El ocho de julio del año 1808, don José Napoleón, “por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias”, nos regalaba nuestro primer texto constitucional. Era una carta otorgada y por eso digo que nos regalaba, porque los españoles no contamos para nada en su elaboración. Nuestro primer texto constitucional. Han pasado 205 años, y desde entonces diez textos legislativos de rango superior han tratado de regular nuestra convivencia política con mayor o menor fortuna, sin contar el proyecto de constitución federal de la I República del 17 de julio de 1873 (por cierto, ¿sabían los nacionalistas de todo pelaje que el preámbulo de esa constitución federal reconocía sin ningún tipo de complejos a la nación española?).
Entre los diez textos, tan solo dos se aprobaron con el consenso mayoritario: la constitución de Cánovas, respaldada por Sagasta, del 30 de junio de 1876 y la constitución del 6 de diciembre de 1978. Y precisamente, los dos han sido los más duraderos: 47 años la de Cánovas y 38 la actual. El resto de constituciones siempre se dejaban en la cuneta a la otra mitad de los españoles.
En el derecho constitucional comparado, sin embargo, la constitución americana de 1788 tiene 225 años de vigencia y tan solo ha sido reformada 27 veces, en temas tales, entre otros, como los derechos fundamentales de libertad de culto, expresión, reunión, etc. (primera enmienda); derecho a poseer armas (segunda); abolición de la esclavitud (décimo tercera); sufragio femenino (décimo novena) o la mayoría de edad a los 18 años (vigésimo sexta). No hablemos ya del sistema constitucional inglés, especialmente apto para un pueblo maduro políticamente. Como diría el castizo, apto para mayores de edad.
Por supuesto, nuestra constitución en algunos temas también necesita pasar por la ITV: regulación o supresión del Senado; derechos sucesorios en la Corona, etc. Pero, en líneas generales creo que nos ha dado más satisfacciones que preocupaciones. Y después de 38 años contamos con un tesoro a nuestra disposición que es la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
No obstante, algunos políticos parecen no estar muy de acuerdo y claman por una reforma profunda y radical de la Constitución: unos, Izquierda Unida, por ejemplo, han traicionado el pacto por la convivencia de 1978 –pacto sin el cual nunca habrían accedido a respirar el aire democrático- y claman por una República no sé de qué tipo: si por la República burguesa de la bandera tricolor o por la República revolucionaria de la bandera roja, como exigía Largo Caballero en el año 1933 (todo un indicio, Cayo Lara se ha marchado a Cuba en esta fecha de hermosos consensos). Tampoco los nacionalistas están muy de acuerdo con el sistema y exigen el derecho a decidir, o lo que es lo mismo el derecho a la autodeterminación, o lo que es igual a la separación de España. Y, en mi modesta opinión, el señor Rubalcaba ha caído en la trampa tendida por el acomplejado Pere Navarro y se apunta a eso del Estado Federal que no sé sí el profesor de Química de la Complutense sabrá muy bien en que consiste. Del genio político de Elena Valenciano me espero todo.
Es muy difícil dar recetas: pero la experiencia vivida nos dice que solamente dos partidos fuertes –uno liberal conservador y el otro social demócrata- pueden garantizar la estabilidad política y el necesario progreso social y económico para España. De los nacionalistas no esperemos milagros: ellos van a lo suyo y mientras más divididos nos vean en temas esenciales, mejor para ellos. Pero que no se hagan ilusiones, el derecho a decidir, por la gracia de la Constitución, lo tenemos todos los españoles.