Desde hace unas décadas, la permisividad moral en las sociedades democráticas aparece como un proceso imparable y acelerado. Se permite todo o casi todo en nombre y defensa de la libertad humana: ya no hay límites, porque nuestra idea de la libertad no quiere tenerlos, y ya no hay escándalos, porque lo impúdico es público y se ha convertido en algo normal. La eliminación de barreras no sólo se da en el ámbito de la sexualidad, sino que se ha extendido a toda clase de comportamientos, por inmorales y detestables que ellos sean. En esta revolución de costumbres, el principio es “prohibido prohibir”, famoso grito de la revuelta de estudiantes en el mayo francés del sesenta y ocho. Las prohibiciones del puritanismo victoriano de finales del siglo diecinueve han dado paso a las permisiones de la sociedad consumista del siglo veinte, y hoy estamos asistiendo a un verdadero desbordamiento de las malas costumbres cuya fuerza nadie puede contener.
Por más que se invoque el principio de la libertad en justificación de esta sociedad permisiva, es evidente que la comprensión de este hecho hay que ir a buscarla en la crisis de valores morales que estamos padeciendo. La libertad humana, rectamente entendida, se desarrolla siempre en el sometimiento a los valores morales como guía de la conducta, y si éstos desaparecen, se impone el imperio de la inmoralidad en las costumbres en los individuos, con la consiguiente desmoralización de los responsables.
Reglas básicas de la sociedad
Los padres no saben o no pueden ejercer su autoridad responsable ante sus hijos, y terminan por adoptar la fácil actitud de la condescendencia; los educadores, siguiendo la corriente progresista, quieren educar a los alumnos sin prohibirles nada; y los poderes públicos, atentos sólo a su interés político, no cesan de hacer leyes. Esa desmoralización y desorientación es bien visible en las instituciones cada vez más permisivas, aunque vayan contra el bien común.
La permisividad moral se extiende hoy a casi todo, salvo al ámbito económico-social, que es intocable. Es la gran paradoja de nuestra sociedad: libertad cada vez mayor en los comportamientos, por una parte, pero control cada vez mayor en la actividad social y económica, por la otra. En la sociedad consumista, el individuo tiene libertad para hacer lo que le viene en gana sin barrera legal alguna en la satisfacción de su placer, e incluso se le incita a que lo haga, pero debe recorrer el calvario de impuestos y normas incontables en lo económico, sin ningún derecho a ejercer su libertad y con la perspectiva segura del castigo implacable. El liberalismo de las costumbres, en el que todo vale, se ejerce en medio de un rígido economicismo, en el que todo está controlado. Es la sociedad estructurada sobre una descarada filosofía materialista: no importa que los valores morales se derrumben y que el vicio se instale públicamente; lo que importa son los bienes materiales a disposición de todos.
La libertad y la moralidad pública
En la historia de la humanidad, todas las grandes perversiones sociales se han cometido como consecuencia de grandes confusiones de ideas, y así ocurre en nuestra sociedad permisiva. Cuando se invoca el derecho a la libertad para ejercer y manifestar públicamente ciertos comportamientos, se confunde la moralidad privada, que se desarrolla en la libertad individual de la propia conciencia, con la moralidad pública, que debe ser salvaguardada con leyes y sanciones impuestos por el poder público en defensa del bien común. Pero hoy se confunde con suma facilidad todo cuanto se refiere a la libertad y a la democracia, comenzando por este mismo poder público, que en su manía de politizar todas las cosas, quiere democratizar hasta la misma ética de la razón humana. Y es este uno de los males fundamentales de nuestra sociedad: perder la sensibilidad de la ética en su integridad, para centrarse exclusivamente en la justicia social, como si el hombre fuese sólo un ser económico.
Aparte de la filosofía materialista que va implícita en esta visión equivocada de los derechos individuales y de la ética, hay que señalar a los medios de comunicación como una de las principales causas de la situación que hoy estamos padeciendo. Con toda seguridad, no existiría un deterioro tan masivo de la moralidad pública de costumbres, si no existiese ni la televisión, ni internet, y esto nos parece indiscutible por ser evidente. Es cierto que los vicios y las aberraciones morales han existido siempre, pero no es menos cierto que estaban reducidos al ámbito de la vida privada de las personas y por ello no tenían una repercusión social apreciable. Esta situación ha cambiado radicalmente en los últimos cincuenta años. El hecho de que millones de personas vean diariamente en la pantalla toda clase de inmoralidades, sin límite ni pudor alguno, tiene la consecuencia inevitable de que las inmoralidades privadas se han hecho espectáculo público para mal de todos.
En justificación de las leyes permisivas, se suele decir que la libertad no daña a nadie, que la moralidad es un tema de la conciencia individual, y que, en todo caso, permitir no es imponer ni forzar. Estos argumentos, razonables en apariencia, esconden una falacia, porque pasan por alto la realidad de lo que es la condición humana. Se olvida que el hombre es un ser sociable por naturaleza, en el sentido de que el ejemplo de los demás, la cultura contextual y el ambiente social, influyen decisivamente en su comportamiento, en sus sentimientos y en sus ideas. La libertad individual pura no existe, sino que está condicionada por las características de la sociedad en que se vive, y un ciudadano de Irán, por ejemplo, está tan convencido de la bondad de las leyes morales prohibitivas de su sociedad, como el español lo está de las leyes permisivas de la suya. Dime qué clase de leyes existen en un país, y te diré qué clase de personalidad moral tiene la mayoría de los individuos.
¿Ética o estadística ?
La permisividad moral por parte del poder público también pretende justificarse con el argumento de que así lo quiere la mayoría de la gente o buena parte de ella. Los hechos determinan los derechos, y si el aborto, por ejemplo, es practicado por un número significativo de la gente, es una hipocresía continuar con leyes prohibitivas, y el legislador se limita a elevar a categoría de derecho lo que es un hecho a escala social; por otra parte –y este es el gran argumento para la permisividad legal-, mucha gente no considera que ciertos comportamientos sean inmorales, y el poder público, por tanto, no puede ir contra el sentir social, sino secundarlo. Y ello conduce, por lógica, a esta conclusión: en ciertos temas de carácter ético, las encuestas y las estadísticas es la justificación decisiva de una ley, en analogía con lo que ocurre en la política, puesto que la legislación depende de las opiniones mayoritarias. Todo puede ser legal o ilegal a tenor de las estadísticas, sin más profundas consideraciones.
Esta justificación “democrática” de las leyes permisivas para ciertos comportamientos, se inspira en una filosofía de enorme calado destructivo y que ya tiene sus teóricos, por ejemplo, el filósofo J. Habbermans: la ética del consenso social.. En contraposición al convencimiento general de que los hombres debemos regirnos por una ética natural, inscrita en la misma razón humana, estos teóricos relativizan totalmente las normas éticas al hacerlas depender del sentir social. Si en las sociedades musulmanas, por ejemplo, el aborto es considerado muy mayoritariamente como un grave atentado a la ética, es lógico que la legislación de los poderes públicos lo penalicen legalmente; y al contrario, si en las sociedades occidentales, también mayoritariamente, no se considera el aborto como un asesinato, sino como un derecho de la persona embarazada, el legislador debe defender por ley este derecho. El consenso social, no la naturaleza, es el único fundamento de la ética.
A mucha gente le parecerán estas consideraciones muy razonables, pero no se dan cuenta del mal que potencialmente encierran. Pretender fundamentar la ética en el consenso social, equivale a renunciar al sentido común ético, algo que puede destruir la línea de flotación de la sociedad humana. Al igual que los derechos humanos fundamentales, que nadie osa discutir y que todo el mundo dice respetar, la ética racional humana debe ser el fundamento inconmovible para la legislación de los Estados. Si se defienden unos principios, se deben prever las consecuencias que de ellos lógicamente se derivan. ¿Cómo se reaccionaría, si en una sociedad hubiera un consenso mayoritario para expulsar a los extranjeros? ¿No invocaríamos la ética natural para condenar tal legislación? La ética no se sustenta en el número, sino en la razón, y hablar de consenso social en los temas éticos puede desembocar, por simple lógica, en la destrucción de lo humano.
Progreso hacia el nihilismo
El proceso liberador de las costumbres, uno de los signos de los tiempos modernos, lo han hecho y lo hacen los poderes públicos en nombre del “progreso”, la palabra talismán que indefectiblemente surge en boca de los políticos y de los que manipulan el sentir social. Se considera que es progreso, y por tanto una conquista hacia el mayor bien del hombre, todo aquello que signifique mayores cuotas de libertad individual y colectiva, que no debe conocer más límites que la libertad del otro, según el famoso principio de Kant: “Mi libertad termina donde comienza la libertad del otro”. Pocos se hacen la pregunta, sin embargo, de por qué vernos libres de leyes morales es un progreso (progreso, ¿hacia dónde?), y qué clase de libertad puede desarrollar la persona sin verse sometida a valores y principios firmes. Cuando las palabras van orientadas a alimentar la irracionalidad de los sentimientos colectivos, tal como ocurre con la palabra “progreso”, se renuncia a la razón y caemos en el mito.
Es indiscutible que el hombre, incluso en las sociedades más avanzadas, está sometido a muchas servidumbres de las que tendría que liberarse para progresar precisamente en esto, en la libertad, realización humana suprema. Pero la cuestión a analizar es ésta: ¿cuáles son las servidumbres de las que se debe liberar? No hace falta ser muy perspicaz para darnos cuenta de que no es menos libre la persona de moralidad firme, sometida a las leyes morales, que la persona libertina, sumida en el vicio. Pero la gente no está acostumbrada a analizar y profundizar las cuestiones, y es muy fácil hacerla caer en graves engaños. No es auténtico progreso humano vernos liberados de leyes y de normas morales, pues la única finalidad de la ley es el bien del hombre, tanto individual como colectivamente; la permisividad moral es un progreso, ciertamente, pero no hacia el bien, sino hacia el egoísmo narcisista, la actitud inmoral por excelencia cuyas consecuencias son realmente desastrosas.
Suprimir leyes prohibitivas y dictar leyes permisivas en nombre de la libertad, tiene esta consecuencia lógica e inevitable: el nihilismo, esto es, la negación teórica y práctica de todo valor y principio moral. Dígase lo que se diga, a esta situación se ve abocada nuestra sociedad. La famosa filosofía de la libertad de Sartre –“estamos condenados a ser libres”- ya es una realidad. En nombre de la libertad, hemos abatido barreras y destruido valores, pero esta destrucción no tiene nada que proponer en repuesto, y sentimos la libertad, más como una carga que hay que sobrellevar, que como un proyecto que nos ilusiona. En cuanto destructora de valores morales, nuestra sociedad permisiva es una sociedad nihilista: todo está permitido, porque nada tiene importancia; todo puede hacerse, porque la libertad es ilimitada; todo es relativo, porque todo es nada. En nombre de la libertad, hemos destruido importantísimos valores, y ahora vivimos en la angustia de la nada.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.