La cultura de lo efímero

La crisis de las ideologías y creencias en nuestra sociedad occidental está produciendo, en la inmensa mayoría de la gente, una actitud ante la vida muy significativa: vivir de lo inmediato, de lo superficial y de lo cambiante, sin preocuparse por encontrar un sentido profundo y auténtico a la existencia. En contraposición a la vida orientada sobre principios firmes, que veíamos en otras épocas, el ambiente cultural que hoy vivimos se podría definir como ”la cultura de lo efímero”, por la fuerza determinante que hoy tienen las modas en las sociedades modernas. Porque se trata, en efecto, de una nueva filosofía práctica, de un nueva cultura, que nos permite entender el modo de ser y de comportarse de muchísima gente. En lo que tienen de cambiantes, las modas ya no afectan solamente a los aspectos más accidentales de la fisonomía social, como pueden ser los vestidos o los peinados, sino que determinan nuestra vida en todos sus aspectos: sentimos según la moda, nos comportamos según la moda y, finalmente, pensamos según la moda, conscientes de que todo cambia y de que nada merece la pena ser mantenido con firmeza.

El imperio de lo efímero en nuestra sociedad no produce crisis existencial alguna, sino todo lo contrario. La gente vive el vacío de su existencia en un tranquilo escepticismo, sin preocuparse ni poco ni mucho sobre el sentido último de las cosas, porque las creencias y los principios se han derrumbado y cada uno piensa y valora como quiere. Ese vacío existencial se llena hoy con infinitas seducciones y distracciones, presentadas a la carta por una poderosísima maquinaria industrial que vive y se sustenta sobre la publicidad de lo cambiante y novedoso. “Consumir” –el mismo término lo indica– es sinónimo de algo que no es estable, de algo efímero, y cuando se define a nuestra sociedad como ”sociedad de consumo“, se está diciendo qué clase de filosofía sigue la gente. La predisposición a vivir la vida al estilo “light”, sin la orientación de principios, encuentra en la configuración de nuestra sociedad la mejor forma de manifestarse: no se busca convencer, sino seducir; no interesa la verdad, sino la magia de la apariencia; no hay interés en que la gente tenga valores firmes y contrastados, sino que siga la corriente imperante.

El influjo de esta nueva cultura publicitaria se hace ver, no sólo en el comportamiento externo de los individuos, sino también en su ”psique” íntima, y se puede hablar de un nuevo tipo de personalidad que se está configurando. Hoy la gente está, qué duda cabe, mucho más informada que antes por los poderosos medios de comunicación que le proporcionan cada día infinidad de noticias; pero, en contraposición, también está mucho menos formada en criterios; no se puede esperar una formación sólida en quienes viven inmersos en la vorágine de las noticias. Abundan hoy las personalidades desestructuradas, sin solidez en sus ideas, mostrándose totalmente permeables al impacto de la sensación más fuerte, y de ahí la facilidad con que cambian de idea o parecer, como bien saben los modernos manipuladores de la psicología social en nuestras democracias. La personalidad media de los individuos es una personalidad inmadura, esclava de las seducciones de las modas como los niños que se encaprichan por el último juguete, y la publicidad se encarga de crear necesidades cada vez más urgentes, aún cuando sean cada vez más superfluas.

 

La publicidad seductora

Si la propaganda es el medio que utilizan los regímenes totalitarios para conseguir sus fines, la publicidad es el gran instrumento de las sociedades avanzadas para centrar la vida en el consumo de bienes materiales; mientras que la primera tiene un significado político predicando ideas demagógicas para el lavado de cerebro, la segunda se orienta exclusivamente a lo comercial, y utiliza la magia de las modas para seducir y mantener una avidez continua de nuevas sensaciones. Pero la seducción, como es bien sabido, atiende más a la apariencia atractiva y engañosa que al contenido, y se dirige a fomentar el ansia de placer, la parte más baja de la personalidad de los individuos. En mayor o menor medida, todos nos dejamos seducir por lo que está en el primer plano de la actualidad, sea en cosas consumibles, sea en formas de comportamiento y de vida. Y no hay mayor fuerza de seducción que la fuerza de las modas: cualquier indumentaria por estrafalaria que parezca, cualquier comportamiento por estúpido que sea, tiene asegurado el éxito inmediato cuando actúa por vía de este contagio masivo e incontrolable.

Pero las modas, sean del signo que sean, no son más que la sugestión de lo nuevo por el hecho de ser nuevo y del cambio permanente, esto es, de lo efímero. Lo importante no es convencer a los consumidores de la bondad de una cosa o de un producto, sino de su novedad: nuevas indumentarias, nuevos diseños, nuevas diversiones… todo ha de llevar el signo del cambio para que resulte motivador. Y es que al hombre de hoy le resulta insoportable lo que implica permanencia, como sucedía en otras épocas, y cabe hablar de un verdadero cambio en la sicología social. Si la cultura publicitaria idolatra lo que es nuevo y esencialmente pasajero, es porque la psicología de las masas necesita de sensaciones continuamente renovadas y ya no es capaz de afianzarse sobre convencimientos y valores sólidos. Una moda sucede a otra con inusitada rapidez, y las mismas ideas tienen una vida extremadamente corta: se pueden contar por docenas los movimientos intelectuales que se han sucedido unos a otros en los últimos treinta años. Y es que lo nuevo, por el hecho mismo de serio, lleva el signo de lo justo y de lo bueno, del mismo modo que lo inmutable es, por definición, totalmente desdeñable.

El inmenso poder seductor de la publicidad estriba en que la sensación ha sustituido a la reflexión como guía de las conductas y, en consecuencia, en que la cultura de la idea ha sido desbancada en provecho de la cultura de la imagen. La seducción la producen las imágenes, no las ideas, y esa es la explicación psicológica de que la gente, ante la noticia sensacionalista, tenga reacciones más que pensamientos y no ejerza el discernimiento. Pero donde la sensación tiene la primacía, predomina la inestabilidad, la inconstancia y el cambio incesante. La sensación necesita del impacto novedoso, de la emoción original; su mayor enemigo es la monotonía y su imprescindible alimento la novedad. Un mundo dominado por las modas, como es el nuestro, es, pues, un mundo de sensaciones, y es inevitable que la vida en las sociedades modernas se desarrolle a ritmo muy rápido, no sólo en su aspecto físico, sino en el psicológico: es el “estrés” que sufrimos todos. La parafernalia de la imagen todo lo invade y no nos deja tiempo ni para pensar: todo está orientado a que nos entreguemos en cuerpo y alma a la sensación del momento.

 

La vida frívola

Cuando los principios y criterios firmes se desmoronan en provecho de la fugacidad de las modas, es inevitable que la gente se suba al tren de la frivolidad con total inconsciencia, porque la vida frívola es la consecuencia lógica de esta cultura de lo efímero que estamos comentando. La cultura “light” o ligera es la típica cultura de nuestro tiempo. Es la cultura del aturdimiento existencial -no sabemos dónde vamos, pero no nos preocupa demasiado-, y del tranquilo y lúcido escepticismo nada se toma muy en serio, porque ya no creemos que algo tenga un sentido trascendente más allá de la conveniencia subjetiva. La angustia existencial fue propia de la época de entreguerras y de la posguerra cuando Europa conoció la mayor catástrofe física y moral de su historia; pero ya no existe en la época de la sociedad del consumo y del bienestar. La angustia ha sido sustituida, no por la alegría que se ha perdido para siempre, sino por la frivolidad de vida que busca justificarse en la indiferencia y en el escepticismo, por una parte, y en las pequeñas y continuas diversiones para llenar un tiempo que nos aburre y que no sabemos cómo emplear, por la otra.

La vida frívola no quiere tener ni pasado ni futuro, sólo quiere entregarse despreocupadamente al presente, y es esta otra de las características de la cultura “light”. En nuestra sociedad postmoderna, nadie quiere tener un pasado, porque los principios y valores de la tradición nos hemos desembarazado de ellos para que no nos condicionen; pero tampoco queremos tener un ideal de futuro, porque ya no creemos en promesas y expectativas que la historia ha demostrado ser pura utopía. Desengañado de todo, el hombre postmoderno se ha vuelto realista en el sentido más peyorativo de la palabra, es decir, “realista” para sacar el mayor jugo posible a la vida y muy consciente de que el tiempo pasa y de que no hay que desperdiciar las ocasiones. En la cultura de lo efímero que hoy estamos viviendo, no se quieren aplazamientos que supongan una preparación para el futuro: el adulto tiene prisa en aprovechar sus años de vigor para el placer; el joven tiene prisa en no desperdiciar su juventud en fastidiosas esperas; y hasta el adolescente tiene prisa en aprovechar las ocasiones de pasatiempo y diversión que intenta robar a su horario escolar.

Es lógico y comprensible que la diversión, en sus infinitas formas, sea el centro de la vida en esta cultura de la frivolidad que se ha impuesto en nuestra época. Para una gran mayoría de gente, la diversión ya no es, como era antaño, un descanso del peso del trabajo y de los días., sino una continua necesidad tan perentoria, como el alimento diario que nos sustenta. Mucha gente, y no sólo de entre los jóvenes, harían de la vida, si posible fuera, una diversión continua por una razón muy clara: es el único aliciente que encuentran a la mano para sus existencias tediosas y aburridas. Y divertirse –la misma palabra lo indica– es liberarse de preocupaciones y cuidados, de quitar peso a la vida, de volcarse en los pequeños alicientes del presente. Es la filosofía pesimista del que sabe que todo es nada; es decir, de que todo es efímero e inconsistente y de que no vale la pena tomarse en serio las cosas fugitivas. En el gran mundo virtual de la televisión, de la prensa, o de los medios audiovisuales, la diversión es también “pasatiempo”, esto es, hacer que pase un tiempo que nos resulta aburrido porque no encontramos ningún ideal a realizar en él.

 

El individualismo narcisista

El imperio de la moda que rige las sociedades postmodernas tiene un sentido ambivalente: si, por un lado, engendra un mimetismo despersonalizador e igualitario en los comportamientos, por el otro favorece un radical individualismo, pero de signo narcisista. El narcisismo es la pretensión de conquistar una falsa personalidad por vía de las apariencias, porque la mirada hacia dentro, hacia uno mismo, siempre necesita de la mirada hacia fuera, de la impresión que produce en los que nos miran. Y no hay mayor fuerza para potenciar el narcisismo que el poder de las modas. La gente busca fascinarse ante la propia figura cuando consigue fascinar a los demás, aunque sea mediante las puras apariencias externas; y cuando no hay méritos verdaderos y auténticos sobre los que realizarse, se busca en lo que es vano y efímero el afianzamiento de la propia personalidad. Una marca comercial famosa en el vestido o una gran marca de coche, por ejemplo, produce más admiración y envidia que una gran personalidad humana y moral; o tal vez peor: en el mundo de la apariencia en que vivimos, es la marca comercial, ella sola, la que produce la personalidad. En su vertiente narcisista, la cultura de lo efímero se manifiesta muy especialmente en el culto al propio cuerpo, verdadera obsesión de carácter patológico en una sociedad donde impera la apariencia. No hay cosa más efímera que el cuerpo, sometido a la ley inexorable del deterioro y del envejecimiento; pero el amor narcisista hacia la propia figura derriba hasta las barreras de la más elemental cordura, poniéndolo en el centro de las preocupaciones, haciéndola objeto de todos los cuidados y esfuerzos, y gastando tiempo, dedicación y dinero para disimular –al menos así nos ilusiona creerlo– que el tiempo y la vejez apenas tienen efecto sobre nosotros. ¡Vana y patética ilusión, que indica tanto lo inconmensurable de la vanidad humana, cuanto la estupidez, también inconmensurable, del deseo de que la implacable naturaleza haga una excepción en nuestro caso!… En el reino de las apariencias, la parafernalia de las recetas que se hacen por el cuerpo son infinitamente menos razonables que los sacrificios ascéticos que antes se hacían por el espíritu. Ejemplo, una vez más, de las contradicciones de nuestra época.

El narcisismo de la sociedad postmoderna, por otra parte, se manifiesta en la preocupación obsesiva que el individuo tiene por sí mismo, por sus propios asuntos e intereses, por sus propias ideas, como si el mundo comenzara y terminara en el pequeño círculo de su ego. La ética de ideales altruistas y generosos ha pasado y los llamamientos que se hacen desde la publicidad son, más o menos, de esta naturaleza: ”realízate a ti mismo”, ”busca tu propio camino”, ”recupera la autoestima”. No hay que extrañarse de que, en este narcisismo enfermizo, los criterios basados en los principios universales e inmutables de la ética sean sustituidos por los criterios subjetivos de cada cual, tan cambiantes y distintos, como distintos y cambiantes son los individuos. Hoy ya no es correcto socialmente decir: “la ética manda esto y prohíbe tal otro”, como si el bien y el mal fuese algo inmutable, sino que cada uno debe afirmar: ”para mí esto es bueno y aquello es malo, diga lo que diga la ética de unos principios que yo no admito”. Cuando se han perdido los valores y principios, todo se vuelve efímero y relativo, y el individuo deja de mirar al horizonte para mirar a su propio ombligo.

  • Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.