimos profesar como única luz y guía de nuestra vida, tampoco logra informar nuestros criterios prácticos. Somos creyentes, es cierto, pero nuestra fe se diluye en las nubes de los principios teóricos y, a la hora de la verdad, juzgamos las cosas como las juzga el mundo. El horizonte único de la fe se oscurece y se pierde cuando tenemos que tratar, decidir y caminar entre las cosas concretas que constituyen el entramado real de nuestra vida cotidiana.
El hombre de vida ambigua es, pues, un hombre interiormente dividido entre lo que dice querer y los que quiere en realidad, y en esta división íntima, nunca confesada, viven muchos de los seguidores de Cristo cuyas obras llevan el signo de la dispersión. Porque es imposible unificar nuestra vida si antes no alcanzamos nuestra propia unidad interior mediante una orientación firme que nos haga salir de las ambigüedades. El mal de muchas almas que se han consagrado a los fines del Reino es perder esa intención última porque viven dispersos. Y es frecuente que ocurra esto en los que están volcados a una excesiva actividad externa. El alma dispersa puede, ciertamente, hacer muchas cosas y soportar muchos trabajos, pero las hace por su importancia objetiva o porque hay que hacerlas, sin la presencia unificadora de un fin más alto y transcendente. Y no puede descubrir esa presencia que da un peso eterno a lo que hace, porque tampoco ella está unificada. El que decide seguir los caminos del Evangelio, por tanto, ha de conseguir su propia unidad interior, no en el contacto con las cosas, sino en el contacto con Dios a través de la oración habitual y constante. Es la oración, y sólo ella, la que nos adentra en el Único del que deriva esa orientación única que necesitamos para nuestra vida.
La tibieza del corazón
Dice Pascal que en el orden de lo eterno sólo hay dos clases de personas verdaderamente razonables: las que sirven a Dios de todo corazón porque lo conocen, y los que lo buscan de todo corazón porque no lo conocen. Para el gran pensador cristiano, el encuentro o la ausencia de Dios debe suscitar en nuestro espíritu una intensidad especial: o la inquietud apasionada de la búsqueda, o el fervor del que se siente salvado. Ante Dios que nos sale al encuentro no cabe la tibieza de corazón, porque no es una idea para el pensamiento, sino la Vida que necesitamos. A juzgar por el estado de alma de muchos seguidores de Cristo, sin embargo, habría que decir que la Vida que han encontrado no les hace vivir con plenitud, porque la tibieza es, quizá, la enfermedad de alma más extendida entre los cristianos. La fe y el amor evangélicos, que por su misma definición han de ser intensidad, entrega y prontitud de ánimo, casi nunca logran mantener encendidos nuestro corazón y nuestra voluntad. Como las vírgenes dormidas de la parábola del Evangelio, esa llama es muy mortecina y termina por apagársenos en nuestro vivir cotidiano. Porque éste es el estado de alma de muchos convertidos: acostumbrarse por rutina a las cosas de Dios, pero nunca despertar a la llamada renovadora de la Buena Noticia, aceptar teóricamente los bienes sobrenaturales, pero sentir tedio por las cosas del espíritu.
El que ha hecho una opción por el Reino de Dios, pero vive en la tibieza de espíritu, lleva en sí los males propios de un corazón enajenado que se manifiestan, por fuerza, en todo cuanto siente, dice y obra. No tendrá la plenitud, la energía y la intensidad de vivencia que son propias exclusivamente del espíritu fervoroso, porque podrá hacer, tal vez, muchas cosas, pero sin la fe y el amor que es preciso poner en ellas cuando se hacen por el Reino. Verá transcurrir su existencia, mal que le pese, en la tonalidad gris del mediocre, sin la luz y la alegría que surgen siempre de una entrega incondicionada y con la frustración y la tristeza que son inseparables del corazón tibio. Hablará a los hombres de las cosas de Dios, pero sus palabras serán como bronce que suena o címbalo que retiñe (1 Co 13,1), porque carecen de la fuerza y de la persuasión que sólo tiene el espíritu que vive en el Espíritu. Y hará los trabajos que nos imponen las obligaciones propias de la vida posiblemente con eficacia, pero le faltarán los frutos en los trabajos por el Reino, que sólo pueden provenir del que tiene encendido su amor en la llama del Amor Divino. La palabra de advertencia que Cristo dirige a sus discípulos indica sobradamente todo el mal irreparable de la tibieza espiritual, tanto si se considera lo lamentable de este estado para la propia persona como si se consideran las consecuencias negativas que de ello se derivan para su alta misión en el mundo: Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? (Mt 5, 13).
Lo opuesto a la tibieza es el fervor de espíritu, una disposición que debería ser el estado habitual de quien ha orientado su vida como una vocación de amor. Pero ese fervor que no tenemos y que tanto necesitamos no nos vendrá ni de la energía de nuestra voluntad, ni del resorte de las propias ilusiones, sino únicamente de Dios. Las cosas de Dios se viven y se sienten cuando se está unido a Dios. Si Él no está presente en nuestra alma, será de todo punto imposible mantener la llama de la fe y del amor sobrenaturales a través de las mil vicisitudes de la vida: tendremos, sí, momentos aislados de fervor, pero nuestro corazón se orientará inevitablemente hacia sus propio interés perdiendo la ilusión y la alegría por un mundo en el que creemos, pero que no sentimos. De ahí la absoluta necesidad de una vida interior profunda en que quiere seguir a Cristo. Se puede asegurar, sin temor a equivocarnos, que la tibieza espiritual deriva de una carencia de vida de oración auténtica en quienes la padecen, y que sólo se sale de este estado haciendo de la unión habitual con Dios el eje sobre el que ha de girar nuestra existencia. El fervor del espíritu es, con respecto a la oración, lo mismo que el agua respecto al fuego: sólo hierve nuestra alma al contacto con la llama de Dios. Cuando llegamos a saber dónde está nuestra enfermedad y cuáles son sus síntomas, llegamos a saber también dónde está el único remedio. Si la vocación cristiana es una exigencia de servir a Dios con alegría (Sal 99, 1), sólo la unión con el Espíritu de Amor, que todo lo renueva, encenderá nuestro corazón para salir definitivamente de todas las tibiezas y de todas las ambigüedades.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.