Cuando se reflexiona detenidamente sobre lo que está ocurriendo en nuestra sociedad, a la que calificamos como “sociedad del progreso”, la impresión que se recibe es de desconcierto, porque nadie sabe a dónde vamos, ni siquiera los que se declaran profetas de la modernidad. Es tal el deterioro de costumbres y tan desconcertantes las ideas que circulan, que todos los límites quedan rebasados por la profundidad y extensión del fenómeno social que nos envuelve. Porque ya no se trata de simples cambios generacionales, sino de rupturas drásticas con todo lo establecido, y con el signo de haber perdido el sentido del límite, ya que todo es posible, incluso lo más disparatado. En este contexto de disolución universal, los principios del bien y del mal, de lo verdadero y de lo falso, han perdido su sentido como orientación de la vida, y hoy sólo se valoran y se juzgan las cosas como “democráticas” o “antidemocráticas”, sustituyendo la calidad de una acción por la cantidad de sus partidarios.
En una consideración de la historia, nuestro mundo conoce un antes y un después a raíz de la caída del muro de Berlín en el año 1989, fecha que convencionalmente se fija como el fin político de los regímenes políticos comunistas en occidente. Es importante esta fecha, porque el fin del comunismo ha significado el fin de los ideales revolucionarios, al menos en occidente, y las cosas han cambiado radicalmente en las últimas décadas; salvo algunos grupos testimoniales, los que se dedican a la política ya no buscan ninguna revolución que consideran inviable, sino que son “reformistas”, intentando corregir aspectos concretos de la sociedad. Para E. Fukuyama, esta nueva época es el fin de la historia, entendiendo por tal el fin de las utopías sociales y políticas, porque casi todos los países se estructuran sobre la democracia liberal, funcionan con la economía de mercado, y se orientan sobre todo a la producción económica, buscando, simplemente, el bienestar de las personas. El hecho de que ya no existen ideales revolucionarios y de que se ha impuesto el consumismo como forma de vida, es lo que nos permite hablar de decadencia de nuestra civilización, una idea recurrente en varios filósofos de la historia. O. Spengler, en su famosa obra La decadencia de occidente estudia el desarrollo de las civilizaciones según los parámetros del desarrollo de la vida con sus edades de juventud, de madurez y decrepitud, y aduce buenas razones para decir que nuestra civilización ha entrado en la vejez, fase última de un ciclo. Parecida idea encontramos en J. Barzum en su estudio histórico, “Del amanecer a la decadencia“; para este historiador, la cultura moderna comienza en el siglo dieciséis con el Renacimiento, y presenta claros signos de agotamiento en el último siglo; después del Humanismo, el Racionalismo, el Liberalismo y el Marxismo, los grandes jalones de la cultura occidental, nuestra civilización parece que ha entrado en su fase final, con la disolución de los grandes ideales.
La crisis de las instituciones básicas.
La primera razón que avala la tesis de la decadencia de nuestra civilización es la crisis de la familia, de la escuela y de la religión, las tres instituciones básicas sobre la que se estructura una sociedad. La familia, en primer lugar. Desde que el divorcio, imitando a los países de tradición protestante, se impuso como derecho en la legislación de todos los países occidentales, y se fomentó el amor libre como forma natural de la realización de las personas, la familia entró en un proceso de disolución imparable. Las cifras de divorcios en occidente son impresionantes: en los últimos treinta años se ha pasado de un quince a un sesenta por ciento, y hoy son ya minoría casi testimonial los matrimonios estables. Es fácil comprender las consecuencias desastrosas de la destrucción de la familia, ya que afecta a la misma base de la sociedad. Sin familia, la sociedad queda desestructurada, los individuos carecen de arraigo afectivo, y se hace imposible una adecuada formación de las personas. Algo parecido ocurre con la escuela, que junto con la familia es la institución fundamental para la educación de la niñez y la juventud. A los maestros les resulta cada vez más difícil la tarea de la educación en una sociedad que ya no admite principios y valores morales que trasmitir, pues todo está sometido a discusión, se obvia el esfuerzo y la disciplina, y no se admite ninguna autoridad magisterial. Para desgracia de la educación, la escuela ha sido con frecuencia campo de experimentación de teorías pedagógicas, sociológicas y psicológicas de marcado carácter progresista, que lo único que han conseguido es la complicación absurda de la enseñanza. Pero lo peor es la escuela politizada. Si en los regímenes totalitarios la escuela se convierte en un adoctrinamiento unidimensional para que todos piensen lo mismo, en ciertas democracias es el ámbito donde se enseñan ideas de cierto signo político, y no es extraño que las leyes de educación cambien siempre según sea el partido gobernante.
La crisis de la religión es también un aspecto muy importante de esta decadencia, no sólo por la degradación de las costumbres que ello comporta, sino por el vacío de creencias en la sociedad secularizada. Sin creencias, la sociedad se ve abocada al nihilismo de valores, a la pérdida del sentido de la vida, al materialismo sin horizontes. La comparación con el Islam nos hace comprender el papel fundamental de la religión en la vida de los pueblos. Si el Islam es una grave amenaza para occidente, no lo es sólo por su radicalismo violento, sino porque mueve a millones y millones de personas que tienen unas firmes creencias, en contraste con nuestra sociedad decadente que ya no cree en nada. En nuestra sociedad secularizada, la Iglesia ya no puede hablar de las verdades de la fe cristiana porque nadie la escucha, sino de ideas humanitarias, el único lenguaje que hoy entiende la gente. Pero no nos damos cuenta de que la muerte de Dios nos está llevando, paso a paso, a la muerte de lo humano.
El ocaso de las ideologías.
Una civilización y una cultura siempre se sustentan en una determinada ideología, entendiendo por tal un sistema de ideas, de principios y de valores en los que cree una determinada sociedad para la orientación de la vida de los individuos. Por eso hablamos de la civilización greco-romana, cristiana, hinduista o islámica, y en la época europea moderna, de la ideología racionalista, liberal o marxista. Siempre y en todo lugar, las sociedades organizan su dinamismo en conformidad con un determinado sistema ideológico. Pero este principio parece no tener vigencia en nuestra sociedad postmoderna, porque las ideologías han llegado a su ocaso. En nuestra sociedad tienen cabida todas las ideas, por dispares que ellas sean, siempre que se respeten las reglas del juego, lo cual quiere decir que los criterios del bien y del mal dependen del libre pensamiento de cada uno. Lo único importante es la libertad democrática; todo lo demás es opcional, y cada uno puede orientar su vida como quiera. Es cierto que la sociedad occidental tiene en los derechos humanos su propia ideología recogida en las constituciones democráticas, pero es una ideología sin ideales, ya que sólo es el reconocimiento y garantía de las libertades humanas sin darles ningún contenido. En nuestras democracias, lo único que importa y que se impone por la fuerza de la ley en todos los ámbitos es la producción económica y su justa distribución; todo lo demás es optativo. Ya no existen principios y valores morales a los que debe someterse la gente, y por tanto, tampoco existen criterios objetivos para definir el bien y el mal, sino que todo depende de la opinión mayoritaria, tal como ocurre en las cuestiones políticas. Si esa opinión considera que el aborto, el matrimonio homosexual o la eutanasia es un derecho que ha de ser reconocido por los Estados, no hay ninguna dificultad en hacerlo, porque en nuestras democracias la moral ya no es una cuestión de recta conciencia, sino de demoscopia. El ocaso de las ideologías ha dado paso al pensamiento débil, uno de los signos característicos de nuestro tiempo. Cuando ya no se busca la verdad en los problemas porque no se cree en ella, tampoco se dan afirmaciones firmes en nada, y todo, absolutamente todo, es relativo y opinable. Nos encontramos así en la situación paradójica de la “dictadura del relativismo”, tal como dijo el papa Benedicto XVI, ya que el contexto político, social y cultural que estamos viviendo condena como peligrosos fanáticos a los que creen en la verdad objetiva de las cosas. Pero de un pensamiento débil sólo cabe esperar conductas débiles y decadentes, que es lo que está sucediendo en nuestra sociedad. Hoy no se propone a la gente ningún ideal que exija fe, sacrificio y superación, sino que se busca lo más fácil satisfaciendo sus pasiones. Sin ideales en el pensamiento y sin fuerza en la voluntad, el hombre de hoy es como una marioneta que baila al ritmo que le imponen los medios de la manipulación social.
La sociedad envejecida y descreída.
Sobran razones para hablar de decadencia de nuestra sociedad, pero todas vienen avaladas por un hecho innegable y estremecedor: biológica y moralmente Europa ha entrado en la decrepitud. Son varios los países europeos, entre ellos España, en los que los fallecimientos superan los nacimientos, y por tanto, ya no hay reemplazo de generaciones. Y las causas de este envejecimiento son muy patentes: la ruina de los matrimonios, el egoísmo calculador, el hedonismo que no quiere sacrificios, la crisis de valores morales. Las consecuencias también son muy predecibles: desde la imposibilidad de mantener la producción económica para el sostenimiento de una enorme masa de jubilados, hasta el debilitamiento del cuerpo social que ya no tiene ni fuerza ni ilusión para crecer y renovarse. Sucede con las sociedades algo parecido a lo que sucede en los individuos, a saber, que los vicios terminan por arruinar su cuerpo y su alma, y Europa es víctima de sus propios pecados. Si grave es el envejecimiento físico de Europa, no menos grave es su decrepitud moral. Tiene razón G. Marcel al afirmar que la nuestra es “la generación más desguarnecida que jamás ha aparecido sobre la tierra, porque ya no cree en nada”. Las creencias cristianas que durante siglos conformaron su alma y su visión de la vida, se han ido diluyendo en una lenta pero implacable apostasía silenciosa de sus gentes, y hoy ya no es la fe la que da respuesta a los problemas humanos, sino un subjetivismo radical como consecuencia de haber perdido el sentido de la verdad en las cosas. Si todas las civilizaciones se estructuran sobre un sistema de creencias, de principios y de valores que dan un determinado sentido a la vida de las gentes, la nuestra se ha despojado de toda creencia para vivir en el escepticismo y el vacío existencial. Es cierto que Europa es la civilización de la libertad, pero de una libertad vacía de contenido, porque no la sostienen ni ideas ni creencias que marquen su camino. Es comprensible que esta Europa envejecida y enferma esté sumamente preocupada por el fenómeno de la emigración, porque puede significar un cambio de consecuencias imprevisibles. ¿Podrá convertir a su forma de ver la vida a gentes nacidas en otras culturas? ¿Cómo evitar que la fecundidad de las madres extranjeras dé lugar a nuevas generaciones que se sobrepongan a una población envejecida?. ¿Será capaz Europa de sobrevivir a la invasión del Islam, que puede conseguir pacíficamente lo que no consiguió en el pasado con las guerras?. Estas y parecidas preguntas rondan por la mente de muchos europeos, sin ser conscientes, sin embargo, de que el mal no está fuera, en las otras culturas, sino dentro de nuestra civilización, que da inequívocas muestras de agotamiento. La comparación con la ruina de la civilización romana es inevitable: esa civilización desapareció no tanto por la fuerza de las armas, cuanto por la invasión de nuevas gentes en una población envejecida y agotada.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.