El cristiano que se ha decidido a emprender los caminos del Evangelio se enfrenta a muchos problemas, ciertamente, pero uno de particular importancia es saber qué actitud debe asumir ante los hombres, sus hermanos, según el espíritu del mismo Evangelio. Porque la orientación de su vida le singularice de modo muy especial, el cristiano ni puede ni debe ser el creyente aislado y solitario, sino el creyente en medio del mundo de los hombres, vinculado continuamente a una realidad ineludible en la que ha de vivir su fe. El problema se plantea, justamente, en armonizar dos exigencias que parecen contrapuestas. En cuanto creyente, la fe que profesa le hace ser, lo quiera o no, distinto de los demás hombres; pero, ¿qué actitud debe asumir para que esa singularidad no le lleve a un distanciamiento de los hombres? Y en cuanto hombre, el cristiano vive, piensa y actúa con los demás hombres; pero, ¿qué orientación debe seguir para que lo humano nunca llegue a desvirtuar las exigencias radicales de su fe? Hombre y creyente a la vez, el cristiano ha de vivir en la dramática tensión de pertenecer a dos mundos contrapuestos. Es una tensión dialéctica, de difícil equilibrio, en la que ninguna de las dos dimensiones debe subsistir y desarrollarse a expensas de la otra, sino que cada una ha de mantener sus exigencias específicas en su armonía e integración: ni el mundo de la fe debe distanciarnos de la realidad humana, ni la realidad humana debe impedirnos mantener en su pureza los compromisos de la fe.
El espíritu del Evangelio es profundamente divino y profundamente humano, pero muchos cristianos no consiguen integrar estas dos direcciones cayendo en posturas extremas y unilaterales. La división entre cristianos conservadores y cristianos progresistas, de tan funestas consecuencias para la Iglesia, indica que se ha perdido de vista a Cristo y que tendemos a interpretar su mensaje dentro de las ideologías que enfrentan a los hombres. Hay cristianos tan alarmados por la ofensiva humanista de nuestro tiempo y tan obsesionados por defender los principios de la fe, que su actitud no es otra cosa que reacción ante el peligro poniéndose siempre a la defensiva: no llegan a ver que en la reacción se esconde un espíritu eminentemente negativo, en el que la reclusión en la amargura, el escándalo y el resentimiento sustituyen a la apertura de la fe, de la esperanza y del amor evangélicos. Y hay cristianos tan imbuidos de humanismo y tan proclives a secundar las aspiraciones del tiempo, que desvirtúan el contenido mismo de la fe haciendo del Evangelio poco más que una ética de ideales meramente humanos: no llegan a ver que la cercanía a los hombres, siempre necesaria, se convierte en complicidad con el humanismo secularizado cuando se olvida que el Evangelio es redención sobrenatural del hombre, no acomodación a sus horizontes terrenos. El hecho de que en nuestro tiempo no se pueda hablar de cristianos a secas, sino de cristianos con uno u otro calificativo, es un gran absurdo y una grave desviación, porque indica que nos hemos encontrado en posturas de ideología olvidando el Evangelio, que está por encima de cualquier ideología.
La actitud del cristiano ante los hombres no puede ser otra que la que tuvo Cristo, único modelo a imitar y ante el que las posturas partidistas no tienen absolutamente ningún sentido. En Cristo, Dios-Hombre, se encuentran integradas de forma natural la dimensión divina y la dimensión humana que los hombres tendemos a contraponer y a enfrentar. Por una parte, la actitud y el mensaje de Cristo son de total radicalidad, tanto en el ideal sobrenatural que nos propone, como en la duras renuncias que nos exige: el sometimiento a la voluntad del Padre está por encima de cualquier otra consideración, por razonable que se la suponga; los fines y valores de su Reino, proclamados en las Bienaventuranzas, son justamente lo contrario de lo que persigue el mundo, y el camino que nos señala y que Él mismo nos ha abierto, es el camino de la propia inmolación y de la Cruz, que muy pocos hombres están dispuestos a seguir. Por otra parte, sin embargo, nadie está tan cercano al hombre y a lo humano como está Cristo, en el que todas nuestras miserias encuentran acogida y comprensión, y en el que todas nuestras inquietudes encuentran respuesta: el que no conoció pecado, es el amigo entrañable del pecador y fuente inagotable de misericordia: el que es la Luz y la Verdad nos prohíbe juzgar las actuaciones de los hombres, y el que vive siempre en la presencia del Padre está también presente en cada hombre, sobre todo en el más pobre y necesitado. Si el cristiano tratara de imitar a Cristo, Él es el encuentro de Dios con los hombres y la reconciliación de todas las contraposiciones.
FE Y TOLERANCIA
La primera actitud que el cristiano debe asumir para no salirse del espíritu del Evangelio es armonizar la fe, con sus exigencias irrenunciables, y el respeto a las ideas de los que no piensan como nosotros, que llamamos tolerancia. No es frecuente encontrar cristianos de gran fe y que sean tolerantes, porque las ideas enfrentan a las almas con más fuerza, quizá, que las acciones, y es difícil mantener la pureza de la fe sin caer en la intransigencia que no respeta la libertad de los demás, por una parte, o abrirse al espíritu de los tiempos sin traicionar la fe que decimos profesar, por la otra. Por más opuestos que parezcan, el cristiano reaccionario y el cristiano liberal participan ambos de un mismo espíritu negativo: o niegan lo humano para defender lo divino, o niegan lo divino para atender a lo humano. Como es bien sabido, ésta ha sido y es la gran tragedia de la Iglesia en los últimos tiempos, cuya vida está marcada por una profunda división interna y cuya presencia en el mundo se ve disminuida por la adulteración del genuino espíritu evangélico. Es muy cierto que en nuestra sociedad secularizada el creyente cada vez es más consciente de su soledad, y que, lo quiera o no, el mantener viva su fe implica un distanciamiento de las ideas que imperan en el mundo; pero ese distanciamiento no debe llevarle a recluirse en el “guetto” de los inadaptados o en el baluarte de la condena o los lamentos estériles. Y es muy cierto también que debemos estas atentos a los signos de los tiempos -hoy de un total pluralismo ideológico- pero esta necesaria apertura no debe llevarnos a la condescendencia con el error o al silencio culpable, poniendo bajo el celemín la luz de nuestra fe y perdiendo nuestra propia identidad de cristianos.
Ninguna razón puede alegar el cristiano para no profesar y defender su fe ante el mundo de los hombres en toda su integridad y en toda su pureza. Ser fiel a la verdad divina es en el cristiano tan importante y decisivo, que constituye su único signo de identidad para poder considerarse ante el mundo como “creyente”. Y si debe ser testigo de algo ante los hombres, lo será, sobre todo, porque, a imitación de Cristo, manifiesta sin miedos el testimonio de la Verdad en contra de las opiniones del mundo (in 18, 37). Este testimonio es hoy más necesario que nunca, en un momento de la historia en que los hombres reniegan de la verdad para refugiarse en el subjetivismo egoísta, disuelven los principios y valores en el relativismo escéptico, y consumen el proceso de la gran rebeldía del pensamiento contra la ley de su Creador y Redentor. Cuando por testimoniar su fe, los hombres encuadran al cristiano en el poco honroso título de la intransigencia, debe éste saber que el mundo llama intransigencia a la fidelidad, y enemigo de la libertad al que no condesciende con el error. ¡Desgraciado el cristiano cuyas ideas merecen el beneplácito y aplauso del mundo, pero feliz aquel cuya fe y cuyos criterios suscitan su incomprensión y su rechazo!… No hay mejor signo para saber que uno está fuera de la verdad de Cristo en el primer caso, o que uno está dentro de su Espíritu en el segundo. Por ser testigo de la Verdad, Cristo fue signo de contradicción y piedra de escándalo para los hombres (cfr. Lc 2, 34 y 1 P 2,7), y el mismo destino, exactamente el mismo, está reservado a sus seguidores a través de los tiempos y de la historia.
El firme testimonio de la fe, sin embargo, nunca debe llevarnos a la intolerancia y a actitudes cerradas ante las ideas de tiempo, como ocurre en el fanatismo. El cristiano fanático es un mal cristiano, porque ni entiende ni practica el verdadero espíritu de Cristo. La fe es una invitación, no una imposición, y su fundamento es la respuesta libre y personal del hombre ante Dios que nos sale al encuentro, como vemos en el Evangelio. Este respeto a la íntima libertad del hombre, que se manifiesta en sus ideas, y el asumir el hecho de que muchos hombres rechazan la fe en uso de su libertad, es lo que define a la tolerancia cristiana, pero que no se ha de confundir con la tolerancia liberal. Para el liberal, el pluralismo de ideas, de cualquier signo que éstas sean, es un bien, porque antepone el bien de la liberçtad al bien de la verdad; para el cristiano, este pluralismo puede ser un mal, y a veces un gran mal, pero debe admitir que la verdad sea rechazada por los hombres en el uso de su libertad. Vivir la fe dentro del pluralismo es, hoy más que nunca, el gran desafío para el cristiano, porque debe saber convivir con el mal de las ideas, por una parte, y debe abrirse a todo lo bueno y razonable que existe en las opiniones de los que no piensan como él, por la otra. Es el sentido de la parábola evangélica del trigo y de la cizaña (crf. Mt 13, 36-43), y es la recomendación que nos hace el Apóstol a abrirnos a todo cuanto hay de verdadero, de honorable y de justo (FI 4,8) en el mundo de los hombres.
RADICALIDAD Y HUMANIDAD
Si tuviéramos que escoger un calificativo para definir al que vive el espíritu del Evangelio —lo radical o humano-, veríamos, una vez más, que no es posible encuadrarlo en ninguna definición excluyente. En realidad, le caben los dos calificativos según el aspecto que se considere: radical en su opción y en sus exigencias de sanidad, y profundamente humano en su cercanía y comprensión cordial de las personas. Así se presenta Cristo ante los hombres, y así ha de presentarse también su seguidor. Pero lo que nos viene dado sin conflictos cuando vivimos dentro del espíritu evangélico, se distorsiona, se contrapone y se polariza cuando olvidamos ese espíritu. La dureza y la tendencia a condenar las acciones de los demás en nombre de Dios, son actitudes muy frecuentes en quienes se revisten con el atuendo de la moralidad puritana y de grandes principios impositivos; pero es evidente que en su rostro nunca vemos resplandecer el rostro de Cristo. Es el rostro de la historia y del enfrentamiento apasionado, que en nada se asemeja a la fisonomía que nos describen las Bienaventuranzas. En el lado opuesto, encontramos al cristiano humanizado y mundanizado, para quien el mensaje evangélico es poco más que una ética de meros sentimientos humanitarios, y para quien no tienen ningún sentido la cruz, las renuncias y el sacrificio: olvidando la realidad del pecado, olvida también el sentido mismo de la Redención, pretendiendo rebajar a Cristo a imagen y semejanza del hombre, en lugar de intentar elevar al hombre a imagen y semejanza de Cristo.
Sin caer nunca en posturas antihumanas, es evidente que el seguidor de Cristo debe proponerse las sendas de la radicalidad, porque éste, y no otro, es el sentido del ideal evangélico. Conviene que tengamos siempre muy presente que el Evangelio no es sólo una doctrina para creer o una moral para practicar, sino el camino para una nueva vida que ha de revolucionar de arriba abajo al hombre, desde los criterios de su mente para juzgar las cosas, hasta el sentido y los fines de sus actos. El hombre viejo viciado por el pecado ha de ser sustituido por el hombre nuevo a imagen de Cristo (Ef 4, 22-25). Se nos exige, por tanto una verdadera transformación de todo nuestro ser, que nunca podrá llevarse a cabo si no es en un opción radical que nos lleve a un cambio también radical de nuestra vida. El Evangelio dejaría de ser Evangelio si limitásemos sus exigencias al marco en que nos movemos los humanos o a las medianías de nuestra condición. El que acepta la llamada de Cristo ha de salir de sí mismo, de sus intereses y de su mundo para ingresar en otro mundo: no se trata de una mera re-forma para ser mejores de lo que somos, sino de una total transformación para ser distintos. Es verdad que la inmensa mayoría de los cristianos no emprenden el camino de esa vida nueva y se contentan con lo mínimo, pero el Evangelio continúa exigiéndonos siempre el máximo, porque máximas son las exigencias del amor a Dios y a los hombres, y máximas son las renuncias que ese amor implica para llevarlo a cabo.
La radicalidad en los ideales, y en las exigencias, sin embargo, no excluye ni la cercanía a lo humano ni la comprensión caritativa de todas sus miserias. Detrás de cada pecado, que merece reprobación y condena, hay siempre un hombre pecador, que merece nuestra comprensión y amor. Aunque sea en defensa de causas nobles, la dureza de juicio y de corazón con las acciones desviadas de los hombres está en las antípodas del espíritu evangélico y el verdadero cristiano es tan exigente consigo mismo, como comprensivo de las miserias de los demás. La distinta calidad moral de su vida no le impide sentirse vinculado a sus semejantes en hermandad entrañable: hermano en el pecado con los demás hombres, porque todos somos pecadores, y hermano en las miserias, porque todos necesitamos de misericordia. Es lo que vemos en los santos, supremos ejemplos de humanidad en medio de su radicalidad. Nadie abraza, como ellos, un estilo de vida tan radical en sus exigencias y tan duro en sus renuncias, y sin embargo, en nadie, como en ellos, resplandece tanta humanidad y tanta cercanía cordial a las personas. Y ello es así, porque lo auténticamente humano se encuentra recogido y potenciado en la ética y los ideales evangélicos. La gracia de Dios no elimina a la naturaleza humana, sino que la eleva, dice un principio teológico. Esa vida sobrenatural que nos trae Cristo supone, ciertamente, grandes renuncias en el hombre, pero en ellas se encuentra a sí mismo y encuentra todo lo más auténtico y profundo de lo humano.
IDEALISMO Y REALISMO
Saber mantener un alto grado de idealismo sin perder jamás la misión de la realidad, por último, otro de los rasgos que han de definir la actitud del cristiano en el mundo de los hombres; pero esta integración, tan necesaria, rara vez la encontramos en una misma persona: o tendemos a un idealismo de sentimientos más o menos romántico, o nos refugiamos en un realismo pragmático que a nada nos compromete. El idealismo sin consistencia se da en aquellos cristianos, muy numerosos en los últimos tiempos dentro de la Iglesia, cuya esperanza de redención moral y social para la humanidad viene alimentada por una visión irreal de la condición humana y por consideraciones utópicas, en línea con ciertas ideologías políticas revolucionarias; también abundan los cristianos que cifran el ideal evangélico en una mística del amor, pero sin saber bien qué clase de amor nos exige el Evangelio y qué camino se ha de emprender para ponerlo en práctica. En el lado opuesto, existen cristianos tan realistas y tan afincados en la tierra, que convierten el ideal evangélico poco más que en una ética de la razón, con buen cuidado de no sobrepasar los límites de lo que ellos consideran razonable: son los que nunca se salen de lo que marca la norma estricta y concreta, los que prefieren oír hablar de obligaciones pero nunca de opciones, los que están seguros y tranquilos en su dorada medianía. Excusado es decir que el auténtico seguidor de Cristo ni es idealista ni es realista, sino todo lo contrario, porque su actitud ante la vida y ante los hombres comprende ambas definiciones sin que debamos encuadrarlo en ninguna de ellas por separado.
En comparación con el modo de ver las cosas que impera en el mundo, es claro que el cristiano aparece como idealista, como gran idealista, porque ésta es la actitud de alma necesaria para ordenar su vida en una fe, en una esperanza y en un amor sobrenaturales. Las tres virtudes que le definen ante los hombres implican, como es obvio, una elevación de su alma sobre las motivaciones meramente humanas, una visión de las cosas más allá de los horizontes terrenos, unos valores y unos fines que nada tienen que ver con los intereses pragmáticos que mueven al mundo. En una palabra: ordenar la vida sobre estas virtudes supone una constante superación de la realidad, y sólo en esta actitud de superación podemos ser verdaderos cristianos. No es posible, en efecto, vivir de la fe en un mundo aferrado a las realidades tangibles y a la implacable lógica de la razón, si no caminamos como si viéramos al Invisible (Hb 11,27), hacia un horizonte que está por encima de los horizontes humanos: tampoco es posible mantener una indefectible esperanza en medio del reino del mal, humanamente irremediable, sin superar el pesimismo y el desánimo de la Luz que nos viene de los alto; y, finalmente, no es posible poner en obra las exigencias del amor evangélico, si nuestro ideal no es más fuerte que todos nuestros egoísmos y más elevado que todos nuestros intereses. Por su misma definición, el cristiano aparece ante el mundo, ciertamente, como el menos pragmático y como el más idealista de los hombres.
El idealismo del cristiano, sin embargo, nunca pierde de vista la realidad, la realidad humana sobre todo, para no hacerse castillos en el aire y asentar su consistencia sobre bases más sólidas que las de la imaginación, la ingenuidad o el mero sentimiento. Muchos impulsos de idealismo generoso terminan en grandes fracasos por no tener en cuenta esa realidad insoslayable, precisamente. Aceptar fa condición humana tal cual es, no pedir a la vida lo que ésta jamás puede dar, y poner los únicos medios eficaces para lograr nuestra transformación en Cristo, son los principios básicos de este sabio y sano realismo del cristiano, que hoy está ausente en muchos movimientos dentro de la Iglesia. Ésta, y no otra, es la razón que nos ha de llevar a redescubrir y revalorar la vida ascética, absolutamente necesaria para los que quieren aprender en serio los caminos del Evangelio, pero lamentablemente olvidada por los cristianos de nuestro tiempo. Hoy se habla mucho del Evangelio en grandes y bellas palabras, pero lo que urge hablar es del Evangelio real en nuestra vida real. Y ello significa que los sentimientos han de ser sustituidos por los compromisos, las buenas intenciones por las buenas obras, y las grandes palabras por las grandes virtudes. Los caminos del Evangelio nos llevan a la Vida, a la auténtica Vida. Pero todos pasan por esta condición que nos señala Cristo, tan real como lo es el hombre y tan ideal como es la plenitud que necesita: Quien quiera encontrar su vida la perderá, pero quien la quiera perder por Mí, la encontrará (Mt 10,39).
Isaac Riera Fernández es sacerdote Misionero del Sagrado Corazón, licenciado en filosofía por la Univ. Gregoriana de Roma, doctor en filosofía por la Univ. de Valencia y escritor.