La familia “deconstruída”

Comencemos con una máxima derivada de la lógica formal: Una palabra que significa todo, no significa nada.

Dice Gordon Clark Haddon que una palabra, para significar algo, debe también no significar algo. Porque es evidente que si una palabra significa todo, es inservible por cuanto las palabras son significantes que nos han de permitir distinguir unas cosas de otras, y lo que lo significa todo no distingue nada.

¿A qué viene este principio de artículo?. ¿Estoy tratando acaso de liar la cabeza del lector de tal manera que sucumba a un ataque de sueño o entre en la más profunda depresión, o al menos perplejidad?. Nada más lejos de mi intención. Se trata solamente de, en poco más de cuatro líneas, poner de relieve lo que sucede con las palabras y conceptos en que los intelectuales militantes de la postmodernidad se esfuerzan en realizar lo que han dado en llamar la “deconstrucción del lenguaje”. Para ello he tomado como palabra significante y como concepto significado, ‘familia’.

 

La familia: ¿qué es y qué no es?

¿Qué es la familia?. Siendo consecuentes con el inicio de este artículo, para precisar lo que la familia es, parece conveniente señalar, simultáneamente, lo que la familia no es. Por ejemplo, si decimos que la familia es una sociedad, estamos expresando que la familia no es un ser individual, sino un conjunto de seres. Si afirmamos que la familia es un conjunto de seres de la misma especie, estamos de alguna manera poniendo de relieve que, aún en el caso de que en el ámbito de una familia humana puedan convivir personas con reses, ni la cabra ni la vaca, ni el perro ni el periquito, ni cualquier tipo de mascota animal, por cariño que se les pueda profesar, forman parte substantiva de la familia. No es una cuestión de ideología, sino de principio, de definición. La humanidad, desde sus albores, ha definido la familia, allí donde ha aparecido este vocablo, como grupo social de personas humanas. Las palabras se han generado alrededor de un significado concreto, y significan aquello por lo que están definidas.

Naturalmente, surgen significados derivados por analogía. Por ejemplo, en nuestro caso, se puede hablar de familias de minerales sin que a nadie con dos dedos de frente se le ocurra otra cosa salvo que se ha introducido una metáfora, por cierto de indudable belleza, destinada a presentar una realidad conceptual en base a una cierta analogía estructural entre la familia, sobre todo la familia extensa, y los grupos de minerales y las relaciones entre los mismos. Está meridianamente claro, no obstante, que no estamos diciendo con ello que al hablar de familias de minerales estemos tratando de familias reales, en su sentido propio, que se reúnen para cenar por las noches, o para discutir cuestiones de primacía entre sus miembros.

 

Familia, un concepto a “deconstruir”

En ámbitos intelectuales de la postmodernidad, sin embargo, se ha tendido a introducir como propios de las palabras significados que jamás han tenido éstas, y que muy al contrario, quedaban antes excluidos de su empleo. Me temo mucho que esta introducción no es casual, y que sería ingenuo creer que es inocente. Quienes con estos métodos han intentado “deconstruir” el lenguaje, lo vienen haciendo con intenciones muy concretas, nunca casuales, siempre guiadas por tendencias ideológicas específicas, con la pretensión de destruir las ideas o instituciones que, como significados, el lenguaje pretende representar como significante.

El mismo invento que es la palabra “deconstrucción” no es sino un intento de revestir de dignidad académica y pseudocientífica una intención subyacente, pero obvia: la de destruir instituciones sociales existentes que son incompatibles con la sociedad ausente de valores permanentes que pretenden instaurar. De hecho, dentro del relativismo absoluto en que se mueven los gurúes de la postmodernidad, hablar de instaurar es excesivo, pues los agentes de la “deconstrucción” del lenguaje lo que pretenden es instaurar una realidad en la cual no es posible que haya nada instaurado, lo que no deja de ser una preciosa contradicción. Cultivando el huerto de las contradicciones, podríamos decir que el grito de guerra de esa aguerrida tropa es el de, ¡adelante!, aunque no se pueda afirmar dónde está  ese delante, ni siquiera si delante puede estar detrás, ni si los conceptos de delante y detrás tienen algún sentido, por cuanto, para ellos, no podemos saber ni siquiera dónde estamos, en un mundo sin coordenadas.

Está claro que las huestes postmodernistas, habiendo conquistado las posiciones del pensamiento que se autodenomina progresista, y habiendo a la vez destruido cualquier alternativa de mentalidad que se pudiera denominar conservadora, han tomado posesión de sus objetivos culturales, de modo que la redefinición de conceptos la creen ya propia y exclusiva de ellos. No hay más que considerar lo que está aconteciendo en España en el debate político cultural sobre temas como el aborto provocado o el denominado matrimonio entre personas del mismo sexo.

Quienes en España se autodenominan progresistas, por ejemplo las huestes dominantes en el socialismo actual, han creado un estado de opinión por el cual quienes se oponen al reconocimiento de estos fenómenos pueden ser acusados poco menos que de lesa humanidad por oponerse a la por ellos invocada libertad de personas y de grupos sociales, y así discriminar injustamente a los colectivos implicados.

Quienes se consideran no tan progresistas, o progresistas pero menos, y se opusieron en su momento al asalto inicial de los progresistas, por ejemplo los grupos dominantes en el autodenominado centro o centro derecha español, se han vuelto atrás y defienden que no se toque lo que los primeros, sus adversarios, lograron antes y les mereció entonces todo tipo de reproches e invocaciones retóricas a la Constitución e incluso recursos, tal vez también retóricos por lo que luego hemos visto, ante el  Tribunal Constitucional.

Quienes se pudieran considerar conservadores, simplemente no existen como grupo político cultural significante, y para su desgracia hay iniciativas españolas y europeas, sobre todo desde fuentes ultraprogresistas, que tienden a ilegalizar cualquier alegato que pudiera surgir de algún ámbito de la sociedad para retornar a una cultura iusnaturalista.

En resumen, las tendencias postmodernas han conseguido tomar la sociedad y la cultura, y quienes las sustentan, con total desprecio a las libertades religiosa, de pensamiento y de expresión, pretenden blindar la legalidad para que cualquiera que pudiera  poner en cuestión las nuevas conquistas culturales sea legalmente expulsado a las tinieblas exteriores, donde es el llanto y el crujir de dientes.

Buena parte de la intelectualidad española y europea, ostensible y estentóreamente cobarde —“ostentóreamente” dirían algunos—, se limita a mirar hacia otro lado, con la esperanza de que algún día escampará. Parecida esperanza tenían quienes, al ver caer el Imperio Romano y su cultura, esperaban que algún día escamparía, y tenían razón, porque eso sucedió, aunque siete siglos más tarde, tras una verdadera glaciación cultural que se llevó por delante un sinnúmero de generaciones por más de medio milenio.

La familia, al igual que otras instituciones sociales, es oscuro objeto de deseo de ‘deconstrucción’ cultural, y nada es inocente en ello, porque se trata del lugar en el que el hombre nace, crece —en estatura, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres como dijo del Hombre un famoso médico del siglo I—

La ‘deconstrucción’ del concepto de familia lleva a la consideración de que familia es cualquier grupo de personas que convivan, sea temporal o permanentemente, y que cualquier identificación que se quiera establecer con alguna forma específica de convivencia, o con la finalidad de reproducción biológica o social, debe ser excluida como arcaica y reaccionaria. Para lograrlo, es preciso primero “deconstruir” los componentes básicos de la familia tal como han sido entendidos en el pasado, y como siguen siéndolo en el presente en muchos ámbitos de nuestra sociedad.

 

¡Más madera para el incendio! La ideología de género.

En primer lugar, para el postmodernismo rampante (3ª acepción de la R.A.E.) debe ser denunciado y proscrito el concepto de hombre y el de mujer, tal como siempre se ha entendido desde los albores de la humanidad y de la historia. En ello juega un papel esencial la llamada ideología de género, en la medida en que no acepta que el sexo sea otra cosa que un accidente biológico, al cual sólo la cultura dominante ha dotado de relevancia social y cultural. Para los defensores de esa ideología, el sexo, siendo accidental, no define al hombre como hombre y mujer, sino que es cada persona la que, en uso de su libertad omnímoda, puede ejercer su propia opción sobre el ‘género’ que elige para sí misma, y eso en cada momento de su vida, ni siquiera definitivamente.

Se construye, pues, una alternativa al sexo en el género; podríamos decir que se cambia al hombre biológico por el hombre gramatical, pues al sustituir al sexo por el género se está sustituyendo toda certidumbre para el yo por un tipo radical de incertidumbre: la que encontramos en el mismo hecho de que los objetos son masculinos o femeninos dependiendo del idioma en que nos estemos expresando. Por ejemplo, en castellano ‘los dientes’ es masculino; en catalán y valenciano, ‘les dents’ es femenino; en inglés, ‘teeth’, o ‘tooth’ en singular, como la casi totalidad de los substantivos británicos, carece de género.

Lo que para las palabras es accidental o incluso causal, el género, no puede ser la base antropológica para definir a la persona, porque ésta no se puede construir sólidamente sobre la incertidumbre. Pudiera ser aquí de aplicación la metáfora evangélica sobre la necesidad de construir la casa sobre roca, y no sobre arena. La persona tiene imperiosa necesidad de autoconstruirse sobre una base sólida, y para ello esta base no puede ser opcional ni a posteriori, sino que debe serle dada previamente. No existe posibilidad de partir de un yo cierto si aspectos esenciales del yo no pueden ser considerados a priori como ciertos, seguros y permanentes. El ser humano individual puede considerarse como algo cierto y seguro en la medida en que reconoce que existe algo, a lo que llamamos su naturaleza, que es seguro porque le ha sido dado, aún antes de ser constituido como persona, o mejor expresado, en el instante mismo en que comienza a ser. Esto es el sexo, como esto es el alma, para el ser humano: aspectos constitutivos, inviolables e inembargables de su propio ser.

 

“Deconstruir” el matrimonio

Naturalmente, aciertan nuestros preclaros pensadores postmodernistas: ‘deconstruyendo’ los conceptos de hombre y de mujer, ‘deconstruyen’ de paso todo lo que depende de ellos, por ejemplo, la familia. Digamos que la inmensa estafa intelectual constituye un gran acierto estratégico para quien quiere “deconstruir” la realidad  social primigenia del hombre.

Como consecuencia de la pretensión ‘deconstructora’ de la familia y de la persona según su propia naturaleza, surge la ‘deconstrucción’ de la institución matrimonial. Cuando se proclama que el hombre y la mujer han dejado de existir culturalmente como seres naturales permanentes, definitivos y complementarios, es evidente que la concepción natural del matrimonio se tambalea o, más aún, se derrumba estrepitosamente. El matrimonio ha sido concebido desde los albores de la humanidad como unión entre un hombre y una mujer. Si ya no hay hombre y mujer más que como opción en función del género elegido, el matrimonio como tal cae por su base.

El matrimonio estaba ya debilitado desde los albores de la modernidad por la penetración del divorcio en nuestras sociedades. El divorcio era la consecuencia de la imposibilidad imputada al ser humano de asumir compromisos definitivos en su vida. Si el hombre no puede, como muchos han dicho, decidir algo para siempre o, dicho de otro modo, hacer un voto solemne, no cabe la existencia del compromiso permanente entre hombre y mujer asumido desde un día concreto y señalado de sus vidas. Eso no significa que, para quienes así piensan, no quepa un matrimonio fiel que dure toda la vida, sino solamente que, de existir, es porque en diversos momentos de sus vidas respectivas han podido o querido renovar el compromiso.

El problema del divorcio no es solamente, pues, que sume de hecho a muchas personas en la soledad potencial del corredor de fondo. El problema es que pretende que eso es lo que por naturaleza le sucede al hombre, en general, y que sólo la fortuna y un cúmulo de circunstancias favorables puede posibilitar que eso se extienda para toda la vida.

Este debilitamiento del matrimonio procedente del reconocimiento social del divorcio se ve radicalizado ahora con la ‘deconstrucción’ del propio concepto de personas que conforman el matrimonio. Si ya no existe el hombre y la mujer más que como opción, la de matrimonio pasa a ser una palabra con la que designamos una fórmula de convivencia entre dos personas en la que el concepto de sexo ha pasado a ser irrelevante. En el fondo, lo único que persiste del sexo es la genitalidad, que se define como una realidad biológica de la que las personas pueden disfrutar ilimitada e irrefrenablemente en la medida en que les apetezca, cuando y con quien sea.

Desde ese momento, matrimonio puede significar cualquier forma de convivencia entre personas de cualquier sexo, y lo mismo sucede con familia, de manera que se hace realidad lo que proponíamos al principio de este artículo: lo que lo significa todo, no significa nada.

De hecho, el problema de la mentalidad postmoderna que ha llevado a esta situación no es tanto el reconocimiento legal de una sociedad sin instituciones básicas consolidadas, sino el hecho de que la mente de las personas haya quedado anegada en ese pantano intelectual de arenas movedizas, en el que no existe ninguna roca a la que agarrarse. Es decir, no es solamente que buena parte de la sociedad ve tambalearse sus instituciones básicas, sus matrimonios, sus familias, sino que además están consiguiendo que no haya esperanza, porque muchas personas no confían en que tenga sentido la interpretación natural de la sociedad, ni en que sea posible vivirla.

 

La actitud de los cristianos

La actitud de mucha gente bien intencionada de nuestra sociedad ante la pujanza postmodernista es de repliegue. El repliegue es la actitud de los ejércitos cuando creen que no tienen nada que hacer frente a las fuerzas enemigas. Es, pues, una actitud de desesperanza, al menos a corto plazo, y en muchas ocasiones de puro y simple abandono de la lucha y mero intento de conservar la propia seguridad a costa de abandonar las posiciones.

Habrá quien esto lea y piense que el autor de este artículo es víctima de una mentalidad belicista y que divide al mundo en amigos y enemigos, lo que va contra el espíritu de Cristo, para quien no hay enemigos. Ése es también un contagio de mentalidad postmoderna, porque ahí puede latir una confusión de fondo. No es cierto que Jesús no tenga enemigos. Lo que sucede es que hay que distinguir entre las personas y las ideas, y también entre la actitud de Jesús y la de quienes le combaten.

En cuanto a la primera apreciación, Jesús ama a todos los hombres, y el cristiano, con Él, está llamado a amarlos a todos. Pero Jesús no ama al error, no ama la mentira, la detesta. Es preciso amar al pecador, y no por ello amar al pecado. Hay que aborrecer al pecado, y sin embargo amar al pecador. Nosotros somos enemigos del error, y aborrecemos la mentira.

En cuanto a la segunda, no es exacto afirmar que Jesús no tenía enemigos, y sí lo es decir que para Él nadie es enemigo. En efecto, hay hombres que, al menos en algunas fases de su vida, han considerado a Jesús como su enemigo. Los Caifás no existieron solamente en Israel hacia el año 30 de nuestra era. Los Caifás, al igual que en todos los momentos de la historia, existen hoy, sienten a Jesús como su enemigo, y actúan en consecuencia. Son, en verdad, al menos entonces, enemigos de Jesús. Su actitud ante Jesús es de enemigos. La actitud de Jesús es otra cosa. Jesús ama a sus enemigos, hasta el punto de dar la vida por ellos. Es más, los excusa recabando para ellos el perdón del Padre, aduciendo que no saben lo que hacen.

De la misma manera, los cristianos debemos luchar decididamente contra la mentira, proponiendo todo tipo de argumentos ciertos para ponerla en evidencia, y para enfrentar a quienes la esgrimen con sus propias contradicciones. Pero al mismo tiempo hemos de amar a quien está mintiendo y esto, en ocasiones, es francamente heroico, de modo que yo entiendo que solamente se puede hacer con el auxilio directo del Señor, trayendo aquí a colación, aunque sea fuera de su contexto, aquello de “para los hombres, imposible, pero para Dios todo es posible”.

Nosotros sabemos, por ser palabra del Señor, que al final triunfará la Verdad, y que a ese final hemos de llegar de la mano del propio Cristo, que es la Verdad. Ese Cristo que nos acompaña por la historia es la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. No tenemos derecho, pues, a vivir desesperanzados, abandonando los campos de batalla dialécticos. Lo que sí hemos de hacer es, de la mano del Señor, transformar esos campos de batalla dialécticos en puntos de encuentro donde el diálogo sea admitido, y esto también es, en ocasiones, heroico, y siempre difícil.

Para ello es preciso reconocer que la ‘deconstrucción’ de conceptos sobre instituciones básicas de la estructura social, como es el caso de la familia y el matrimonio, con ser en muchas ocasiones perversa en buena parte de sus planteamientos, tiene un efecto positivo en el hecho de que puede ayudarnos a depurar los conceptos y las instituciones a las que hace referencia de adherencias que nada tienen que ver con la verdad, y mucho con planteamientos ideológicos que históricamente han buscado aliarse con la verdad cristiana para utilizarla en provecho propio. Por ejemplo, el matrimonio y la familia se han visto con frecuencia contaminados por una concepción burguesa de los mismos, que llevaba a confundir con exigencias cristianas lo que no eran sino adherencias ideológicas o meramente utilitaristas por cuestiones económicas. Es el caso de las normas de comportamiento culturalmente correcto cuando, se ha entendido que los matrimonios se debían limitar a gente del mismo estrato social, o que debía retrasarse la celebración de los matrimonios en función de la consolidación del nivel de estudios o económico de los contrayentes, o mil historias de parecido calado.

Algo que me ha enseñado la vida es que muchas de las catástrofes que se ciernen sobre los hombres son debidas a que hemos acumulado indudables méritos para que, en frase de los antiguos celtas popularizada por las aventuras de Asterix, el cielo se desplome sobre nuestras cabezas. Por ejemplo, las exageraciones y desequilibrios de la herejía de los cátaros o albigenses no se habría producido, y ello hubiera ahorrado muchísimas vidas, de no ser por la degeneración de costumbres de los eclesiásticos de aquel tiempo y de los siglos precedentes, pero era precisa la santidad de un Francisco de Asís y de un Domingo de Guzmán para reaccionar conforme a la verdad, con desprendimiento de todo lo que la contaminaba y estaba de más, es decir, con pobreza y limpieza de corazón.

Lo mismo entiendo que nos sucede hoy. Hacen falta dosis máximas de santidad para reaccionar adecuadamente contra las esclavitudes y contaminaciones de nuestros propios ambientes cristianos que han hecho posible el surgimiento de los procesos de ‘deconstrucción’ postmodernistas. La misma santidad que hace falta para oponer a esos procesos una criteriología cristiana basada en el desprendimiento de todo lo que no sea fundamental para vivir a Cristo hoy en día en nuestros ambientes, pero en el aferramiento a lo esencial de la Verdad, Porque sólo la Verdad nos hará libres. La Verdad desnuda. Depurémosla, y al mismo tiempo, no dejemos de luchar dondequiera que estemos para desarmar la impostura de las ‘deconstrucciones’ postmodernistas.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.