En las últimas décadas, se viene empleando el término “sociedad postmoderna” por parte de filósofos, analistas sociales y periodistas, sin que el lector tenga una idea precisa de su significado. A bote pronto, nos indica que estamos viviendo una nueva época cultural distinta de la época moderna, pero necesitamos saber cuáles son sus características y las diferencias fundamentales entre una y otra cultura. Y es importante saber esto, no sólo por el interés que siempre ha de suscitar el conocimiento de la historia, sino para entender en profundidad el talante existencial y el comportamiento de nuestros contemporáneos, que a menudo nos desconcierta porque no se ajusta a nuestras ideas preconcebidas. Un nuevo tipo de personalidad, tanto en el ámbito colectivo como en el individual, ha surgido en nuestra época, y describir sus características resulta imprescindible a la hora de entender los problemas culturales, políticos e incluso religiosos del tiempo que nos ha tocado vivir.
La filosofía de la postmodernidad toma cuerpo en los años ochenta del pasado siglo a raíz de la caída del muro de Berlín en 1989, una fecha que se toma como el fin de una época y comienzo de otra nueva, en curioso paralelismo con la fecha de la revolución francesa de 1789, doscientos años antes. Más que un cambio de sistema político en el mundo comunista, los analistas de la historia lo consideran como un cambio de época, siendo sus principales teóricos G. Deleuze, J. Baudrillard, J.F. Lyotard y G. Vattimo, entre otros. Para estos filósofos, las ideas fundamentales de la Modernidad tienen su canto de cisne en la crisis del credo marxista, el último sistema de ese amplio período histórico, para entrar en una nueva cultura política y social cuya característica principal no es la creatividad, sino el agotamiento. En la sociedad postmoderna, ya no hay ideales revolucionarios, ni utopías sociales, ni perspectivas de futuro, sino el tranquilo escepticismo de quien está de vuelta de todo.
Aparte de la caída del marxismo y de sus ideales revolucionarios, a mediados de los años ochenta se produce otra clase de revolución, ésta de carácter tecnológico, que está configurando una sociedad nueva: nos referimos a los nuevos medios de comunicación o la web, que ya todo el mundo utiliza diariamente. Porque no se trata solamente de una mayor perfección en las comunicaciones, para las que ya no existen ni espacio ni tiempo, sino de una verdadera revolución cultural, social y política, y ello hasta tal punto, que el nuevo mundo virtual de la web influye más y profundamente en los individuos que el propio mundo real en que viven. Con la web, todo es distinto: se globalizan las ideas, los individuos tienen un protagonismo del que antes carecían, se reciben diariamente informaciones de toda clase en cantidades ingentes, y hasta el propio poder político se ve condicionado por el nuevo mundo creado. Es la sociedad postmoderna, en la que todo se ve trastocado.
El ocaso de las ideologías
Lo primero que hay que destacar de la sociedad postmoderna es su alejamiento de las ideologías, que han sido la columna vertebral de la modernidad en sus distintas épocas. En la edad moderna se han ido sucediendo estas ideologías: el Humanismo Renacentista, la Ilustración Racionalista, el Liberalismo democrático y el Marxismo comunista. Lo propio de las ideologías es presentar una doctrina unitaria y completa sobre el mundo, la sociedad y las personas, que se constituye como un ideal a lograr mediante la lucha social y la política. En mayor o menor medida, todos los movimientos y luchas en los últimos quinientos años de Occidente han de ser interpretados sobre este esquema. La gente tenía una concepción clara de la vida, se proponía ideales a menudo utópicos, luchaba por un futuro de mayor justicia, creía en un progreso realizable, y dividía el mundo en luces y sombras; buena parte de las luchas y guerras de la modernidad llevaban este signo de carácter ideológico.
Con el fracaso histórico del comunismo marxista, sin embargo, las ideologías redentoras llegaron a su ocaso. El fracaso del comunismo en los numerosos países en los que se implantó, fue también el fracaso de la última ideología moderna. Llevamos un amplio período histórico de vacío ideológico y no se vislumbran ideales que sean capaces de despertar las energías sociales hacia nuevos horizontes: ya nadie cree en la posibilidad de una igualdad real entre los hombres, ni en la implantación de una verdadera justicia social, ni en la realización de tantas y tantas esperanzas humanas que fueron el impulso renovador a lo largo de toda la edad moderna. Occidente, que está perdiendo la fe en Dios, también está perdiendo la fe en las ideologías redentoras: ni redención divina, ni redención humana, sino llevar la vida tal cual es, sin ningún credo como respuesta a los problemas humanos. La sociedad postmoderna es una sociedad descreída a causa de sus propios desengaños.
Es comprensible este desengaño si consideramos la historia de las ideologías modernas, que se suceden unas a otras sin que se hayan cumplido sus expectativas. Ni la ideología de la ilustración, con su fe en el poder ilimitado de la razón, logró erradicar los males que decían derivarse del oscurantismo medieval; ni la ideología liberal, con su defensa de las libertades políticas, logró la realización plena de las personas sometidas al poder absoluto del soberano; ni la ideología marxista, con sus análisis de la explotación económica del hombre, logró la proclamada sociedad sin contradicciones en una feliz fraternidad e igualdad.
Es cierto que la humanidad conoció grandes progresos en la edad moderna, pero no es me-nos cierto que fue la época de las grandes guerras y genocidios, sin parangón en la historia, y que el mal de la injusticia, de la desigualdad y de la pobreza sigue sin erradicarse en nuestro mundo. Los optimistas del ayer histórico han dado paso a los desengañados de hoy.
El pensamiento débil
El ocaso de las ideologías ha dado paso a otra clase de filosofía, de muy distinto signo, que G. Vattimo denomina “pensamiento débil”. En contraste con las filosofías de la modernidad, que presentaban una concepción del mundo como si fuese un credo, el pensamiento débil renuncia a tener principios firmes y valores permanentes, dejándolo todo a la libre opinión subjetiva de cada cual. Ya no hay verdades absolutas ni certezas que nos orienten: todo resulta opinable y discutible. Y esta actitud no proviene sólo del desengaño, sino del convencimiento de que la verdad no existe, de que es una pura construcción humana, y por tanto el problema de la verdad y del bien no es tal problema. Para el pensamiento débil no tiene sentido plantearse las grandes cuestiones e interrogantes de la filosofía y de la religión: ¿qué sentido tiene la vida? ¿qué es el hombre? ¿cuál ha de ser nuestro camino?. Son cuestiones para las que no hay respuesta, simplemente porque no son verdaderas cuestiones.
Esta debilidad del pensamiento, extendida en amplias capas sociales, es lo que nos hace comprender la enorme facilidad con que se destruyen principios éticos que parecía intocables y la rapidez de los cambios sociales, que antes eran sumamente lentos. El pensamiento débil afronta las cuestiones éticas en términos de utilidad pragmática, no de verdad objetiva, y así se explica que el aborto, la eutanasia o el matrimonio gay tengan un apoyo mayoritario en nuestra sociedad; porque la cuestión que hoy se plantea la gente no es si esto es ético o no, sino si es útil o perjudicial para el interesado. Hoy no se acepta el bien y la verdad como principios objetivos, sino mi bien y mi verdad como visión subjetiva. El pensamiento “progresista” ya no es el de las ideologías revolucionarias de la modernidad, que condenaban ciertos comportamiento burgueses, sino el progresismo del pensamiento débil, que hace encerrarse al individuo en sus intereses subjetivos, los únicos que cuentan en la vida.
Sin certezas ni valores firmes en nada, no es extraño que nuestra era haya que definirla como la era del vacío, pero con un matiz muy importante: este vacío existencial no provoca ninguna clase de angustia, sino que se vive en él con la despreocupación de quien no tiene nada que perder ni nada que ganar. El pensamiento de Pascal —”Siempre me ha asombrado la insensibilidad de la gente para los problemas grandes y su sensibilidad para los problemas pequeños”— alcanza en nuestra época su máxima expresión, porque, en efecto, el alma de las gene-raciones postmodernas es insensible a los grandes cuestiones de la existencia, que no le interesan en absoluto, pero está volcada en miles de preocupaciones in-transcendentes. Ya no existen filósofos como Heidegger, que toman conciencia del drama de la existencia, sino pensadores como G. Lipovetsky, que hablan del imperio de lo efímero, de la superficialidad y de las modas, el mundo en el que se mueve la sociedad postmoderna.
La nueva cultura de masas
La revolución en el mundo de las comunicaciones, con centenares de millones de gentes conectadas diariamente a la web, ha impuesto un nuevo tipo de cultura y, a la postre, un nuevo tipo de vida. La cultura ya no se transmite en los libros, sino en imágenes; ya no se cristaliza en criterios y juicios de valor, sino que se transmite en un caos gigantesco de datos e informaciones; ya no existen maestros que enseñan a los demás, sino que el saber se ha democratizado y todas las opiniones son válidas. Y este es el resultado: esta nueva cultura de masas no forma la mente de las personas, sino que la hace vivir en la desorientación permanente por los millones de datos contradictorios que recibe cada día. Lo más grave de esta nueva situación, sin embargo, es que se trata de una “cultura de consumo”, trasladando al mundo de las ideas el principio consumista de los productos materiales. Con la web, la industria comercial y las leyes del mercado han invadido el mundo de las ideas.
Es inevitable, por otra parte, que el caos de opiniones tenga una consecuencia lógica en el comportamiento de los individuos, tal como vemos en nuestro tiempo. El prototipo de nuestro tiempo tiene una personalidad “light”, instalado en la superficialidad, sin convicciones firmes en nada y que odia cualquier tipo de imposición que pueda coartar sus deseos espontáneos. Inmerso cada día en un mundo de opiniones y de imágenes cuyo atrevimiento no conoce límites, este tipo de personalidad es amoral y anti-institucional por definición. No puede haber una moral de la sexualidad, por ejemplo, cuando millones y millones de personas alimentan su pasión en sesiones diarias de pornografía, ni puede existir el respeto por las opiniones de los demás, cuando a través del “twiter” la gente desahoga su agresividad en feroces insultos a los que no piensan como ellos. La web es ambivalente: es el gran medio para infinidad de bienes sociales, pero también el gran cauce para muchas inmoralidades.
Sin convicciones firmes y sin ideales, el individuo en la sociedad postmoderna tiene una marcada personalidad narcisista, acentuada por el aislamiento del mundo real y la inmersión diaria en el mundo virtual de la web. Una gran parte de nuestra sociedad vive más en el mundo virtual del ordenador que en su propio mundo real, y esta anomalía está deformando la personalidad de los individuos. Aislados en el mundo virtual del consumo, la preocupación por los demás ha desaparecido para centrarse obsesivamente en la propia persona: exhibicionismo, cuidado por el propio cuerpo, egocentrismo. Y este narcisismo lleva a las personas a huir de compromisos estables que les exijan salir de sí mismas y entregarse a los demás, levantando barreras a los afectos que les puedan complicar la vida. La enorme volatilidad en las relaciones amorosas que vemos en nuestro tiempo —divorcios, separaciones, promiscuidad— tienen en la patología narcisista una de sus principales causas.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.