En el mundo hay Estados enormes, grandes, medianos, pequeños, microestados y luego hay un Estado especial que es la Santa Sede, la Ciudad del Vaticano. Con una superficie de 0’4 kms2 y una población de 800 habitantes, es el Estado menor del mundo.
Se trata, sin embargo, del núcleo central de una potencia espiritual que incluye a casi medio millón de sacerdotes, que a través de millones de capillas, iglesias y Catedrales, atienden a una feligresía de 1.400 millones de fieles repartidos por el mundo entero, una población superior a la de China o la India. No cabe duda que, en algún sentido, el pequeño Estado Vaticano es una superpotencia.
Al frente de esa enorme institución se encuentra el Papa Francisco I, elegido en 2013, asistido por la Curia y por una reducida, pero prestigiosa carrera diplomática que le representa en la casi totalidad de naciones del mundo.
En los países de tradición católica, como España, el Nuncio de Su Santidad se convierte desde que recibe el placet, en decano automático del cuerpo diplomático con las responsabilidades y privilegios que ello conlleva.
El Papa es una de las figuras más destacadas de la sociedad mundial por lo que todos los países reclaman sus visitas con insistencia y son docenas las peticiones de audiencia que recibe a diario de las que solo unas pocas son aceptadas. Mi familia y yo tuvimos la fortuna de encontrarnos entre ellas en los tiempos de Juan Pablo II.