La sociedad en que vivimos es definida por sociólogos e historiadores de diversas maneras –sociedad democrática, sociedad postmoderna, sociedad del bienestar-, pero la definición que se ha hecho más popular, sin duda alguna, es ésta: sociedad de consumo. Es una definición acertada porque, en una sola palabra, indica su estructura económica fundamental, por una parte, y las características del comportamiento social que ésta determina, por la otra. Fracasado por completo el comunismo, se ha impuesto en todo el mundo el sistema de economía de libre mercado, cuyos rasgos esenciales son la superproducción de bienes y servicios debido a los avances tecnológicos, la comercialización o marketing total, y la promoción propagandística de nuevas y más sofisticadas necesidades en la gran masa; pero este gigantesco sistema productivo sólo puede subsistir si se cumple una condición: la predisposición psicológica de la gente a comprar y a consumir productos sin cesar, que a su vez determina un aumento continuo de productos, y que a su vez supone lanzar sin cesar nuevas ofertas al mercado. La prosperidad material postmoderna se sustenta sobre un gran y complicado tinglado de necesidades e intereses.
En contraste con lo que sucedía en otras épocas, el consumo de bienes materiales ya no se limita a las clases acomodadas, sino que se extiende a todas las capas sociales; al igual que el rico, el simple trabajador tiene hoy acceso al coche individual, a los electrodomésticos en toda su variedad, a aparatos audiovisuales cada vez más sofisticados, a la adquisición de la segunda vivienda, a las vacaciones de signo multitudinario, a la visita semanal a tiendas, grandes almacenes y centros comerciales, verdaderos símbolos de la sociedad de consumo; y no importa que los recursos en dinero sean limitados, porque para esto están los créditos y las hipotecas que hacen posible consumir masivamente sobre un endeudamiento también masivo. De la economía de pura subsistencia en la que los bienes se reducían a lo estrictamente necesario, se ha pasado al consumismo insaciable y al despilfarro, con todas las inevitables consecuencias que ello comporta para las personas y la sociedad en su conjunto. El espacio del mundo ha cambiado: la naturaleza se llena de edificios, carreteras y coches; y también ha cambiado el ritmo del tiempo: todo son prisas, y no hay tiempo para nada, salvo el destinado a ir de compras, a hacer “shopping”.
Es evidente que el cambio introducido por el consumo masivo en nuestra sociedad no sólo incide sobre el mundo económico, sino que ha determinado una nueva visión de la vida, un nuevo tipo de hombre y un nuevo sistema de valores. Se puede y se debe hablar de una verdadera cultura consumista, en la que la misma ética y fe cristianas quedan profundamente afectadas por esta revolución de la vida. ¿Cómo no hablar de cambios profundos en la filosofía práctica de la gente, cuando los valores que se proclaman, los objetivos que se persiguen, y los hábitos de comportamiento obedecen a un claro materialismo y hedonismo, justamente lo contrario a los principios fundamentales de la ética natural, y no digamos de la ética cristiana? ¿Y cómo no entender que muchos comportamientos, incompatibles con la lógica de las cosas, son perfectamente comprensibles si tenemos en cuenta el contexto social en el que diariamente se desarrollan?. La cultura consumista ha engendrado un tipo de personalidad también consumista, y esta realidad resulta clave para entender por qué los valores éticos y religiosos están en crisis y por qué la regeneración moral de la gente es hoy tan difícil.
Tener, poder y placer
Si analizamos con un poco de profundidad la cultura consumista en la que vivimos inmersos, nos daremos cuenta de que se sustenta sobre las tres pasiones fundamentales del hombre, que son el tener, el poder y el placer: todo va orientado al alimento y desarrollo de estas tres pasiones, y por eso se ha impuesto tan fácil y universalmente. El primer y fundamental objetivo del consumismo es tener cosas y más cosas, que el gigantesco sistema productivo y comercial pone a nuestro alcance; el mundo se ha convertido en un gran escaparate de cosas que la publicidad nos incita continuamente a comprar. Porque la realización de la vida humana –y esta es la principal perversión de la cultura consumista– se cifra en el tener, no en el ser. El tener se ha convertido en el gran objetivo de los afanes humanos sin lugar para otra clase de ideales, y en el fuero interno de las personas, tener una gran casa o un buen coche, por ejemplo, es mucho más importante que ser una buena persona. En esta cultura, realizarse uno a sí mismo como persona es hacer dinero, y este principio, no confesado públicamente, pero practicado interiormente, explica la gran perversión de lo humano que hoy estamos padeciendo.
El consumo también se ha convertido hoy en el camino para escalar en el “status” social y la autoafirmación individualista: “consumo, luego existo”; ese deseo tan consubstancial al ser humano –ser alguien ante los demás– no se considera realizado si el triunfo en una carrera o en una profesión no lleva consigo el triunfo en el dinero. Los signos externos son signos de que se tiene dinero, naturalmente, pero sobre todo son signos de éxito y de estar en la cima de la montaña: tener un yate o un gran coche deportivo nos hace sentirnos importantes en la valoración social. El impulso a trepar en la escala social es mucho más fuerte que los meros impulsos económicos, y de ahí que, en esta cultura consumista, la apariencia, el simulacro y la ostentación a través de las manifestaciones de lujo sean las principales cartas de presentación ante la sociedad, tal como vemos en los famosos y famosas. Y ese ansia por la apariencia impulsa a la gente a la competencia psicológica; la sociedad de consumo ”es la institucionalización de la envidia” (D. Bell), como ocurre en el adolescente que exige vestir de marca para no ser menos que el compañero, o en el adulto que compra un gran coche para rivalizar con el vecino.
Pero la gran obsesión de la gente es conseguir la felicidad a través de los innumerables placeres, comodidades y diversiones que nos proporciona la sociedad de consumo. Es el triunfo de la filosofía hedonista. “Pásatelo bien y sé feliz” es la palabra con la que se dicen adiós muchos jóvenes, convencidos de que la felicidad consiste, justamente, en esto, en disfrutar consumiendo toda clase de placeres. A diferencia de otras culturas que orientaban a las personas en el ideal del deber y del trabajo y en el que la felicidad era una consecuencia del bien moral alcanzado, el objetivo explícito y directo de la cultura consumista es la felicidad entendida como placer, y que puede ser conseguida satisfaciendo todos los deseos y eliminando todas las represiones. El esquema de esta filosofía es muy simple: felicidad es igual a placer, placer es satisfacción del deseo, deseo es descarga de tensiones, y las tensiones se descargan consumiendo bienes y servicios, incluidos los sexuales. Este simplismo, sin embargo, no sólo es errónea como filosofía teórica, sino también como filosofía práctica, porque, en realidad, las generaciones que van creciendo en la cultura del consumo no son más felices que las de antaño, sino más bien lo contrario.
¿Una patología social?
A la vista de esta gran revolución de vida, cabe hacerse una grave pregunta: ¿es bueno para las personas que el progreso material nos haya llevado a esta cultura consumista, o más bien nos ha introducido en una dinámica peligrosa de la que nos resulta casi imposible salir?. La respuesta no es fácil, porque la sociedad de consumo, por primera vez en la historia, ha logrado erradicar el hambre en el mundo y cubrir las necesidades materiales del ser humano en toda su extensión. Pero si nos adentramos en la psicología y en los hábitos de la gente, el tema ya no resulta tan claro. A pesar de que en las encuestas la mayoría de la gente se declare bastante feliz, lo cierto es que las depresiones anímicas, incluso en la adolescencia, son la epidemia de la sociedad de consumo y que los trastornos de comportamiento están a la orden del día. Algo va mal, muy mal, en esta sociedad en apariencia tan próspera y que no se manifiesta en su magnífica apariencia, sino que se esconde en lo profundo de las personas. En la cultura consumista que hoy se ha impuesto, no es exagerado hablar de una verdadera patología social, aún cuando este término se reserve para personas con problemas mentales concretos y específicos.
Por analogía con la enfermedad de la ansiedad crónica que describe la psicología, la persona consumista busca continuamente la satisfacción de lo que cree ser una necesidad, pero nunca se considera satisfecha: lo superfluo se convierte en necesario, y una satisfacción engendra una nueva necesidad, y ésta otra distinta, en una carrera sin fin. La palabra misma consumo ya indica que el objetivo no es propiamente la satisfacción de necesidades que se cubren de forma estable, sino en impulsos que provienen de la insaciabilidad y que hay que renovar continuamente, como el comer o el beber: se compran tales y cuales cosas que se consideran necesarias, pero al poco tiempo se nos presentan otras nuevas que hay que satisfacer con urgencia. Sobre esta dinámica de la psicología humana asienta su éxito el sistema de producción económica consumista; el sistema se perpetúa y se acrecienta porque considera al hombre un mecanismo de necesidades, que la propaganda omnipresente estimula sin cesar. Y así, con la excepción de las ocupaciones obligatorias del trabajo, el tiempo disponible de las personas se dedica a la distracción con aparatos electrónicos, a la diversión o a ir de compras, obedeciendo a los impulsos de la ansiedad.
Es sabido que en los últimos años se ha tipificado una nueva enfermedad psicológica —la “compra compulsiva”– y que ya padecen muchas personas en nuestra sociedad de consumo. Consiste en un estado depresivo y de ansiedad que lleva al enfermo a comprar diariamente cosas y más cosas con su tarjeta de crédito y que engendra una grave adicción y dependencia. Es una enfermedad muy minoritaria, por supuesto, pero sumamente significativa para darnos cuenta de las profundas alienaciones que está engendrando la cultura consumista. Y no nos damos cuenta de ello, porque comprar y consumir cosas de continuo es lo normal, lo que hace todo el mundo, y se considera persona rara y extraña la que ahorra o compra lo estrictamente necesario. Pero hay que hablar de una verdadera patología social, aunque no queramos reconocerlo. Es, sin duda, patológico orientar todos los sueños e ideales de una vida, tan rica en posibilidades, a la compra y posesión de cosas; es trastorno psíquico pretender que todos los problemas que tenemos, incluso los más íntimos, tengan su solución en clave de consumo; y es dependencia adictiva no poder prescindir de muchas cosas, totalmente superfluas.
El camino personal
En la crítica a la sociedad de consumo, con sus bienes y sus males, se ha de partir de una realidad que es incambiable: el sistema económico, por una parte, y la cultura que se ha interiorizado en las personas, por la otra. El sistema es incambiable, no sólo porque se ha demostrado ser el más eficaz para la producción masiva y su distribución social, sino también porque depende de los avances técnicos, cada vez más perfectos y sofisticados; al igual que no podemos salirnos de la naturaleza que nos sustenta, tampoco podemos salirnos de un sistema del que depende toda nuestra prosperidad en sus innumerables aspectos. Y tampoco podemos cambiar la cultura consumista, mal que nos pese; la cultura es una determinada manera de pensar, de sentir y de comportamiento que forma el ambiente en que vivimos y que determina la fisonomía de una sociedad. En las últimas décadas, se está produciendo la aniquilación de las culturas tradicionales, arrancando al individuo de su terreno, y se está implantando una cultura internacional en base a solicitaciones e informaciones y cuyo máximo exponente es el internet; la palabra indica la nueva realidad cultural: todo está cogido en una red de la que nadie puede escapar.
No se puede esperar, por tanto, que la sociedad cambie, y lo más probable es que se extiendan e intensifiquen cada vez más los males del consumismo. Pero es la hora para las opciones personales y el camino del individuo. Cada individuo que quiera ser auténtico en un mundo globalizado y masificado por el estilo de vida que ha impuesto el consumismo, deberá saber distanciarse de la masa, no hacer caso a las seducciones de la propaganda, y encontrar su propio camino al margen de las autopistas por donde circula la multitud; cada persona que quiera regir su vida por principios y valores morales, deberá saber que el consumismo ha impuesto en nuestra sociedad el principio del placer como criterio supremo, que esta filosofía hedonista hace imposible la práctica de la moralidad, y que es preciso ir contracorriente, no ya para conseguir autonomía, sino para ser, simplemente, honesta; y cada cristiano que quiera vivir su fe en esta sociedad profundamente materialista, deberá saber que la idolatría del dinero ha sustituido a Dios, que el afán por consumir no da lugar a ninguna inquietud trascendente, y que vivir la fe es como vivir en otro mundo, en otra dimensión, muy por encima de lo que vive la gente.
Si algo parece necesario en el cristiano que tiene que vivir en una cultura consumista, es redescubrir el valor de la austeridad de vida e intentar practicarla. Y no sólo porque es saludable para el alma liberarse de las adicciones y dependencias que engendra el consumo, sino, sobre todo, porque la austeridad de vida es la condición absolutamente indispensable para huir del vicio y adquirir la virtud, que el cristiano tiene obligación de practicar. Puro sentido común: ¿cómo practicar la virtud de la castidad, por ejemplo, si el sexo se ha convertido en artículo de consumo, al igual que los otros placeres, y no existe ninguna prevención ante ciertas imágenes televisivas? ¿y cómo ejercer la solidaridad con los más pobres y necesitados, si no somos capaces de privarnos de muchas cosas superfluas y todo dinero es poco para satisfacer nuestras apetencias consumistas?. Los malos hábitos se convierten en esclavitud interior cuando no hay control del deseo, y hoy el imperio del vicio está más extendido que nunca porque el dinero, el placer y el afán de éxito social domina nuestras vidas. Debemos tener esto muy claro: en nuestra cultura consumista, adquirir y ejercer la virtud, tanto ética como cristiana, supone necesariamente optar por la austeridad de vida.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.