Por nuestra propia naturaleza, los seres humanos caemos muy fácilmente en contradicciones, y ello hasta tal punto, que podemos vivir en continua contradicción con nosotros mismos sin tratar de corregir esta falta de coherencia.
Lo sabemos todos por abrumadora experiencia: criticamos a los demás lo mismo que nosotros hacemos; utilizamos doble rasero para medir un mismo hecho según nuestra conveniencia; profesamos unos principios que traicionamos en la práctica, etc. etc.
Podemos incluso ser una contradicción viviente al llevar una doble vida: de cara a los demás, por una parte, y en nuestro fuero íntimo, por la otra.
A veces somos conscientes de nuestra propia mentira ante los demás, pero lo normal es que no nos demos cuenta de nuestras contradicciones. Y la causa de esto es la complejidad de lo humano. Nuestra naturaleza tiene características opuestas y muy entremezcladas; somos razón y pasión, tenemos tendencias buenas y tendencias egoístas; sabemos mucho y a la vez somos ignorantes; y es natural, por tanto, que estos contrastes se manifiesten en nuestro comportamiento. Todo lo humano, por otra parte, tiene múltiples aspectos, y siempre podemos afirmar una cosa negando otra, incurriendo en contradicciones al ser unilaterales en nuestros juicios.
Aparte de esa complejidad, la primera causa de nuestras contradicciones es la debilidad de nuestra carne, que nos hace contradecir nuestros buenos deseos y propósitos. Es lo que dice el Apóstol: "No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco" (Rom. 7,16). Hacer el bien que nos dicta nuestra conciencia nunca es fácil, sino que supone un íntimo sacrificio, una costosa superación, que nuestra débil condición humana muchas veces es incapaz de asumir. Esta contradicción en el obrar manifiesta la contradicción carne-espíritu (Cf Rom. 8, 6) propia de la naturaleza humana, y tiene su origen en "otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me hace prisionero de la ley del pecado" (Rom. 7, 23).
Una contradicción muy frecuente es criticar el mal de nuestro prójimo haciendo nosotros lo mismo, y tiene su causa en que tenemos un ojo crítico agudísimo para ver los defectos de los demás, pero estamos ciegos para ver tos propios. La experiencia nos enseña que tos que están prontos a criticar, acusar y criticar a los demás nunca son ejemplos de virtud, sino más bien todo lo contrario: criticamos el egoísmo de nuestro prójimo, siendo nosotros, quizá, más egoístas; lo acusamos de intransigente, siendo nosotros impositivos; condenamos duramente sus actos, y nuestra agresividad es moralmente peor y más negativo que lo que condenamos. Si nos conociésemos más profundamente, seríamos mucho más comprensivos con los defectos ajenos.
En mayor o menor grado, todos vivimos la contradicción de lo que aparentamos ante los demás y de lo que somos íntimamente, y ello es debido a la necesidad de la buena imagen. La vida humana es en gran parte apariencia, y por lo tanto, mentira en la que nos instalamos para merecer la buena valoración social. Porque la mentira es contradicción, no sólo entre lo que pensamos y decimos, sino también entre lo que aparentamos y lo que somos. Y si esta mentira nos es necesaria para desarrollar sin contratiempos la vida social, por una parte, nos puede llevar a la doble vida de la hipocresía oculta, por la otra.
En última instancia, es nuestro amor propio el protagonista oculto de esta contradicción, y el amor propio solamente muere cuando nosotros morimos.
La duplicidad de razón y pasión es otra de las causas de las contradicciones humanas, porque esa duplicidad de nuestra naturaleza nos hace también contradictorios. Lo propio de la razón es la objetividad, la lógica y la coherencia; lo propio de la pasión, por el contrario, es la subjetividad, la exageración y el radicalismo. En nuestros hechos y dichos, deberíamos guiamos por la razón, que es garantía de verdad y de equilibrio, pero no es así; la mayoría de las veces nos dejamos arrastrar por la pasión que nos lleva a grandes contradicciones. Cuando estamos apasionados, exigimos justicia a los demás cayendo nosotros en injusticias por la falta de mesura en nuestras acusaciones y juicios. Por desgracia, estas contradicciones son sumamente frecuentes en las relaciones humanas.
Los prejuicios ideológicos, finalmente, son una de las causas principales de nuestras contradicciones, sobre todo en el ámbito de la política. Las ideologías, sean del signo que sean, justifican el mal presentándolo como bien y sirven para ocultar intereses y mentiras, tal como vemos a lo largo de la historia. ¿No es una infame contradicción el que regímenes tiránicos -pensamos en el comunismo- se proclamen como defensores de la libertad del pueblo? Y en las sociedades democráticas, ¿no es escandaloso las tácticas de los partidos políticos, que utilizan la mentira para atacarse unos a otros con una doble vara de medir según el propio interés partidista?
Somos libres para pensar lo que queramos, es cierto, pero nuestros prejuicios ideológicos contradicen la realidad para presentarla con un determinado color, y es esto lo que sucede en nuestra sociedad cada día.
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.