En la aldea global en la que se ha convertido nuestro mundo, los medios de comunicación, y muy especialmente los audiovisuales, han impuesto la frivolidad, el pasatiempo y la estulticia como el ámbito permanente en el que se mueve la vida mental de innumerables personas. Son miles de horas las que la gente pasa ante la pequeña pantalla mirando y escuchando, centenares las que dedica a leer u hojear ciertos periódicos y revistas; pero todo ese tiempo no se traduce ni un gramo de progreso en conocimientos formativos y en cultura, sino más bien lo contrario. El hecho sociológico es incontestable: muy probablemente, la mayoría de la gente adicta a la televisión no sabe por qué país discurre el río Ganges, por ejemplo, pero estarán enterados al detalle de la vida y de los escándalos de la famosa de turno, o de las vicisitudes del fichaje de un popular futbolista. Tan amplio y desmedido es el tiempo y espacio que ocupa lo absolutamente trivial en los medios de comunicación, que éstos se han convertido en una especie de ”feria de vanidades“, en la que el televidente, el oyente o el lector, tiene infinidad de posibilidades de satisfacer su interés, no por cosas serias por supuesto, sino por los aspectos más estúpidos de lo humano.
La vida moderna está llena de contradicciones, sin duda, pero una de las contradicciones más flagrantes está en los propios medios de comunicación por el mal uso que se hace de la técnica. ¿Por qué nos servimos de esas maravillas técnicas para nuestra degradación, en lugar de aprovecharnos de las infinitas posibilidades que ellas nos ofrecen para enriquecernos culturalmente, algo que está al alcance de cualquiera y que es tan fácil como apretar el botón de un aparato? El tema, como siempre ocurre con lo humano, tiene aspectos muy complejos. Se trata de un verdadero círculo vicioso en el que no se sabe bien cuál es la causa y cuál el efecto: los medios de comunicación satisfacen unas determinadas necesidades psicológicas de la gente, es verdad, pero a su vez suscitan y potencian esas mismas necesidades por razones de comercio y de propaganda, y no es menos verdad que lo primero. Y es esta perfecta simbiosis entre psicología y comercio lo que hace sumamente difícil salirnos de esta gran feria de vanidades. Es en este contexto donde los medios de información se convierten en medios de comunicación, precisamente, porque, más que informar, lo que hacen es “comunicar “, hacer partícipe a la gran masa de noticias sensacionalistas, de emociones baratas, y de asuntos triviales para alimento de su distracción.
El hecho de que los medios de comunicación sean en su mayor parte una feria de vanidades, nos indica hasta qué punto pueden producirse enormes cambios sociales, inducidos por la técnica, naturalmente, pero con base en la propia condición humana. En otros tiempos, la gente se interesaba, a veces, por cosas frívolas en el bar, la tienda o la calle; hablaba de sus cosas y de las cosas de la vida en el reducto del hogar, e iban los fines de semana al cine, al teatro o a otro espectáculo para distraerse o divertirse. Ahora las cosas son muy distintas , porque, a través de la ventana de la televisión, tenemos en nuestra propia casa todas las vanidades del mundo sin necesidad de salir a la calle : el cotilleo sobre vidas ajenas y escándalos es nuestro entremés de las comidas; las frivolidades llenan el tiempo de que disponemos después del trabajo; y lo que es peor, esta feria continua de vanidades acapara nuestra vida mental de tal manera, que no hay tiempo ni voluntad alguna para ideas o consideraciones un poco serias en la inmensa mayoría de la gente. Pero así es la condición humana: capaz de lo mejor y de lo peor, puede vivir de frivolidades y de estupideces indefinidamente, una vena inagotable para la explotación comercial de la gran feria.
El retorno de las idolatrías
Si no estuviéramos acostumbrados a verlo cada día, cualquier espectador con sentido común no podría menos que quedar estupefacto ante ciertos espectáculos deportivos, musicales o, simplemente, de popularidad, al comprobar las adhesiones, pasiones y emociones que estas manifestaciones despiertan. A la gente adicta a un determinado personaje o a un determinado equipo de fútbol se les llama “fans”, pero podría también llamárseles “idólatras”, pues la idolatría, en su significado esencial, no es más que una adhesión irracional y desproporcionada a una persona o entidad, elevando a categoría de absoluto y sublime lo que en sí mismo es relativo y poco importante. Porque es este el trasfondo psicológico de ciertos fenómenos sociales. ¿Cómo calificar, si no, la tensión inconmensurable de decenas de millones de personas pendientes de que un balón entre en una portería, o los gritos y desvanecimientos histéricos en torno a los aullidos de un cantante, o el embelesamiento casi religioso ante el autógrafo o la palabra de un personaje famoso?. La irracionalidad de ciertos sentimientos atávicos, que creíamos definitivamente superada en la época de la razón, ha entrado a raudales por la puerta principal de los medios audiovisuales, y todos tan felices.
Los sentimientos idolátricos que alimenta la gran feria audiovisual, ofrecen buena materia de reflexión sobre las enormes contradicciones y paradojas en que ha caído la sociedad moderna, que creemos tan avanzada. Reflexionemos sobre estas contradicciones: decimos y proclamamos que todos los hombres somos iguales y que es indigno del hombre considerar superior a ningún hombre como ocurría en épocas del pasado, pero damos muestras de esa misma desviación valorativa cuando elevamos a ciertos humanos, que son como nosotros o probablemente peores, a la categoría de dioses del Olimpo; creemos que la irracionalidad y el fanatismo son manifestaciones propias de las sociedades culturalmente atrasadas, pero no nos damos cuenta de que esa misma fisonomía tienen numerosos espectáculos, gestos y pronunciamientos que cada día vemos en la pequeña pantalla; y en fin, consideramos la idolatría como propio de la humanidad primitiva e infantil, pero deberíamos ver que hoy también damos culto a muchos ídolos, no de piedra o de madera por supuesto, sino de carne y hueso como nosotros. En esta época irreligiosa, el sentimiento pseudo-religioso continúa: no damos culto a Dios, pero sí damos culto a dioses que nos hemos fabricado.
Decir que se ha producido un retorno de la idolatría en los tiempos modernos a través de los medios audiovisuales, puede parecer una exageración, pero no lo es en absoluto. No hay mucha diferencia entre los sentimientos de millones de personas que ven en la televisión el desfile nupcial de una princesa, por ejemplo, y los que tenía la gente en los “triunfos” de los emperadores romanos, cuando éstos eran divinizados por la plebe. Las cosas han cambiado enormemente, por supuesto, pero el hombre parece haber avanzado muy poco en racionalidad, habida cuenta de las tendencias y necesidades atávicas que continúan vivas en el fondo de su ser. Son muchísimas las personas, sobre todo jóvenes, que tienden a identificarse con su personaje-ídolo , un mecanismo de compensación de lo que uno quisiera ser, y que no puede; todavía son más las que buscan evadirse de la vida anodina para proyectar sus sueños en la vida triunfante y rutilante de los famosos, donde todo parece interesante; y se cuentan por millones los que, resucitando la necesidad siempre permanente de crear mitos, colocan en un cantante o en un equipo de fútbol los ideales de exaltación y de triunfo que siempre anidan en el alma humana, ”hecha de la madera de los sueños“, como dice Shakaspeare..
El espectáculo de la telebasura
Donde la feria de vanidades y de estupideces llega a su culminación, es en ciertos programas televisivos de amplísima audiencia cuyo contenido, por su horterísmo e inmoralidad, ha merecido el acertado calificativo de ”telebasura“. Es una forma de hacer televisión que explota el morbo por las intimidades de los famosos, el sensacionalismo demagógico en la presentación de los temas, y el escándalo sentimental o sexual como palanca de atracción de la audiencia. Y es aquí, en el espectáculo diario de los chismes y el comadreo, donde se puede comprobar el aldeanismo de las gentes de esta aldea global en que se ha convertido el mundo. Porque la degradación de lo humano y de sus formas va en aumento y parece imparable. En otros tiempos, el cotilleo, las groserías y el humor picante solían reducirse al ámbito de las tabernas y a los patios de vecindario, y eran cosas propias de la gente de mínima calidad humana; ahora, el patio de vecindario y el ambiente de taberna se ha trasladado a la televisión, donde, en las horas de mayor audiencia, millones de personas siguen con incombustible interés las vicisitudes sexuales o sentimentales de personajes desvergonzados, pero que no suscitan ninguna vergüenza en quienes los contemplan.
La frivolidad siempre va unida a la irresponsabilidad, y así sucede en las inefables tertulias de la telebasura, cuyos protagonistas son verdaderos profesionales de lo uno y de lo otro. En estos programas se habla y se discute de todo, de lo divino y de lo humano, y cualquier espectador medianamente inteligente que se asome a esa ventana no sabrá de qué asombrase más: si de la audacia de los ignorantes, que no saben nada de nada y pretenden saberlo todo, o del poco nivel mental de sus seguidores, que emplean su tiempo en oír disparates, no sólo en las cosas que se dicen, sino también en la forma en que se dicen. La telebasura es la alta escuela de grosería y mala educación de nuestra sociedad, porque, en horas de máxima audiencia, el telespectador puede asistir a lecciones diarias de insulto fácil, de tacos con amplísimo repertorio y de discusiones a gritos, en las que sale vencedor quien es más osado en decir sandeces y cosecha más aplausos en el corral de la feria. No hay que extrañarse de que en nuestra sociedad se haya perdido el sentido de las buenas maneras: la educación, al parecer, no es propia de ese espíritu “democrático” que se ha impuesto, y ciertos medios de comunicación contribuyen a ello muy eficazmente.
El hecho, tan lamentable, de que los espacios de la telebasura obtengan máxima audiencia tiene una explicación claramente psicológica. Dos de las tendencias más universales y constantes del ser humano son, por una parte, la curiosidad morbosa por los dichos y hechos del prójimo, y por la otra, la necesidad compulsiva a comentar y criticar sus defectos, y son esas tendencias las que alimenta la telebasura, precisamente. No existe atractivo más poderoso que este para despertar y mantener el interés de una audiencia. Ese morbo en saber de escándalos y de intimidades del vecino o de la vecina que tanto satisface a nuestra picante curiosidad, y ese atractivo, también morboso, en contemplar cómo salen a relucir los trapos sucios de unos y de otros, ha pasado de ser tema de barrio para convertirse en espectáculo público, con la única salvedad de que los protagonistas son ahora los famosos y famosas de la feria. El éxito comercial de estos espacios, y a la postre, es lo único que importa, está siempre asegurado, porque, como dice la Escritura, ”no se cansa el ojo de ver, ni el oído de oír” asuntos de esta naturaleza. No cabe duda de que la malicia y la miseria humanas, ambas a la vez, nos hacen participar en cosas que la sana razón y la decencia, si las hubiera, nunca podrían consentir.
Los deportes y la prensa del corazón
La feria de las vanidades no sólo actúa en la televisión, sino también en la prensa, y basta asomarse a cualquier kiosco o a cualquier sala de espera para comprobarlo: las revistas deportivas y las revistas del corazón ocupan casi todo el espacio y, en consecuencia, casi todo el interés de los posibles lectores. Pero es preciso distinguir entre lectores, por un parte, y lectoras, por la otra, porque los hombres, más inclinados a la fuerza física y a la acción, canalizan su interés hacia la prensa deportiva, mientras que las mujeres, más sensibles a los temas de la belleza y del amor, experimentan un irresistible atractivo por la prensa del corazón (fuerte argumento, dicho sea de paso, para convencernos de que los hombres y de que las mujeres somos muy distintos). En cualquier caso, el análisis del tema nos lleva a la misma conclusión: en la gran masa no existe el mínimo interés por la lectura cultural y formativa, y en este contexto, los lectores de algo serio se les puede considerar como una verdadera “élite”. Los alicientes de la vida están, por supuesto, en otra parte: en saber si tal o cuál futbolista jugará el próximo partido de competición, o en enterarnos del último rompimiento matrimonial y del enésimo escándalo de la famosa de turno.
Lo verdaderamente tremendo de esta gran feria de vanidades, es que se ha constituido en un gigantesco sistema comercial y social del que dependen demasiadas cosas. Son muchos los que se escandalizan de que el fútbol mueva millones y millones, o de que tal o cual artista, modelo o cantante gane cantidades astronómicas; pero no se cae en la cuenta de que el suelo sobre el que se levanta todo este tinglado es la misma gente, somos nosotros, por nuestra capacidad ilimitada para vivir de frivolidades y de estupideces. Al fin y al cabo, los millones que se mueven en tales negocios, no son más que la traducción pecuniaria de los millones de personas que necesitan de esa clase de cosas, porque, en economía como en cualquier servicio, la oferta siempre se ajusta a la demanda. Y algo parecido se debe decir sobre su significado social. Cuando un partido de fútbol apasiona a centenares de millones de personas, por una parte, y no hay manera de vencer la indiferencia de la gente ante problemas políticos y sociales que debieran interesarle, por la otra, es una demostración bien clara de que el hombre de hoy está instalado en la superficialidad, de que no quiere complicarse la vida con temas serios, y de que prefiere más las cosas vanas que las cosas de provecho.
Lo que no debiera ser importante, se ha convertido en lo más importante: tal es la conclusión que se desprende al reflexionar sobre estas contradicciones de nuestra sociedad, y que no son más que el reflejo de esa quimera que es el hombre. ¿Por qué somos incapaces de vivir las cosas en sus justos términos? En teoría, los deportes y las vicisitudes sentimentales de los famosos no son más que una forma de diversión o de evasión para las personas, y esto es lo que solemos decir cuando tenemos y justificamos tales aficiones; en la práctica, sin embargo, acaparan nuestro máximo interés, provocan las más encendidas pasiones y discusiones, y llegan a ocupar el centro de la vida en muchísimas personas. Esto es absurdo, por supuesto, y así lo ven las mujeres cuando no comprenden el apasionamiento de los hombres por un partido de fútbol; pero es el mismo absurdo que ven los hombres en las mujeres por su adicción a los “striptease” sentimentales de los famosos. Esperar cordura y racionalidad en muchas cosas de la condición humana, es tiempo perdido. Y una última reflexión: a la vista de la magnitud social y cultural que esta clase de vanidades han tomado, tal vez habría que definir al hombre, no como un ser racional, sino como un ser lúdico, es decir, un ser cuya naturaleza es el juego y la diversión, tal como defienden algunos antropólogos…
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.